Elif Shafak - La bastarda de Estambul

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La bastarda de Estambul: краткое содержание, описание и аннотация

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Más que una ciudad, Estambul parece un gran barco de ruta incierta, cargado de pasajeros de distintas nacionalidades, lenguas y religiones. Esa es la imagen que acompaña a la joven Armanoush, que viaja desde Arizona para visitar por primera vez la ciudad y descubrir sus orígenes. Lo que la joven aún no sabe es que su familia armenia y la de su padrastro turco estuvieron ligadas en el pasado, y que la vida en común de los dos pueblos fue un día apacible.
Bien pronto Armanoush conocerá a ese clan peculiar, donde solo hay mujeres porque los hombres tuvieron a bien morir jóvenes o irse lejos para olvidar sus pecados. en el centro del retrato destaca Zeliha, la mujer reblede que un día se quedó embarazada y decidió no abortar. Fue así como nació Asya, que ahora tiene diecinueve años, y pronto será amiga de Armanoush. Completan la foto de familia otras señoras de armas tomar, que entretienen su tiempo cocinando, recordando viejos tiempos y encarándose al futuro de su país, cada cual a su manera.
La amistad entre las dos jóvenes acabará desvelando una historia vieja y turbia, una relación que nació y murió en la pura desesperación, pero las damas de la familia sabrán cómo resolver incluso este percance.
Sentando a esas maravillosa mujeres de Estambul delante de una mesa llena de platos deliciosos y algo especiados, elif Shafak cabalga con talento entre lo épico y lo doméstico, contándonos la historia de Europa a través de las mil historias que cada familia guarda en le baúl de los secretos.

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– ¿Sí?

– Sí, me metí en el baño y me lo hice con una zanahoria, una aguja esterilizada, cubitos de hielo para anestesiar y sobre todo mucha rabia. Estaba rabiosa contra todo, pero en especial contra mi familia. Decidí hacerme yo misma el piercing en la nariz. Me temblaban las manos de los nervios, así que la primera vez me hice mal el agujero y me perforé el tabique. No veas cómo sangraba. Pero luego di con la técnica y a la siguiente vez me lo hice bien.

– ¿Sí? -repitió Armanoush; esta vez parecía perpleja ante el rumbo que tomaba la conversación.

– ¡Pues sí! -La tía Zeliha se dio orgullosa unos golpecitos en la nariz-. Me puse un arito aquí y salí del baño como si nada. En aquella época me encantaba poner furiosa a mi madre.

Al oír esto, Asya miró divertida a su madre.

– Lo que quiero decir es que me hice un piercing en la nariz porque era algo prohibido. ¿Me entiendes? Era inconcebible que una chica turca de una familia tradicional llevara un piercing , así que allá fui yo a hacerme uno. Pero ahora los tiempos han cambiado. Para eso estamos aquí. En este local aconsejamos a nuestros clientes, y a veces hasta rechazamos a algunos, sin juzgarlos jamás. Nunca preguntamos por qué. Eso es lo primero que aprendí en la vida. Por más que la juzgues, la gente hará lo que quiera de todas formas.

Justo en ese momento el adolescente apartó la mirada de las vitrinas para volverse hacia la tía Zeliha y preguntó:

– ¿Se puede hacer más larga la cola de este dragón para que me cubra todo el brazo? Quiero que se extienda del codo a la muñeca, vaya, como si me estuviera bajando por el brazo.

Pero antes de que la tía Zeliha pudiera contestar, fue su madre quien saltó:

– Pero ¿tú estás loco? ¡Ni en broma, vamos! Habíamos quedado en que te harías algo sencillo y pequeño, como un pájaro o una mariquita. Yo no te he dado permiso para una cola de dragón…

Asya y Armanoush se quedaron contemplando la actividad del taller durante dos horas, observando el ir y venir de los clientes. Entraron cinco estudiantes de instituto diciendo que querían todos un piercing en la ceja, pero en cuanto la aguja esterilizada atravesó la ceja del primero, los demás se echaron atrás. Luego llegó un aficionado al fútbol que quería en el pecho el escudo de su equipo. A continuación un ultranacionalista que pidió la bandera turca en la punta del índice, para poder ondear la bandera cada vez que moviera el dedo delante de alguien, y por fin acudió una impresionante cantante rubia que era un travestí y que quería el nombre de su amante tatuado en los nudillos.

Después entró un hombre de mediana edad que parecía anormalmente normal entre la clientela habitual del local. Era Aram Martirossian.

Aram era apuesto, alto, robusto. Tenía un rostro amable pero cansado, barba oscura, pelo bastante canoso y profundos hoyuelos que aparecían cada vez que sonreía. Sus ojos relucían de inteligencia tras las gafas de gruesa montura. En su forma de mirar a la tía Zeliha se advertía el amor al instante. Amor, respeto y sincronización. Cuando él hablaba, ella completaba sus gestos, cuando ella gesticulaba él completaba sus palabras. Eran dos individuos complicados que parecían haber logrado juntos una milagrosa armonía.

En cuanto empezó a hablar con él, Armanoush pasó a su inglés como lengua aprendida, como hacía cada vez que conocía a alguien nuevo en Estambul. Así se presentó lo más despacio posible, hablando a cámara lenta, de forma rítmica, casi infantil. Le sorprendió oír a Aram hablar inglés con fluidez y un sutil acento británico.

– ¡Hablas inglés muy bien! -no pudo evitar exclamar-. ¿Cómo es que tienes acento británico?

– Gracias. Estudié en Londres toda la carrera. Pero podemos hablar armenio si quieres.

– No hablo armenio -dijo Armanoush-. De pequeña aprendí un poco con mi abuela, pero como mis padres se separaron, nunca pasaba mucho tiempo en el mismo sitio y siempre había interrupciones. Aunque luego, entre los diez y los trece años, iba todos los veranos a un campamento armenio. Me lo pasaba muy bien y aprendí bien el idioma, pero luego se me olvidó de nuevo.

– Yo también aprendí armenio con mi abuela -sonrió Aram-.

La verdad es que tanto mi madre como mi abuela querían que fuera bilingüe, solo que no se ponían de acuerdo en cuál tenía que ser mi segundo idioma. Mi madre pensaba que sería mejor para mí que hablara turco en el colegio y luego inglés en casa, puesto que estaba destinado a salir del país cuando fuera mayor. Pero a mi abuela no había quien la convenciera. Tenía que ser turco en el colegio y armenio en casa.

A Armanoush le intrigaba el aura de Aram, pero todavía le fascinaba más su humildad. Hablaron un rato sobre abuelas armenias, unas en la diáspora, otras en Turquía y otras en Armenia.

A las seis y media la tía Zeliha dejó el estudio a cargo de su ayudante y los cuatro se dirigieron a una taberna cercana.

– Antes de que te vayas de Estambul, Aram y la tía Zeliha nos quieren llevar a una taberna, para que vivamos una típica noche de copas -le había explicado Asya.

En una calle bastante oscura pasaron junto a un edificio desde cuyas ventanas las prostitutas travestís miraban a los transeúntes. Las dos del primer piso estaban tan cerca que Armanoush podía distinguir hasta los detalles de sus muy maquillados rostros. Una de ellas, una fornida mujer de gruesos labios y el pelo tan rojo y brillante como los fuegos artificiales en la oscuridad, dijo entre risas algo en turco.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Armanoush a Asya.

– Dice que mis pulseras son preciosas y que llevo demasiadas.

Para sorpresa de Armanoush, Asya se quitó una de las pulseras de cuentas y se la dio al travestí pelirrojo, que la aceptó contentísimo, se la puso y, con una mano de uñas perfectamente cuidadas y pintadas de escarlata, levantó una lata de Coca-Cola Light como ofreciéndole un brindis.

Armanoush contemplaba la escena maravillada. ¿Podían coexistir en aquella sórdida calle de Estambul la Coca-Cola Light, las pulseras de cuentas, el olor a semen de las fulanas y la alegría infantil?

El bar era un local elegante pero acogedor cerca del pasaje de las Flores. En cuanto se sentaron aparecieron dos camareros con un carrito de mezes .

– Armanoush, ¿por qué no nos vuelves a sorprender con tu vocabulario culinario? -pidió la tía Zeliha.

Y Armanoush comenzó a nombrar los platos que los camareros dejaban en la mesa:

– Bueno, vamos a ver, hay yalancı sarma, tourshi, patlijan, topik, enginar… .

Los clientes llegaban en parejas o grupos, y en menos de veinte minutos el bar estaba lleno. Entre tantas caras, sonidos y olores desconocidos, Armanoush se sintió desorientada. Podía estar en Europa, o en Oriente Próximo, o en Rusia. La tía Zeliha y Aram bebían rakı , Asya y ella vino blanco. La tía Zeliha fumaba cigarrillos, Aram, puros, mientras que Asya, que al parecer evitaba el tabaco delante de su madre, se mordía los labios por dentro.

– Esta noche no fumas -le comentó Armanoush, sentada a su lado.

– Ya, qué me vas a contar -suspiró Asya. Luego bajó la voz y dijo en un susurro-: Y calla, que la tía Zeliha no sabe que fumo.

Armanoush se sorprendió: Asya la rebelde, que se deleitaba casi con sadismo en enfurecer a su madre siempre que podía, de pronto, cuando se trataba de fumar delante de ella, se convertía en una hija dócil.

Se pasaron una hora charlando mientras los camareros traían un plato tras otro. Primero sirvieron los mezes (los platos fríos), seguidos de platos templados, platos calientes y luego postres y café. Aquella debía de ser la costumbre, pensó Armanoush: en lugar de elegir de un menú, se servía el menú entero.

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