– Mira -replicó el otro-, a diferencia de la mayoría de los turcos, yo he investigado mucho sobre este episodio debido a mi trabajo. Escribo escenas para películas históricas. Leo historia constantemente. Así que si digo esto no es porque lo haya oído por ahí ni porque me tengan desinformado. ¡Todo lo contrario! Hablo como una persona que ha realizado una meticulosa investigación sobre el tema. -Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino-. Estas afirmaciones de los armenios se basan en la exageración y la distorsión. Vamos, hombre, si algunos hasta llegan a decir que matamos a dos millones de armenios. Ningún historiador en su sano juicio se tomaría eso en serio.
– Aunque hubiera sido uno, ya sería demasiado -saltó Asya.
El camarero reapareció con una nueva jarra en la mano y una expresión preocupada en el rostro. Le hizo un gesto al Dibujante Dipsómano:
– ¿Quiere seguir pidiendo?
La respuesta fue un gesto con el pulgar hacia arriba. Tras haber tomado hacía rato sus tres cervezas y fiel a su decisión de mantenerse en ese número, el Dibujante Dipsómano se había pasado al vino.
– Te voy a decir una cosa, Asya -comenzó el Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas mientras se servía otra copa-. Sabes lo de los infames juicios de las brujas de Salem, ¿no? Pues lo más interesante es que casi todas las mujeres acusadas de brujería hicieron confesiones muy parecidas y mostraron síntomas parecidos, incluso se desmayaron al mismo tiempo… ¿Mentían? ¡No! ¿Estaban fingiendo? ¡No! Sufrían de histeria colectiva.
– ¿Eso qué significa? -preguntó Armanoush, apenas capaz de controlar su ira.
– Sí, ¿eso qué coño significa? -repitió Asya sin controlar su ira. El guionista permitió que una cansada sonrisa cruzara sus sombríos rasgos.
– Existe una cosa que se llama histeria colectiva. No estoy diciendo que los armenios estén histéricos ni nada de eso, no me entendáis mal. Pero es un hecho científico que las colectividades son capaces de manipular las creencias, los pensamientos y hasta las reacciones físicas de sus miembros. Si oyes la misma historia constantemente, una y otra vez, al final la asimilas sin darte cuenta. Y desde ese momento deja de ser la historia de otra persona, de hecho ya no es ni siquiera una historia, sino la realidad, ¡tu realidad!
– Es como estar hechizado -comentó el Poeta Excepcionalmente Malo.
Asya se pasó una mano por el pelo, se hundió en la silla, exhaló humo y dijo:
– Te voy a decir yo qué es la histeria. Histeria son todos esos guiones que has escrito hasta ahora, toda la serie de Timur Corazón de León , el turco hercúleo y musculoso que corretea de una aventura a otra contra el bizantino idiota. Eso es lo que yo llamo histeria. Y cuando lo conviertes en un programa de televisión y haces que millones de personas «asimilen» tu espantoso mensaje, se convierte en histeria colectiva.
Esta vez fue el Columnista Gay en el Armario quien habló:
– Sí, todos esos héroes turcos tan vulgares y tan machos para ridiculizar el afeminamiento del enemigo son signos de autoritarismo.
– Pero a vosotros ¿qué os pasa? -protestó el guionista. Le temblaba el labio de rabia-. Sabéis perfectamente que no me creo esa basura. Sabéis que esos programas son solo puro entretenimiento.
Armanoush hizo lo posible por calmar las aguas.
– Aquella foto -dijo, señalando la pared-, la del marco color zanahoria, es de Arizona. Es una carretera que mi madre y yo tomábamos muchas veces cuando yo era pequeña.
– Arizona -murmuró el Poeta Excepcionalmente Malo, suspirando como si aquel nombre significara para él una tierra de utopía, una especie de Shangri-La.
Sin embargo, Asya no pensaba zanjar el asunto.
– Pero es que esa es la cuestión. Lo que tú has estado haciendo es incluso peor. Si creyeras en lo que haces, si tuvieras la más mínima fe en esas películas, cuestionaría tu opinión, pero al menos no tu sinceridad. Escribes esos guiones para las masas. Los escribes y los vendes y ganas un montón de dinero. Y luego vienes aquí a refugiarte en este bar de intelectuales y te pones a burlarte de esas películas con nosotros. ¡Menuda hipocresía!
El rostro del guionista perdió todo color, adquirió una expresión dura y los ojos una mirada gélida.
– Pero ¿tú quién coño te crees que eres? ¡La bastarda hablando de hipocresía! ¿Por qué no te vas por ahí a buscar a tu padre en lugar de venir aquí a darme la murga?
Fue a coger su copa de vino pero no le hizo falta, puesto que esta vez era el vino el que se acercaba a él. El Dibujante Dipsómano, levantándose de un brinco, cogió una copa y se la tiró al guionista. Falló por los pelos: la copa golpeó un marco en la pared y derramó vino por todas partes, pero sorprendentemente no se rompió. Tras errar el tiro, el Dibujante Dipsómano se arremangó.
Aunque apenas tenía la mitad de la envergadura del dibujante y estaba igual de borracho, el guionista se las apañó para esquivar el primer golpe. Luego se retiró a toda prisa a un rincón, sin perder de vista la salida.
No lo vio venir. El Columnista Gay en el Armario se levantó bruscamente y salió disparado hacia el rincón con la jarra en la mano. Al instante el guionista estaba tirado en el suelo con una brecha en la frente. Apretándose una ensangrentada servilleta contra la cabeza como un herido de guerra, miró primero al columnista, luego al dibujante y luego hacia un rincón.
Pero al fin y al cabo el Café Kundera es un cómodo y lóbrego bar de intelectuales donde el ritmo de la vida, para bien o para mal, jamás se perturba. No es lugar para una pelea de borrachos. Y antes de que el guionista dejara de sangrar, todos los clientes habían vuelto a lo que estaban haciendo antes de la interrupción: unos sonriendo, otros charlando ante un vino o un café y algunos otros con la mirada perdida por las fotografías enmarcadas que colgaban de las paredes.
Orejones de albaricoque
Casi ha amanecido, falta un instante para cruzar ese misterioso umbral entre la noche y el día. Es el único momento en que todavía se puede encontrar solaz en los sueños, aunque sea demasiado tarde para formarlos de nuevo.
Si hay un ojo en el séptimo cielo, una mirada celestial que lo observa todo desde las alturas, tendría que vigilar Estambul durante mucho tiempo para vislumbrar quién hizo qué tras las puertas cerradas y quién profirió blasfemias. Desde los cielos la ciudad posiblemente parezca una fulgurante constelación de destellos, como fuegos artificiales que explotan en la oscuridad. Ahora mismo el trazado urbano relumbra con brillos naranja, rojo y ocre. Es una configuración de chispas; cada punto de luz, una persona despierta. La mirada celestial, desde las alturas, debe de ver todas estas bombillas encendidas aquí y allá en perfecta armonía, parpadeando sin parar, como si enviaran un mensaje críptico a Dios.
Aparte de los centelleos dispersos, la oscuridad todavía es densa en Estambul. En los sucios callejones que serpentean por los barrios viejos, en los bloques modernos que se aglomeran en los distritos nuevos, o en los lujosos barrios residenciales, todo el mundo duerme. Menos algunos.
Algunos estambulíes se han levantado, como siempre, antes que otros. Los imanes de la ciudad, por ejemplo: los viejos y los jóvenes, los de voz dulce y los de voz no tan dulce. Los imanes de las numerosas mezquitas son los primeros en despertar, listos para llamar a los creyentes a la oración matutina. Luego están los vendedores de simit . También ellos están despiertos, de camino a sus respectivas panaderías para recoger los bollos de crujiente sésamo que venderán a lo largo del día. Así que también los panaderos están despiertos. La mayoría de ellos solo duerme unas cuantas horas antes de empezar a trabajar, mientras que otros jamás duermen de noche. Todos los días, sin excepción, los panaderos encienden los hornos en plena noche, para que antes del amanecer las panaderías de la ciudad se inunden del delicioso olor del pan.
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