Paolo Giordano - La Soledad De Los Números Primos

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Una recomendación literaria poco novedosa. La Soledad de los números primos está siendo una de las grandes revelaciones literarias del año. Arrasó el año pasado en Italia con más de un millón de ejemplares vendidos y su salto a España no está desentonando. Está ya entre los 3-4 libros más vendidos del año, compitiendo con sagas del tirón de la Millenium de Stieg Larsson o la saga de Crepúsculo, o pesos pesados de la literatura patria como el último libro de Pérez Reverte, lo que ya tiene su mérito.
Con este libro está funcionando el boca oreja. Admito que no ha sido mi caso. No lo digo porque quiera quedar de guay y decir que nadie me lo ha recomendado sino que yo lo he descubierto antes que el resto de la humanidad… Sino que fue hace cosa de un mes y algo cuando, un domingo pillé en La2 de TVE, Página 2, el programa literario de la pública, y justamente coincidió que emitieron una entrevista con el autor, Paolo Giordano, que presentaba en España su libro, recién editado por Salamandra. Me llamó la atención la historia y el autor. ¿Por qué? El chico es de la "quinta" de mi hermano, casi de mi edad, tenía una conversación interesante y una personalidad atractiva. Un licenciado en teoría física que se dedica a escribir. Lo cual puede resultar chocante, pero muy "lógico" a la vez. Responde a mi ideal de ciencias del conocimiento relacionadas. Cada vez lo veo más claro, no tiene sentido separar las ramas del conocimiento, así no se puede llegar realmente a una comprensión de la realidad. El tema es que me compré el libro al día siguiente y lo devoré en dos tardes. Es un libro no excesivamente largo: unas 300 páginas o así, pero sobre todo, su lectura es veloz, poco texto, capítulos muy cortos y una historia que capta la atención del lector y le mantiene en tensión. Muy recomendable.

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– Fotos.

Giada encajó la respuesta con una sonrisa que le formó los mismos hoyuelos que a los diecisiete años.

Tenía gracia encontrarlas allí, vivas, con un trocito de pasado en común que de pronto nada importaba.

– Hola, Giulia -dijo Alice, no sin esfuerzo.

Giulia sonrió y a duras penas logró articular:

– Supimos lo de tu madre. Lo sentimos mucho.

Giada asintió dando varias cabezadas, para mostrar que también ella lo sentía.

– Gracias -repuso Alice, y siguió recogiendo aprisa los bártulos.

Giada y Giulia se miraron, y la primera, tocándole el hombro, le dijo:

– Bueno, te dejamos trabajar, que estás muy ocupada.

– Bien.

Y dando media vuelta echaron a andar hacia la calle, con un taconeo que retumbó en el ámbito de la iglesia ya vacía.

Los novios la esperaban a la sombra de un gran árbol, sin abrazarse. Alice aparcó junto al Porsche y se apeó con la cámara al hombro. Hacía calor y el pelo se le pegaba a la nuca.

– Hola -dijo yendo hacia ellos.

– Ali -le contestó Viola-, no imaginaba que…

– Ni yo -la interrumpió Alice.

Se dieron un abrazo con falsa efusión, como si no quisieran estropearse el vestido. Viola estaba aún más guapa que en el instituto. Con los años sus facciones se habían suavizado, sus formas eran más delicadas y sus ojos habían perdido la vibración imperceptible que tan terribles los hacía. Y seguía teniendo el mismo cuerpo perfecto.

– Él es Carlo -presentó a su flamante marido.

Alice le estrechó la mano, que sintió muy suave, y para atajar dijo:

– ¿Empezamos?

Viola asintió y miró a su marido, aunque éste no lo notó.

– ¿Dónde nos ponemos?

Alice miró a un lado y a otro. El sol caía a pico y tendría que usar el flash para eliminar las sombras de la cara. Señaló un banco a pleno sol, a la orilla del río.

– Sentaos allí.

Empleó más tiempo del necesario en preparar la cámara, montar el flash, elegir el objetivo. El novio se daba aire con la corbata y con el dedo se enjugaba las gotitas de sudor de la frente.

Alice dejó que se asaran otro poco, fingiendo buscar la distancia idónea.

Por último, empezó a darles órdenes con sequedad. Abrazaos, sonreíd, poneos serios, cógele la mano, apoya la cabeza en su hombro, susúrrale al oído, miraos, acercaos más, mirad hacia el río, quítate la chaqueta. Crozza le había enseñado que al fotografiar a las personas no hay que darles tregua ni tiempo de pensar, pues basta un instante para que la espontaneidad se esfume.

Viola obedecía y en dos o tres ocasiones preguntó con voz nerviosa si lo hacía bien.

– Bien, ahora vamos a aquel prado.

– ¿Más? -se alarmó Viola. La rojez de sus encendidas mejillas empezaba a transparentarse bajo la capa de maquillaje, y la raya de los ojos, medio corrida, le daba un aire de cansancio y dejadez.

– Echa a correr y él que te siga por el prado -pidió Alice.

– ¿Qué? ¿Tengo que correr?

– Sí, tienes que correr.

– Pero… -quiso protestar Viola y miró a su marido, que se encogió de hombros.

Resoplando, se recogió la falda y salió corriendo. Los tacones se hundían unos milímetros en la tierra y despedían pellas de barro que le manchaban los bajos del blanco traje. Su marido, que corría tras ella, la animó:

– Más rápido.

Ella se volvió con ímpetu y lo fulminó con aquella mirada que Alice recordaba muy bien.

Dejó que se persiguieran dos o tres minutos más, hasta que Viola, desasiéndose de Carlo, dijo que ya estaba bien. El peinado se le había deshecho por un lado; una de las horquillas se había soltado y un mechón de pelo suelto le caía por la mejilla.

– Unas pocas más y terminamos.

Los llevó a un quiosco y les compró dos polos de limón.

– Tomad.

Los novios no entendían y los desenvolvieron con recelo. Viola tuvo mucho cuidado de no pegotearse las manos. Debían fingir que los comían cruzando los brazos uno con otro y ofreciéndoselos recíprocamente. Viola sonreía cada vez más tirante.

Y cuando Alice le dijo que se cogiera de la farola y girara alrededor, estalló:

– ¡Qué estupidez!

El novio la miró intimidado, y luego miró a Alice como excusándose.

– Es que eso forma parte del álbum clásico -les explicó ésta sonriendo-, que es el que habéis pedido. Pero podemos saltárnoslo.

Procuró sonar sincera. Notaba el tatuaje palpitar como si fuera a saltarle de la piel. Viola la fulminó con la mirada y ella se la sostuvo hasta que los ojos le escocieron.

– ¿Hemos acabado? -preguntó al cabo la novia. Alice afirmó con la cabeza-. Pues vámonos -le dijo a su marido.

Antes de verse arrastrado, él se acercó a Alice y le dio la mano con toda educación.

– Gracias.

– De nada.

Alice los vio remontar la leve pendiente del parque y llegar al aparcamiento. Apagados, se oían los ruidos propios del sábado: risas de niños en el tiovivo, voces de madres vigilantes. Llegaban también de lejos, como ruido de fondo, un eco de música y el rumor del tráfico en la avenida.

Le habría gustado contárselo a Mattia, porque él lo entendería. Pero ahora Mattia estaba lejos. Y pensó en el cabreo que cogería Crozza, pero que al final, bien lo sabía, la perdonaría.

Y sonriendo sacó el carrete de la cámara y allí mismo, a la brillante luz solar, desenrolló la película de punta a cabo.

Lo que queda (2007)

31

Su padre telefoneaba los miércoles por la tarde, entre ocho y ocho y cuarto. En los últimos nueve años se habían visto pocas veces, la última hacía mucho, pero cuando sonaba el teléfono en el pisito de Mattia, nunca quedaba sin respuesta. En las largas pausas de la conversación reinaba el mismo silencio a ambos lados de la línea, un silencio sin ruido de televisiones, radios o invitados que hicieran tintinear platos y cubiertos.

Mattia se imaginaba a su madre oyendo la conversación sentada en el sillón, los brazos apoyados en los del asiento y la misma expresión inmutable, como cuando Michela y él iban a primaria y ella se sentaba en la misma butaca para oírlos recitar poemas de memoria, que Mattia se sabía perfectamente y Michela, inútil para todo, no, por lo que se quedaba callada.

Y todos los miércoles, cuando colgaba, Mattia se preguntaba si el sillón seguía teniendo aquel estampado de flores de azahar, que él recordaba ya gastado, o si lo habían cambiado. Y se preguntaba si sus padres habían envejecido. Sí, habían envejecido, se lo notaba a su padre en la voz, más lenta, más cansada, y en la manera de respirar, ruidosa, cada vez más parecida a un jadeo.

Su madre lo llamaba de tarde en tarde y sólo para hacerle las preguntas de marras, siempre las mismas: si hacía frío, si había cenado ya, cómo iban las clases. Las primeras veces Mattia contestaba que allí se cenaba a las siete, luego simplemente que sí.

– Diga -contestó en italiano. No era necesario hablar en inglés. Su número de teléfono lo tenían como mucho diez personas, a ninguna de las cuales se le ocurriría llamarlo a aquellas horas.

– Soy yo, tu padre.

El tiempo que la respuesta tardaba en llegar era casi inapreciable. Mattia se decía que tendría que medirlo con cronómetro, para calcular cuánto se desviaba la señal de la línea recta de más de mil kilómetros que lo unía a su padre, pero siempre se olvidaba.

– Hola, ¿cómo estás?

– Bien, ¿y tú?

– Bien… ¿Y mamá?

– Ahí está.

En este punto siempre tocaba el primer silencio, como bocanada de aire tras un largo buceo.

Mattia empezó a rascar con la uña el arañazo que tenía la mesa, a un palmo del centro. No sabía si lo había hecho él o los anteriores inquilinos. Bajo el barniz se veía ya el aglomerado, que rascaba sin sentir dolor. Cada miércoles ahondaba el hoyito fracciones de milímetro, aunque para atravesar aquella mesa redonda no bastase una vida entera.

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