Salazar ha vuelto a casa. He aquí que ahora tiene una ocupación: es como un nuevo amor: tan absorbente. Desde un principio se dijo: No me enamoraré de este chico creído. Desde un principio dio por sentado que Ramón Durán era un chico guapo que se lo tenía creído. Pero a las pocas semanas vio que ésta era una creencia inverosímil: ninguna suspensión de incredulidad permite ni por un instante creer a Salazar que Ramón Durán se lo tiene creído: sí, es muy guapo, tiene muy buena facha, es, como suele decirse, sexy , pero carece de picardía, carece -ha decidido Salazar- de capacidad reflexiva. Tiene demasiado deseo de gustar, no parece muy inteligente, no lo es. Recuerda un poco a un actor de reparto, uno de esos actores que son el barman con frase, el chapero con frase o un bailarín quizá en un coro. Alguien sin duda momentáneo que, curiosamente, se ha provisto a sí mismo de un pequeño repertorio de frases hechas, algunas interesantes, como aquella que sorprendió el primer día a Salazar de que podía parecer lo que quisiera. En cualquier caso, Salazar ha descubierto lo, que en cierto modo ya sospechó que sucedería cuando invitó a Allende a su casa: ha descubierto que Ramón Durán dispone de alguna que otra iniciativa propia, además de la de seducir físicamente, que no es una iniciativa, sino una consecuencia pasiva de su aspecto. Sin duda -reflexiona Salazar- Ramón Durán se sedujo a sí mismo momentos antes de seducirme a mí en el parque, y seducirme a mí no fue más que el eco o las ampliaciones de la onda en el agua que provocó el haberse seducido primero él a sí mismo, el haberse gustado. De pronto, en pleno Parque del Oeste, se sintió el Ramón Durán, aquel día, feliz consigo mismo, a gusto consigo mismo, se gustó. Y las ondas circulares impresas en el aire a consecuencia de este gustarse a sí mismo me alcanzaron a mí y quiso gustarme a mí, a consecuencia de lo cual interfirió conmigo y se metió en mi vida perturbándome. Salazar tiene ahora un argumento entre los dientes, como un gato a un pajarillo aún vivo entre las uñas. A ratos afloja la presión y el pájaro aletea torpemente y huye (acaso se esconde debajo de un cubo), y entonces el gato alarga su patita para alcanzar al pájaro, que pía liberado momentáneamente: Salazar está esta tarde rodeado de imágenes crueles: que el pájaro se haya escondido tras unas maderas o bajo un cesto no preocupa al gato, que se tiende al sol observando tranquilo el lugar en el que aletea horrorizado el pájaro. Así ahora Salazar observa su argumento, que contiene icónicamente a Ramón Durán mediante el nombre propio y el primer apellido: Ramón Durán . El argumento acaba de cobrar nueva vida, equivalente al aún bravo y desesperado intento del pájaro por escapar del gato implacable. Salazar se aburría antes de conocer a Ramón Durán. La sensación de encontrarse cómodo consigo mismo -como apareció en las primeras páginas de este relato- era sólo intermitente, con más frecuencia estaba aburrido: el tedio era su emoción más constante. Pero, en opinión de Salazar, cualquier grado de aburrimiento, hasta el más insufrible, es preferible a la compañía de un semejante. Por eso su jubilación adopta la forma básica del aislamiento. Si, en activo, el aislamiento cobraba la forma de la obsesión por el trabajo bien hecho, que le separaba de sus compañeros de editorial, ahora cobra la forma de no ser molestado, pero se aburre. No tiene muchos deseos que satisfacer, de la misma manera que tampoco tiene mucho apetito: tiene poca gana de comer, por eso se ha conservado toda su vida tan delgado. Tiene muy poca gana de charlar o de encontrarse con sus semejantes, sean coetáneos o más jóvenes. Deseaba, y aún desea en realidad, ser olvidado, no deseaba sentir ninguna pasión: All passion spent . Y de pronto Durán se le cruzó tan atractivo en medio de su vida, cuando menos lo esperaba y menos lo deseaba, cierta inercia le impidió rechazarle en un principio, y el hecho, casi fantasmal, de que físicamente le agradara el chico -una especie de esquematismo afectivo homoerótico, más que un real deseo- le permitió retenerle consigo aquella tarde y acostarse con él por la noche y las otras noches. Pero no podía disfrutar de esa relación física. Por parte de Salazar hubo aquella primera noche de todo menos placer erótico directo. Luego descubrió que Ramón Durán no se lo tenía tan creído, y a la vez descubrió que era un chico crédulo y en parte muy ingenuo, y que era un alma cándida, un limpio de corazón. Y pensó burlonamente: Aprovecharé esta ocasión, la limpieza de este corazón tan joven, para ver a Dios, siquiera oblicuamente. Y sintió, como el picotazo de una avispa un día de verano, una descarga tonificante en su conciencia. Pero eso duró poco. Fue entonces cuando se le ocurrió lo de Paco Allende, y ahí acertó por completo. En realidad Allende y Durán, como Salazar había supuesto, se parecían mucho: están hechos el uno para el otro y ya han pegado la hebra… a sus espaldas. Es perfecto, es divertido. Javier Salazar ya no se siente aburrido sino excitado. ¿Qué va a pasar ahora?, se pregunta a sí mismo. ¿Qué seré yo capaz de hacer en una situación como ésta? ¿Qué iré yo a hacer? Todavía no lo sé. Esta renovación de la sangre es como una primavera encarnizada. Todo Javier Salazar se despereza y se siente joven otra vez, acerado, lúcido, agresivo: sumamente divertido y expectante. Son ya las dos de la tarde. Oye el llavín en la puerta de entrada y, un instante después, entra en la sala de estar Ramón Durán, encendidas las mejillas, como si hubiera venido corriendo, como si se sintiera emocionado, como si hubiera sido ya puesto en evidencia antes de ser puesto en evidencia. Salazar sabe todo esto y por lo tanto no tiene ninguna prisa.
– ¿Qué tenemos de comida? -pregunta Salazar.
– Si quieres abro una lata de fabada -dice Durán.
– Un poco fuerte quizá. Podríamos mejor bajar a Casa Manolo.
A Ramón Durán le parece estupendo: le encanta salir a comer fuera.
Ramón Durán, hasta la fecha, ha contado con la suerte, su buena suerte: no ha tenido quizá muy buena suerte, pero él ha leído en términos optimistas lo que le ha ido ocurriendo, sobre todo los últimos meses. En realidad está contento en casa de Salazar, se siente perplejo en ocasiones (Salazar se muestra a veces poco comunicativo, o distraído), pero en conjunto Ramón Durán siente que se halla en el disparadero de una experiencia de iniciación: nunca ha vivido en una casa rodeado de tantos libros, nunca ha visto a nadie leer tanto y tan seguido como lee Salazar, nadie con tan poco interés por ver la televisión. A Durán, en cambio, le divierte casi toda la televisión: en los tiempos de Juanjo soñaba con pasarse domingos enteros ante la televisión, con Juanjo preparando palomitas de maíz en la cocina. Nunca llegaron a pasar juntos todo un domingo, porque los domingos, y en general los fines de semana, eran los días de Sonia. Era una ensoñación doméstica, de domesticidad gay, que Ramón Durán era capaz de imaginar con todo lujo de detalles. Echa de menos a Juanjo. Está contento en casa de Javier Salazar. No ha contado nada de su secreto encuentro con Allende, cosa que le regocija. Está repentinamente harto de su trabajo por las noches en el pub. Planea ahora hacer unos cursos de informática, estudiar inglés, buscarse otro empleo. Echa de menos a Juanjo.
Una mañana de miércoles, volviendo de correr, en el puente de la Ciudad Universitaria, ve a Juanjo en la otra acera, la que baja hacia el INEF bordeando los campos de deporte del SEU: Juanjo va en chándal, lleva una bolsa de deportes: salto atrás: ayer es siempre todavía: dos pulsiones (dejarle en paz -Juanjo no le ha visto- o abordarle). La decisión se toma sola: aterra a Durán por un instante la velocidad con que se efectúa esa toma de decisión, que parece automática, a espaldas de su propia voluntad, salvaje en su violenta irrupción, como un desastre natural. Cruza a la carrera la Avenida de Séneca y se planta al lado de Juanjo. Juanjo, sobrecogido, Ramón Durán disfruta momentáneamente este factor sorpresa. No se atreven casi a hablar ninguno de los dos, casi no se atreven a mirarse. Durán desea ahora besarle: el intenso deseo de besarle y de tocarle silencia a Durán. Es un silencio estrepitoso, gozoso. ¿Va a empezar todo de nuevo? Juanjo dice:
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