– Deberíamos pasar aquí la noche, Ramón. ¿No te gustaría acostarnos en una habitación con dos camas húmedas, con una bolsa de agua caliente, quizá malmirados, aunque hoy en día por supuesto se nos tolera muchísimo? ¿A que sí?
– Me gustaría irme ya. Todo esto me da mal rollo, me angustia la niebla. El invierno me angustia. Estos paisajes verdes y negros, estas casas cerradas me hacen pensar en asesinatos.
– ¡Peliculero! Has visto demasiadas películas de miedo.
– No he visto ninguna -dijo el chico-. No me gusta pasar miedo.
– ¿Pero no me has contado que oyes esos programas del más allá, Milenio y ésos?
– Los oigo por la radio, y paso miedo. Pero verlo es otra cosa. Lo que se ve, te desborda por todas partes, las películas son pegadizas, pegajosas, te encharcan. En los bares nunca voy al cuarto oscuro. No soy de mucho ligar, pero algunas veces que he ido con ligues a habitaciones, detrás de la Telefónica, la calle Loreto, la calle del Barco, nunca puedo hacer nada, ni siquiera desnudarme. Puedo pelearme con quien sea, me da igual que esté armado el tío, pero no me puedo desnudar en una habitación fría, impersonal, detrás de la Telefónica, acariciar o besar a alguien que no conozco. Siento miedo en esas circunstancias.
– ¿Miedo al sida?
– No. No es eso. No sé qué es. Es terror.
– Te interesará saber que hay un escritor danés, Kierkegaard, que a lo que tú describes ahora no lo llamaba terror, sino angustia. Un animal rabioso que nos ataca produce terror. Un hombre armado que nos persigue, nos aterra. Una habitación vacía, una calle vacía, la nada que sigue a nuestra muerte o a la muerte de quienes amamos, nos angustia: no hay objeto, no hay nada: angustia.
Salazar se había embalado un poco porque se gustaba a sí mismo diciendo estas cosas, y no se había dado cuenta de que Durán había aparcado el coche al borde de la cuneta, para mirarle mientras hablaba. Era una carretera comarcal, de dos sentidos. La niebla restaba visibilidad, habían aparcado en una curva aunque amplia: abajo, pedregosa, se oía una torrentera que destellaba en la niebla como un Gargantúa mineral, impersonal, petrificado y líquido a la vez. Una caída mortal, un vacío angustioso en el fondo de aquel desmonte. Durán había encendido las luces de avería y los antiniebla. El automóvil vibraba suavemente y los cristales se habían empañado del todo.
– Aquí podríamos morir -dijo en broma Salazar-. Más o menos como Ataúlfo Argenta y aquella pianista que era su amante, que los encontraron muertos, intoxicados por el gas. Nos encontraría la policía. Nadie pasa por aquí.
Ramón Durán encendió entonces la radio, y una canción estrepitosa de Bisbal sirvió para disipar la ansiedad del muchacho. Salazar apagó la radio y de pronto entre los dos se estableció el encendido-apagado de la radio como un incidente significativo. De pronto les separaba la confesada medrosidad de uno y la declarada falta de medrosidad del otro. Pero esto se convirtió en un dato significativo y dejó de ser un simple incidente (gusto o disgusto por la voz rabanera de Bisbal) porque Salazar sintió confirmada en aquel momento su idea de que toda la fuerza corporal de Durán se venía abajo ante la angustia. Que este descubrimiento le interesara y excitara (en lugar de inspirarle por ejemplo compasión) parecía de pasada decirle algo a Javier Salazar que era desagradable y que no le situaba en el haz de amable luz con que gustaba contemplarse: No eres una buena persona. Eres desagradable. Desearías dominar a Ramón Durán. Tu deseo de dominarle es ahora mismo más fuerte que el deseo de amarle o de que él te ame. Y presientes su fragilidad, y, cada vez que presientes que tu ser aumenta y que el suyo disminuye, te alegras. No te alegras de que él aumente y de que tú aumentes a la vez. Te alegras de aumentar cuando él disminuye. Y, sí, esto de los aumentos y las disminuciones de la sustancia lo leíste en Spinoza. Eres pedante, creído, pero no malo: por ahora no entras en acción: no harías nada contra Ramón Durán. Sólo que, a ratos, le envidias. Envidiar es un mal pensamiento, no una mala acción. Envidiar pertenece al reino de la posibilidad, de la virtualidad, no de la realidad, salvo que se convierta en una acción, pero no se convertirá en una acción -y repitió mentalmente Salazar-: pero no se convertirá en una acción. Porque mientras dejaba entrecruzarse en su conciencia telegráficamente todas estas ocurrencias, había sentido un escalofrío incómodo. Entretanto Durán había arrancado el coche y se había puesto en camino hacia Reinosa.
Arrancar el coche es como cambiar de ocurrencias: le encanta conducir a Ramón Durán, porque, conduciendo el coche, le parece que también conduce su conciencia, que no se deja llevar por sus pensamientos -tantas veces atropellados-, sino que es él el que los conduce a través de las curvas, las rectas, los peraltes, acelerando y reduciendo, inmerso, como en un recitado, en los incidentes del conducir. Le encanta hablar mientras conduce. Le gusta viajar en automóvil acompañado. Le gusta abandonarse al hablar, que hace juego con el conducir, con el aparente dirigirse Durán a sí mismo durante la conducción sólo que al revés. Mientras que conduciendo tiene la sensación de que se conduce, hablando tiene la sensación de que se desahoga: la combinación del autocontrol muscular y el descontrol verbal le encanta. Ramón Durán se siente parcialmente libre de sus inhibiciones expresivas al sumergirse en la gran expresividad, en el gran dinamismo objetivo, de la conducción de un automóvil: hablar es pensar: puede arrancar, por analogía del arrancar del coche, de la sensación de sentir miedo y saberse miedoso: así que cuenta que lo que va a contar pasó en Galicia: Galicia no es muy montañosa. Es ondulada. Así que, por el interior, en las carreteras lo que hay son cambios de rasante muchos. No son carreteras buenas, o no lo eran, no sé con Fraga ahora. Cuando esto pasó, yo tenía diez años -cuenta Durán-. Le pasó a un tío mío, hermano de mi madre. Él lo contó como que a él mismo le había pasado. Pero lo mismo lo he oído yo contar después de otra manera parecida. Sé muchas historias de éstas. No sé por qué estas historias las recuerdo. Me gusta oírlas contar, quizá por eso mucha gente me las cuenta. Saben que me gustan, y para gustarme ellos a mí -porque se enamoran de mí, o se encoñan, lo que sea- me las cuentan. Y es verdad que me gusta oírlas contar. Mi tío iba conduciendo por la provincia de Lugo con carreteras de muchas curvas, porque son valles y colinas bajas muy arboladas, era invierno, es todo muy cerrado, como ahora, con recuerdos de la santa compaña, no sé por qué, los fuegos fatuos, las brujas guapas y las brujas feas, las brujas garduñas, las brujas tísicas, las brujas enfermas y los chicos enfermos… Conocí a un chico en Málaga, que era bailarín, y era chico de conjunto de un porno. Era todo tan tonto. Hace poco me telefoneó desde Galicia. Su madre es gallega, vive con ella ahora. Estaba en cama. Con el sida. Con la cadera rota. Dijo que apenas podía moverse y se había ido a vivir con su madre. Llamó para preguntarme por otro amigo suyo que ya no le llamaba, y me llamaba a mí para que yo llamara al amigo suyo para que el amigo suyo le llamara a él. Estaba solo todo el día en casa, su madre era pinche de cocina en un hotel de Vigo y estaba fuera todo el día y yo me acobardé, la verdad es ésa, no quise saber nada. Amigos míos no eran ninguno de los dos mucho. El otro, el que no contestaba, era más amigo de mi amigo que mío… Conque mi tío José venía en coche, de Zamora me parece, porque él era representante de comercio e iba a Santiago, creo, no lo sé. Tenía que cruzar media Galicia y era noviembre, finales, con las nieblas bajas y una sensación de frío que se te mete en los huesos y no te puedes calentar, como que se empapan de agua el jersey, el abrigo y las botas, y él venía conduciendo por curvas muy cerradas del valle del Saa. Conque venía conduciendo y al tomar una curva, en la cuneta, un poco fuera de la cuneta, había una chica vestida de blanco, como de verano, pensó mi tío, estaba haciendo autostop y él se paró a recogerla. Le abrió la puerta del asiento de al lado del conductor y la chica dijo: «Si no le importa me siento atrás si le es igual.» Y arregló mi tío el retrovisor para poder verla mientras hablaban. Y ella hablaba con vehemencia con acento gallego, muy dulce, y en el retrovisor se le veía la cara rectangular con los ojos negros muy despiertos como con ojeras y la frente muy blanca, desfruncida, de una persona muy joven que no tiene aún arrugas en la frente. Dijo mi tío que era una carita guapa, como abombada un poco, de morena lavada él la llamó. Que es una clase de piel de las gallegas, un poquito oscura, un poquito morena y reluciente y blanca, como pétalos un poco. El caso es que entraron en una curva larga y muy cerrada y entonces la chica dijo: «Tenga cuidado con esa curva que en esa curva me maté yo.» Y mi tío miró por el retrovisor pensando que bromeaba, y no la vio. Pensó que se había recostado hacia atrás o acostado un poco en su asiento, y se volvió a mirar y no había nadie. Te pasa algo así y te vuelves loco. Es la «muerte pelá», que dicen los malagueños cuando algo no te puede dar ya más miedo.
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