Pero ¿y Allende? ¿Qué había Allende en sí mismo desvelado que, en esta hora de aflicción y dulzura combinadas, le impedía disfrutar del todo de la imagen recordada de Ramón Durán? Paco Allende ha descubierto -como quien desentierra un horrible tesoro faraónico de mojama y topacios- que desea arrebatar a Durán de los -aparentemente contradictorios- abrazos de Javier Salazar. Y Paco Allende piensa que al advertir este deseo (formulado, por cierto, en aquel instante antes de dormir, con una curiosa precisión) lo que ha sacado a flote era su corazoncito ladrón, su almita guarra y codiciosa que sólo anhela desnudar a Ramón Durán, poseerle, empezando por los calcetines y el calzoncillo cutre-lux de Calvin Klein, hasta dejarle meramente en camiseta y en camisa y mamársela a sorbos. Tardó en dormirse esa noche, revuelto por esas inevitables sospechas acerca de sus intenciones, que, por más que estuviese convencido de que lo que cuentan son sólo las acciones rectamente llevadas a cabo y no las intenciones, no acababan de desaparecerle del todo. Paco Allende se daba cuenta de que, a estas alturas de su vida (y por muy vehementes que fueran sus imágenes eróticas de Durán), no había en él ningún resorte anímico, ningún reblandecimiento de su voluntad, que le permitiera dar ningún paso concreto para llevar aquellos pensamientos eróticos a un final feliz real: quedaba para Paco Allende descartado, con plena libertad pero con absoluta firmeza, todo telefonear a casa de Salazar para intercambiar unas palabras -fingidamente casuales- con el chico, o por supuesto tratar de verle en una cafetería, o dar un paseo juntos, o presentarse en su bar como por casualidad un fin de semana. Es una severidad profunda consigo mismo lo que pone todo esto fuera de juego en la práctica. Pero Paco Allende tenía que reconocer que, aun no estando dispuesto de ningún modo a tomar alguna medida que prácticamente pudiera conducirle a una traición a Salazar (¿pero cómo podía hablarse aún de traición o de lealtad a Salazar, si no se habían apenas visto en veinte años?), había todavía en su conciencia una intensa curiosidad, no satisfecha, relativa a los motivos que habían impulsado a Salazar a telefonearle súbitamente y convidarle a su casa. Y aunque Allende, tan pronto como se le ocurrió esta idea, la desechó junto con las otras, que consideraba inclinaciones perversas de su voluntad, sin embargo la curiosidad reobraba en él, no sólo esa noche en la que apenas durmió unas horas, sino también los días siguientes. Por eso, por todo eso, lícito e ilícito a la vez, la inesperada llamada telefónica de Ramón Durán, a última hora de la tarde del jueves siguiente, no le sorprendió y le agradó mucho. Durán le llamaba desde un teléfono móvil, desde -según aseguró- uno de los bancos del Templo de Debod que miran al familiar panorama grisazul de la Casa de Campo y que tiene a sus pies la vista del Madrid iluminado del anochecer.
– He encontrado tu nombre y tu teléfono y también tu dirección en una agenda de Javier -declaró al principio Durán.
Fue una conversación relativamente larga: se veía que el chico tenía ganas de charlar. Y también Allende se sintió muy pronto a gusto en aquella conversación alocada cuya finalidad parecía simplemente charlar por charlar.
– Me gustaría que quedáramos -dijo ya al final de la conversación Ramón Durán.
Y Allende sólo se atrevió a decir:
– Como tú quieras, pero tendrá que ser, no sé, algún fin de semana por la mañana. Estoy muy ocupado entre semana.
A Allende se le había ocurrido esta inexacta propuesta porque pensó que los fines de semana, y más por la mañana, no los tendría libres el chico, que se acostaría tarde y no se levantaría tan temprano un sábado o un domingo. Por eso le sorprendió que Ramón le dijera que quería que se encontraran el primer sábado -es decir, a los dos días- a media mañana:
– Trabajo los viernes por la noche, pero los sábados entre doce y una estoy siempre levantado. Podríamos quedar aquí mismo, en el Templo de Debod por la mañana.
Durán es un chico sencillo, impetuoso y sencillo, a consecuencia de una niñez feliz, una adolescencia feliz con su madre, con Chipri. Chipri fue madre soltera de este único hijo, este Ramonín maravilloso: se sintió madre y padre de su único hijo: se sentían los dos familia numerosa con sólo dos miembros, que se contaban todo muy desde un principio. Y el chico salió fuerte y jugaba en el colegio al fútbol sala, al futbito, y recorrió con el equipo de alevines del barrio media España en autocar y volvía a casa con las copas y las medallas. Chipri perdió pie al engordar, al empezar a sentirse culona, que no lo estaba. Al hacerse aquella operación de cirugía estética para subirse el pecho, que no le quedó bien. El Floren vendría después. El Floren, en opinión de Ramón Durán, floreció con la depresión de su madre, que Durán no llegaba a llamar depresión, ni siquiera cirugía estética: era sólo «la operación de mamá», que se había ido quedando poco a poco sin amigas del día a día. Habían ido cambiando de ciudad porque Chipri había ido ascendiendo en su carrera de jefa de personal de hoteles. Con la preocupación por su decadencia física -que en opinión de Durán no era tal y le parecía tan guapa como de joven-, Chipri perdió el pie. De pronto no hacía nada, estuvo casi un año de baja y en Marbella por fin conoció al Floren, que tenía la familia en Madrid pero los negocios en la Costa del Sol y en los pueblos del interior de Málaga. Chipri de pronto echó de menos al marido que nunca tuvo y que nunca hasta entonces echó de menos. De pronto rumiaba melancólicos monólogos en voz alta a la hora de las comidas con Ramón acerca de que se notaba mucho que le faltaba un padre: «Me faltará, pero me da igual, jamás he echado de menos ningún puto padre», aseguraba una y otra vez el chaval. Aunque la verdad es que sí había echado de menos a menudo una figura paterna. A raíz de la depresión de Chipri, que llegó a ponerse muy pesada y sombría, empezó a surgir en el hogar de los dos, que hasta entonces había sido luminoso y feliz, una curiosa sensación de vacío. Quizá la desabrida relación de Chipri con la llegada de la menopausia, el sentirse gorda, el sentirse ajada, el no estar ya en condiciones de controlar su cuerpo como antes: de pronto se le hinchaban los tobillos y le engordaba la misma ensalada de lechuga y tomate que antes le adelgazaba, de pronto le dio por tomar diuréticos. Le decía a Ramón:
– No puedo estar más sola, es imposible. Necesito a alguien que esté por mí, que esté conmigo, no un hijo, por mucho que me quieras. Tú tienes tu vida o la tendrás. Me han dicho en el salón de belleza: «¡Qué suerte, Chipri, que tienes a tu hijo!» ¡Pues no es ninguna suerte, mira, no, Ramón! No es que no te quiera, ¿cómo no voy a quererte yo, Ramón? Es otro tipo de cosa, es alguien que esté por mí, que me quiera sólo a mí, que esté por mí.
– Lo que tú necesitas, mamá, es casarte.
– ¡Pues a lo mejor sí, mira, pero a mi modo!
Ramón Durán pensó después, cuando ya las cosas se liaron con el Floren, que su madre había logrado en efecto la parte esencial de su necesidad de protección: el casarse a su modo. Había acabado convirtiéndose en la querida de Florentino Pelayo, que empezó siendo Saneamientos Pelayo y después Pelayo e Hijos. Reformas, y luego Pelayo Constructoras S.A. Descubrió Florentino, quizá un par de años antes que los demás, el filón de los hotelitos con encanto de las guías de El País, el filón de las casitas rurales reformadas. El Floren presumía de coger una casita hecha unos zorros, que tenía un bonito zócalo y una chimenea mona, compraba puertas antiguas y unas alacenas incluso aviejadas artificialmente, alfombras de estera, las vigas vistas, la escalera torcida, los aperos de labranza decorando el pasillo y el descansillo del primer piso…, y ahí estaba la casita rural. Llegaba a sacar verdaderas millonadas con un mínimo de gastos de reforma. Florentino Pelayo, Dios del cielo, se sentía como Dios. Se sentía hermoso y bronco, un poquito barrigón, sin ser gordo, le colgaban los cojones bien, un buen par, iba siempre con corbatas de seda un pelín demasiado grande el dibujo, pasadores de corbata de oro macizo, trajes a medida, era un real mozo. Realmente Chipri creyó haber encontrado un verdadero rey, el encantamiento duró todo un verano, todo un otoño. En el otoño Ramón se fue a Madrid por primera vez, hablaban por teléfono todas las noches: los dos se sentían excitados y confusos, pero lo que se comunicaban telefónicamente era la excitación que los dos sentían. Ambas excitaciones tenían en común el no poder resistir ningún tipo de análisis, de hecho hasta las navidades Chipri no quiso saber nada de la vida de Florentino que no transcurriera ante ella: daba por supuesto que tenía Floren obras por diversas partes de España y que se iba a recorrerlas cuando no estaba con ella. No le proponía nada más allá de ir a cenar a un nuevo restaurante que habían abierto en el paseo de la playa. Había pensado incluso Chipri trancarse un mes en Incosol: tan animada estaba en enero, tan llena de Florentino Pelayo, del Floren, tan pegada al instante y no queriendo ver que un hombre de cuarenta y muchos debía de tener ya alguna familia en algún sitio, que se empeñó en meterse en Incosol a adelgazar quince días seguidos con idea de estarse un mes seguido. «Mejor es que no vengas a verme -le dijo a Florentino- para no romper los ayunos y las dietas que allí hacen, nos hablaremos todos los días por teléfono.» Incosol resultó formidablemente eficaz: Chipri adelgazó casi diez kilos en un mes, se hizo todos los masajes faciales, se sentía espléndida. Todos los días hablaba con Ramón y casi todos los días también con Florentino, pero los últimos días Floren dejó de llamar y tenía siempre el móvil desconectado o fuera de cobertura. Chipri no le daba más importancia, pensó que se sentiría radiante cuando al cabo de un mes apareciera ante el Floren. Y sí: esa escena tuvo lugar en el piso propiedad de Chipri en las primeras líneas de playa, en invierno: Chipri estaba radiante. Florentino apenas la miró. Llevaba curiosamente una barba como de dos días, y una camisa de dos días. Apenas la miraba, apenas se alegró por su delgadez: lo soltó todo como una vomitona irreprimible: «Tengo que contarte una cosa, no quería contártelo. Estoy casado.» Chipri sintió un sudor frío y balbuceó sólo: «¿Ahora me lo cuentas y por qué?» Y Florentino Pelayo dijo lo que se dice en estas ocasiones: «Porque estoy muy enamorado de ti y quiero que sepas la verdad de mi vida.» Tenía que vomitar toda la verdad a los ocho meses: era un hombre y los tenía muy bien puestos.
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