Mustafa iba visiblemente pensativo y retraído en el avión. Mientras despegaban se sentó muy quieto y apenas cambió de posición, ni siquiera después de alcanzar la altura de crucero. Estaba cansado, aquel viaje obligatorio que acababa de empezar lo agotaba.
Rose, por el contrario, hervía de nervios y excitación. Bebió una taza tras otra del mal café del avión, se comió el parco aperitivo que sirvieron, hojeó la revista de su asiento, vio Bridget Jones: sobreviviré , aunque ya la había visto, se enzarzó en una larga cháchara con la anciana que se sentaba a su lado (la mujer iba a San Francisco a ver a su hija mayor y conocer a su nieto recién nacido), y luego, cuando esta se quedó dormida, se dedicó a intentar responder las preguntas de historia que aparecían en la pantalla de vídeo.
¿Qué país sufrió más bajas en la Segunda Guerra Mundial?
a. Japón
b. Gran Bretaña
c. Francia
d. La Unión Soviética
¿Cómo se llamaba el protagonista de la novela de George Orwell 1984 ?
a. Winston Smith
b. Akaky Akakievich
c. Sir Francis Drake
d. Gregor Samsa
En la primera pregunta Rose eligió, convencida, la opción b , pero como no tenía ni idea de la segunda, imaginó que sería la a . Pronto se sorprendería al ver que se había equivocado en la primera y había acertado en la segunda. Si Amy fuera con ella, habría acertado las dos y desde luego no por casualidad. Le dolía el corazón al pensar en su hija. A pesar de todos sus conflictos y peleas, a pesar de todos sus fallos como madre, Rose todavía estaba segura de que su relación con Amy era buena. Tan segura como que Gran Bretaña era el país que había sufrido las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial.
Por fin aterrizaron en San Francisco.
Una vez en el aeropuerto Rose se sumergió en otro ataque de ansia consumista: comida para el camino. Tan descontenta se quedó con las migajas que le habían servido en el primer vuelo que decidió encargarse personalmente del asunto. Aunque Mustafa intentó por todos los medios explicarle que las líneas aéreas turcas, a diferencia de los vuelos interiores estadounidenses, servirían gran variedad de manjares, Rose quería tener el asunto bajo control antes de embarcar en un vuelo de doce horas.
Compró un paquete de cacahuetes, galletas de queso, galletas de chocolate, dos bolsas de patatas fritas, un puñado de barritas de cereales con miel y almendras, y varios paquetes de chicles. Lejos quedaba ya la idea de cuidar la línea por la mera razón de cuidar de algo, de cualquier cosa. Entonces era bastante joven y ansiaba demostrar a los Tchajmajchian que esa mujer a la que habían tildado de odar y que jamás habían considerado de los suyos, era en realidad una persona muy agradable y envidiable. Ahora, veinte años después, solo sonreía al pensar en la joven resentida que había sido.
Aunque su amargura hacia su primer marido y su familia no había desaparecido del todo, Rose había aprendido a convivir con sus fallos y limitaciones, incluidas sus anchas caderas y su barriga. Había estado haciendo y dejando el régimen durante tanto tiempo que ni siquiera se acordaba de cuándo abandonó las dietas de una vez por todas. Lo cierto es que Rose había conseguido librarse si no de los kilos, al menos de la necesidad de perderlos. Aquella urgencia desapareció. A Mustafa le gustaba tal como era. Él jamás criticaba su aspecto.
Oyeron la llamada para embarcar mientras hacían cola en un Wendy, esperando dos menús Big Bacon Classic y una patata con crema agria y cebolletas, por si lo que servían en las líneas aéreas turcas resultaba incomestible. Cogieron su pedido justo a tiempo y se dirigieron a la puerta donde tendrían que atravesar un control de seguridad específico para los vuelos intercontinentales, sobre todo los que tenían como destino Oriente Próximo. Rose observó preocupada al amable pero hosco oficial que registraba los regalos envueltos que había comprado en Tucson. El hombre sacó un lápiz con forma de cactus y lo blandió en el aire como si sacudiera el dedo para acusarla de algún delito que estuviera a punto de cometer.
Una vez en el avión, sin embargo, Rose se relajó enseguida y disfrutó de cada detalle de la experiencia: los diminutos y elegantes kits de viaje que distribuyeron, las almohadas, mantas y antifaces, el continuo servicio de bebidas interrumpido por bocadillos de pavo. No tardó en llegar la cena, arroz y pollo asado con una pequeña ensalada y verduras salteadas. En nuestros platos no hay productos porcinos, anunciaba un papelito que venía con la bandeja. Rose no pudo evitar sentirse culpable por las hamburguesas del Wendy.
– Tenías razón sobre la comida, está muy buena -comentó, sonriendo con timidez a su marido y dándole vueltas al postre entre las manos-. ¿Y esto qué es?
– Ashura -contestó Mustafa, con la voz curiosamente ahogada al ver las pasas que decoraban el cuenco-. Antes era mi postre favorito. Seguro que mi madre ha preparado una buena olla desde que se ha enterado de que voy.
Por mucho que intentara alejar de su mente tales detalles, Mustafa no podía borrar la imagen de decenas de cuencos de cristal llenos de ashura en la nevera, listos para ser distribuidos entre los vecinos. A diferencia de otros postres, la ashura siempre se cocinaba para ser compartida, además de para la propia familia, y por tanto había que preparar una abundante cantidad. Cada tazón era símbolo de supervivencia, solidaridad y abundancia. La fascinación de Mustafa por aquel postre se descubrió cuando, a los siete años, le sorprendieron devorando los boles que le habían encargado distribuir puerta a puerta.
Todavía se acordaba de cuando esperaba en el silencio del edificio junto al konak , con la bandeja en las manos. En la bandeja había seis cuencos, cada uno para un vecino distinto. Primero picoteó las pasas de todos, seguro de que si se limitaba a eso nadie se daría cuenta. Pero luego siguió con la decoración de semillas de granada y avellanas tostadas, y antes de darse cuenta, se lo había comido todo: seis boles de ashura de golpe. Escondió los cuencos vacíos en el jardín. Los vecinos solían quedarse con los recipientes hasta devolverlos con alguna otra receta cocinada por ellos, muchas veces otra ashura . Por eso la familia Kazancı tardó algún tiempo en descubrir la fechoría de Mustafa. Y cuando la descubrieron, visiblemente avergonzados por su glotonería, su madre no le regañó; en cambio, desde entonces siempre tuvo ashura en la nevera, para él y solo para él.
– ¿Qué le apetece beber, caballero? -preguntó la azafata en turco, medio inclinada hacia él. Tenía los ojos de un azul zafiro y llevaba un chaleco exactamente del mismo color, con unas esponjosas nubes estampadas en la espalda.
Mustafa vaciló una fracción de segundo, no porque no supiera qué le apetecía beber, sino porque no supo en qué idioma contestar. Después de tantos años se sentía mucho más cómodo expresándose en inglés que en turco. Aun así, parecía poco natural, si no arrogante, dirigirse en inglés a una turca. Mustafa Kazancı había resuelto hasta entonces aquel dilema personal evitando hablar con turcos en Estados Unidos. Su actitud distante hacia sus compatriotas quedaba en evidencia en situaciones corrientes como aquella. Miró a su alrededor, buscando una salida, y al no encontrar ninguna cercana contestó por fin en turco:
– Zumo de tomate, por favor.
– No tenemos zumo de tomate. -La azafata le dedicó una alegre sonrisa, como si aquello le hiciera mucha gracia. Era una de esas empleadas devotas que jamás pierden la fe en las instituciones para las que trabajan, capaces de decir que no siempre con la misma expresión alegre-. ¿Le apetecería un bloody Mary?
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