Elif Shafak - La bastarda de Estambul

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Más que una ciudad, Estambul parece un gran barco de ruta incierta, cargado de pasajeros de distintas nacionalidades, lenguas y religiones. Esa es la imagen que acompaña a la joven Armanoush, que viaja desde Arizona para visitar por primera vez la ciudad y descubrir sus orígenes. Lo que la joven aún no sabe es que su familia armenia y la de su padrastro turco estuvieron ligadas en el pasado, y que la vida en común de los dos pueblos fue un día apacible.
Bien pronto Armanoush conocerá a ese clan peculiar, donde solo hay mujeres porque los hombres tuvieron a bien morir jóvenes o irse lejos para olvidar sus pecados. en el centro del retrato destaca Zeliha, la mujer reblede que un día se quedó embarazada y decidió no abortar. Fue así como nació Asya, que ahora tiene diecinueve años, y pronto será amiga de Armanoush. Completan la foto de familia otras señoras de armas tomar, que entretienen su tiempo cocinando, recordando viejos tiempos y encarándose al futuro de su país, cada cual a su manera.
La amistad entre las dos jóvenes acabará desvelando una historia vieja y turbia, una relación que nació y murió en la pura desesperación, pero las damas de la familia sabrán cómo resolver incluso este percance.
Sentando a esas maravillosa mujeres de Estambul delante de una mesa llena de platos deliciosos y algo especiados, elif Shafak cabalga con talento entre lo épico y lo doméstico, contándonos la historia de Europa a través de las mil historias que cada familia guarda en le baúl de los secretos.

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– Bueno, dime, ¿qué música te gusta? -preguntó Asya en cuanto pidieron las bebidas, ella un té con limón y Armanoush una Coca-Cola Light con hielo. La pregunta era un claro intento de conocerla mejor, puesto que la música era la principal conexión de Asya con el mundo.

– La música clásica, la música étnica, la música armenia y el jazz. ¿Y a ti?

– Yo voy por otro lado. -Asya se sonrojó sin saber por qué-. Durante una época escuchaba rollo duro: música alternativa, punk, pospunk, metal industrial, death metal, darkwave, psicodelia, y también un poco de third-wave ska y algo de gótico, esas cosas.

– ¿Sí? -Armanoush estaba acostumbrada a considerar «esas cosas» un género perdido compartido por adolescentes decadentes y adultos sin rumbo con más rabia que personalidad.

– Sí, pero luego, hace algún tiempo, me quedé colgada de Johnny Cash. Y se acabó. Desde entonces no oigo otra cosa. Me gusta Cash. Me deprime tantísimo que me quita la depresión.

– Pero ¿no oyes nada de aquí? Como música turca… pop turco…

– ¡¡¡Pop turco!!! ¡Ni loca! -Asya manoteó espantada, como si tratara de apartar a un vendedor pesado.

Viendo hasta dónde podría llegar, Armanoush no insistió. Era posible, dedujo, que los turcos sufrieran una especie de odio hacia sí mismos.

Pero Asya apuró su té y añadió:

– A la tía Feride le gustan esas cosas. Aunque, para ser sincera, no sé muy bien si lo que le interesa es la música o el peinado de los cantantes.

Con la segunda Coca-Cola Light a medias, Armanoush le preguntó a Asya qué libros leía.

– Libros. Ay, sí, me han salvado la vida, la verdad. Me encanta leer, pero no ficción…

De pronto llegó al bar un ruidoso grupo de chicos y chicas, que se sentaron a la mesa de enfrente. De inmediato empezaron a burlarse de todo y de todos. Se rieron de las sillas de plástico burdeos, de las vitrinas de cristal donde se exponía una modesta selección de refrescos, de los errores en la traducción inglesa del menú y de la camiseta que llevaban los camareros con la frase I LOVE ESTAMBUL. Asya y Armanoush acercaron sus sillas.

– Leo filosofía, filosofía política sobre todo. Benjamin, Adorno, Gramsci, un poco de ZiZek… y especialmente Deleuze. Esas cosas. Me gustan. Me gustan las abstracciones, supongo. Y la filosofía me encanta. Sobre todo la filosofía existencial. -Asya encendió otro cigarrillo y preguntó a través del humo-: ¿Y tú?

Armanoush dio una larga lista de novelistas, principalmente de Rusia y la Europa del Este.

– ¿Lo ves? -Asya alzó las manos con las palmas hacia arriba, como para indicar la situación de ambas-. Cuando se trata de tu ocupación favorita, tampoco tienes un gusto restringido a tu país… Tu lista de lecturas no parece muy armenia.

Armanoush enarcó las cejas.

– La literatura necesita libertad -dijo moviendo la cabeza-. Y nosotros no hemos tenido mucha, ¿no te parece?

Viendo hasta dónde podía llegar, Asya no insistió. Era posible, dedujo, que los armenios pasaran por la autocompasión.

Los adolescentes de la otra mesa se pusieron a jugar a las películas. Cada equipo asignaba una película a un miembro del equipo rival, que luego tenía que representarla para que la adivinaran. Una chica pelirroja con pecas comenzó a representar la película que le había tocado, y cada vez que hacía un gesto los otros estallaban en ruidosas carcajadas. Era curioso ver cómo un juego basado en el silencio podía provocar tanto estrépito.

Tal vez por el ruido, la contención que había impulsado a Armanoush a no traspasar sus límites desapareció.

– La música que te gusta es muy occidental. ¿Por qué no escuchas tus raíces de Oriente Próximo?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Asya, perpleja-. Nosotros somos occidentales.

– No, no sois occidentales. Los turcos son de Oriente Próximo, pero no sé por qué lo negáis constantemente. Y si nos hubierais dejado quedarnos en nuestra casa, nosotros también seríamos de Oriente Próximo, en lugar de convertirnos en un pueblo disperso -replicó Armanoush, y al instante se sintió incómoda, porque no pretendía ser tan brusca.

Asya se mordió la boca por dentro, y al final lo único que dijo fue:

– ¿A qué te refieres?

– ¿Que a qué me refiero? Pues a esa idiotez panturca y panislámica del sultán Hamid. Me refiero a las matanzas de Adana de 1909 o a las deportaciones de 1915… ¿Te suena de algo? ¿Es que no has oído hablar del genocidio armenio?

– Solo tengo diecinueve años -se desentendió Asya.

Los adolescentes de la otra mesa prorrumpieron en gritos cuando la chica de las pecas no logró representar su película a tiempo y la sustituyó un nuevo jugador, un chico guapo y delgado a quien la nuez de Adán le subía y bajaba en el cuello con cada gesto. El muchacho alzó tres dedos, indicando que el título de la película tenía tres palabras. Procedió a representar la segunda directamente. Alzó las dos manos, cogió algo redondo imaginario, lo olió y lo estrujó. Los miembros de su equipo no lo entendían, y los del otro se burlaban.

– ¿Es eso una excusa? -Armanoush miró a Asya a los ojos-. ¿Cómo puedes ser tan apática?

Asya desconocía el significado de esa palabra y no tuvo inconveniente en aceptar el adjetivo hasta encontrar un diccionario inglés-turco. Se quedó inmóvil un instante que le pareció eterno, disfrutando de la breve reaparición del sol tras las densas nubes. Por fin murmuró:

– Te fascina la historia.

– ¿Y a ti no? -replicó Armanoush, en tono a la vez incrédulo y despectivo.

– ¿Para qué sirve? -fue la cortante respuesta-. ¿Por qué debería yo saber nada del pasado? Los recuerdos son una carga.

Armanoush volvió la cabeza y sin querer clavó la vista en los adolescentes. Se fijó en los gestos del chico guapo. Asya también se volvió, y sin darse cuenta siquiera, gritó la respuesta:

– ¡Naranja!

Los adolescentes se volvieron a mirarlas y estallaron en carcajadas. Asya se puso como un tomate, Armanoush sonrió. Pagaron la cuenta deprisa y se marcharon.

– ¿Qué película incluye la palabra «naranja»? -preguntó Armanoush en cuanto llegaron al paseo marítimo.

La naranja mecánica , supongo.

– ¡Ah, sí! Oye, lo de la fascinación por la historia -comenzó, poniendo sus pensamientos en orden-. Debes comprender que, a pesar del dolor que comporta, la historia es lo que nos mantiene vivos y unidos.

– Pues eso es todo un privilegio.

– ¿Qué quieres decir?

– Que esa sensación de continuidad es un privilegio. Te hace formar parte de un grupo con un gran sentimiento de solidaridad -contestó Asya-. A ver, no me malinterpretes, comprendo lo trágico que ha sido el pasado para tu familia, y respeto que quieras mantener vivos los recuerdos a toda costa para que el sufrimiento de tus antepasados no se olvide. Pero justamente en eso somos diferentes. La tuya es una cruzada por la memoria, mientras que yo preferiría ser como Petite-Ma, sin memoria ninguna.

– ¿Por qué te da tanto miedo el pasado?

– ¡No me da miedo! -protestó Asya. El caprichoso ir y venir del viento agitaba su falda larga y dispersaba de un lado a otro el humo del cigarrillo-. Es que no quiero tener nada que ver con él, y ya está.

– Eso no tiene sentido -insistió Armanoush.

– Quizá no. Pero sinceramente, alguien como yo no puede estar obsesionada con el pasado. ¿Sabes por qué? -preguntó por fin tras una larga pausa-. No porque lo encuentre doloroso ni porque no me importe, sino porque no sé nada del pasado, aunque creo que es mejor conocer los hechos pasados que no saber nada en absoluto.

Armanoush parecía perpleja.

– Pero si acabas de decir que no quieres conocer tu pasado. Ahora dices lo contrario.

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