De este asunto de Juanjo, Durán no le ha hablado nunca a Salazar. De hecho, una de las finalidades oscuramente presentidas de su relación con Allende es poder contarle lo de Juanjo, porque lo de Juanjo aún es conmovedor, aún reciente, una herida húmeda, palpitante que aún duele al tocarla, que aún hace llorar: en este contexto recuerda Durán una de sus últimas conversaciones con Juanjo:
– Tú eres mi debilidad, Ramón -le dijo Juanjo una tarde malagueña, dulce como aquel vino dulce de allí: era ya la anochecida, habían salido juntos del entrenamiento después de ducharse, separados por las mamparas traslúcidas, observando sus siluetas maravillosas sin atreverse a mirarse cara a cara. A Ramón Durán le había dolido esa frase de pronto: era tan bello el paseo que daban por las noches tras el entrenamiento, cargando con sus bolsas de deporte, sintiendo el cansancio en sus miembros, deseando besarse o acariciarse, que le dolió a Ramón oír esa frase de la debilidad. Por eso exclamó:
– ¡Pero, Juanjo! ¡No quiero ser eso!
Y le preguntó Juanjo, a quien el intenso deseo no consumado le hacía olvidar casi el contenido de las palabras que oía (daba la impresión a veces de haberse quedado un poco sordo, en opinión de Ramón):
– ¿Qué es lo que no quieres ser?
– No quiero ser tu debilidad. Eso es horrible. Quiero ser tu fuerza, tu alegría de vivir. ¡Tu fuerza, vaya! Cualquier cosa tuya quiero ser menos eso -declaró Ramón Durán, y se le saltaron las lágrimas.
Aquella tarde fue la tarde más horrible que ahora Durán recuerda. Quizá no lo expresaran esa tarde: esa tarde, sin embargo, fue la tarde en que los dos decidieron dejarlo, con una diferencia que decía más a favor de Durán que de Juanjo: que Durán lo dejó -quizá equivocándose, como lamentaría después- porque amaba a Juanjo. Juanjo, en cambio, lo dejó porque temía aquel amor y se acobardó ante sí mismo y ante Ramón Durán, a quien, a su manera timorata de hombre católico y casado y entrenador de futbito, también amaba.
¿Qué siente en realidad Ramón por Salazar? ¿Sintió atracción física por él en algún momento? Seguramente Ramón Durán no siente el ligero desdén (que Salazar, por cierto, le atribuye) ante la poca energía erótica de su compañero. Quizá el sentimiento dominante, casi desde un principio, ha sido la curiosidad, una fascinación entreverada de curiosidad que, en realidad, no es tanto por Salazar mismo como por todo lo que, con ocasión de Salazar, siente, o cree que piensa, el propio Ramón. Es verdad que, en compañía de Salazar, se siente, los primeros tiempos, hiperactivado, hiperexcitado o -como dice José Antonio Marina- a gusto sintiendo que siente sentimientos. En esto su relación con Salazar es claramente distinta de su relación con la demás gente de su edad que trata en los bares. Y esta particular característica, este sentir que siente muy acentuadamente con Salazar, empareja a Salazar con Juanjo en la mente de Durán: también con Juanjo, Ramón sentía que sentía: Juanjo le hacía -quizá ilusoriamente- sentir mucho o creer que sentía mucho, muchos sentimientos o fragmentos de sentimientos sentidos a la vez. Juanjo era más joven y también físicamente más atractivo. En esto -repite Durán para sí- los dos se parecían: en que en compañía de ambos Durán sentía que sentía. Precisamente por los ciertos parecidos que había entre los dos en este terreno del hacerle sentir, es por lo que Durán se ha reservado por completo todo relato acerca de su relación con Juanjo. Durante estos meses que está con Salazar, ha habido ocasiones en las que se ha sentido Durán tentado de hablarle de esto a Salazar, pero nunca lo ha hecho. ¿Y por qué no? Porque está seguro de que a Salazar le encantaría oírlo. Durán está seguro -por una como ciencia infusa, digamos, porque no tiene en realidad información suficiente, aunque, sin saber cómo, acierta- de que a Salazar le encantaría saborear los detalles crueles y melodramáticos de esa relación, y Durán teme que, deseoso inconscientemente de agradar a Salazar, revele lo melodramático y cruel de su relación con Juanjo. Teme no ser capaz de no contarlo. Y, por otra parte, saber que está en condiciones de contar algo tan interesante le parece que es como tener un as escondido en la manga: le parece que siempre tendrá a Salazar pendiente de lo que le cuente si tiene una carta de ese calibre en cualquier momento dispuesta. Pero esta carta tiene Durán que reservársela, porque tiene, ahora lo descubre, un gran miedo a no saber jugarla, a no saber aprovecharla bien. ¿Qué pasaría si Salazar se apodera de ese relato y desea retenerlo para contemplarlo guasonamente realmente actuando ante él? Al fin y al cabo -medita Durán- Juanjo existe: Ramón Durán ha procurado cerciorarse de que aún vive en Málaga, aún está casado con la misma chica, Sonia. Incluso ha descubierto que viene de vez en cuando a Madrid, un fin de semana cada cuatro o cinco o seis. Ramón Durán supone que parará en cualquier pensión de la calle Barbieri, una de esas muy de provincias, con un suelo, todo recepción, a cuadros blancos y negros y una gran kentia que se verá desde la entrada y conferirá al vestíbulo un exotismo cairota. Durán se ha fijado en hotelitos así por esas calles: con una recurrente señora en bata, que limpia la entrada y el rectángulo de calle ante la entrada y que deja, al terminar, un fuerte olor alimonado, a ambientador de cine años cincuenta. En los tres años que estuvieron juntos, Juanjo había expresado a menudo su deseo de ser entrenador de fútbol de primera división. Ramón Durán sospecha que Juanjo va a pasar tiempo en Madrid para los cursos. Sabe que a veces viene con su mujer, a veces solo. ¿Qué pasaría si Salazar llega a saberlo? ¿No querría utilizarlo? Ramón se da cuenta, al repasar estas cosas, del incipiente temor que siente ante Salazar, y este temor, que empezó muy pronto, ha sido también determinante en su deseo de encontrarse con Allende e iniciar una relación independiente con él. Al fin y al cabo, en Allende no hay voluntad de mal, no hay ninguna voluntad de hacer daño o de tomar la vida o a los demás en broma.
– Es increíble lo de Santa Gemma Galgani, la iglesia está en Príncipe de Vergara. La hermana de mi madre, María Teresa, tenía un bulto que le salió en el pecho y que en principio era maligno, le habían hecho la biopsia, y ella fue a rezarle a Santa Gemma y cuando la bajaron al quirófano eran las siete de la mañana y ya la habían preparado con el jabón desinfectante ese que te dan, primero te duchas y luego te dan el desinfectante. Y la bajaron al quirófano y la duermen, la anestesian, y va el médico a palparla y dice: ¿Dónde está el bulto? Y ya no estaba. Hay cosas que no sabe uno cómo explicarlas, Paco, ¿tú cómo lo ves?
Era muy agradable estar con él -sintió Paco Allende-, el cielo era muy claro después de la lluvia y el frío y aguanieve de los días anteriores, resplandecía muy alto el intenso sol de febrero, de primeros de marzo, hacia la primavera, que parece que deslumbra en los ojos incandescente y frío, como será el amor seguramente, apasionado y dulce y frío e intensamente luminoso al mediodía. Se habían encontrado en el Templo de Debod (un lugar vulgar para Allende, no obstante la gracia pequeña y remota de ese templo) y a aquella hora de aquel sábado estaba muy vacío. El chorro de la fuente que da a la Casa de Campo era ahora un tallo grande de agua blanca atravesada por el sol blanco que se abre como un loto líquido. Mientras Ramón Durán hablaba, Paco Allende pensaba que lo milagroso es existir, percibir la maravilla de la existencia existente en acto en aquel momento, pero no podía, no hubiera querido por nada del mundo, sustraerse a la emoción absurda que le provocaban las palabras del muchacho y no se atrevía a desengañarle, ¿era obligación suya desengañarle? ¿Y cómo fue que casi nada más encontrarse habían empezado a hablar de esos temas? Ramón solía escuchar de madrugada los programas de radio Milenio 3 y Más Allá . Ahora también hablaba de las caras de Bélmez y del chico que acababan de detener por esos días por matar a su amante de una noche en la calle Orense, con catorce años de retraso. Y Paco Allende -que no podía negar que se sentía atraído físicamente por Durán, y por lo tanto en manos de una emoción que desafinaba su capacidad de percibir con justeza los estados de ánimo ajenos o las ideas ajenas y propias- pensaba que era barato todo aquel mundo mental de Durán: una mezcla, como una papilla, de noticias periodísticas, sensacionalismo, milagrerías, credulidad: Es fácil detestar todo eso, pensó Allende. Y una costumbre muy arraigada de examinar críticamente su conciencia le hizo advertir, en este disgusto que sentía por la confusión mental de Durán, una luz roja que quería decir: Peligro: ¿no será que detestas los contenidos de su conciencia porque el chaval te gusta, y para desearle tienes antes que rebajarle a la condición de un simple chico guapo, necio y crédulo? Detestas lo que deseas porque detestas los propios deseos, que te envuelven en un maremoto que no puedes controlar. ¿Por qué no puedes simplemente disfrutar de su compañía? ¿Es cierto que es detestable su mundo intelectual? Si quitas las noticias sensacionalistas, ese asunto del asesinato, y la teleplastia de las caras de Bélmez, si te quedas sólo con lo milagrero y las milagrerías, ¿de verdad te resulta eso tan extraño? ¿No creíste tú, en tu juventud de católico practicante, en muchas de las milagrerías que ahora cree este muchacho?
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