– Me da un poco de risa, sí -contestó Allende-, me hace gracia cómo habláis ahora la juventud. Nosotros no decíamos esas cosas. Mi novio de Málaga, Dios del cielo, jamás hubiésemos dicho semejante cosa. En ninguno de los grandes sitios donde transcurrían nuestras oscuras vidas. Ni en el instituto, ni en la mili, ni en la oficina o la fábrica, ni, por supuesto, en nuestras casas, ni siquiera entre nosotros, de la misma edad. Casi, te diría, que lo más grave de todo era decirlo. Mucho más escandaloso que tener un novio en Málaga, si eras un chico, era reconocer públicamente que lo tenías. Con Franco se follaba a calzón quitao, lo único no decirlo. ¡Sois mejor gente que nosotros, está claro! -concluyó Paco Allende, echándose a reír ahora francamente. También Ramón Durán se echó a reír. Contagiado por la risa de su compañero, aunque sin saber bien cómo tomar todo aquello. ¿Estaba Allende riéndose de él? ¿Tomándole el pelo riéndose de los mariquitas y sus novios? ¿Era o no era gay el propio Paco Allende? Por fin, se decidió y le preguntó:
– Pero, bueno, ¿tú eres gay o no?
– ¡Por supuesto! -contestó muy divertido Paco Allende-. ¿No me ves la pluma que yo tengo? ¿No lo ves tú mismo?
– La verdad, no. No tienes la más mínima pluma, perdona.
Era una conversación de patio de colegio, de bar de ligue. Era una conversación casi anticuada. Tenía una gracia años cincuenta. Incluso Ramón Durán lo pensó, y lo dijo:
– Estamos hablando como cuando tú eras joven. ¿A que os preguntabais cosas así? ¿Tú entiendes? Os preguntabais los unos a los otros.
– De acuerdo total. Estamos años cincuenta. Sólo que para ti es una estampa, un fotograma de una peli, y yo soy así. Yo era joven por entonces.
Había cambiado el colorido del atardecer, sin oscurecerse, la transparencia del cielo era jazmínea. Había una indolencia en todo el cielo sin nubes, un cielo precursor del gran verano avecindado ya en las amapolas de las cunetas de Castilla. Paco Allende pensó, mirando al cielo, que amaba aquel cielo de junio al atardecer, cálido, tenue todavía, que le recordaba su juventud del seminario, como la iglesia de su pueblo en junio, la gran torre circundada por los vencejos velocísimos. Ahora también, en la Plaza de España, se oían los excitados gritos giratorios de los vencejos muy altos. El giratorio amor, que había pasado de largo por la vida de Paco Allende. Miró el reloj. Se había dejado engarlitar por la dulzura de aquel, tan guapo, Ramón Durán, tan fuerte, tan alto: al verle, sólo con mirarle, se sentía Paco Allende gordo y esbelto, viejo y joven todavía: una vez más, aquella tarde los versos de Rilke volvieron a su memoria encendida: joven para el joven que curioso le miraba. Era verdad que Ramón Durán le miraba con benevolencia y sonreía. Los dos se levantaron. Ramón Durán le acompañó a la boca del metro de Plaza de España. Se despidieron hasta muy pronto, los dos con ganas de volver a encontrarse, los dos sin decidirse a fijar una fecha, o una hora o un lugar. Los dos, pues, decididos e indecisos a la vez: «Como un primer amor», murmuró Paco Allende, nostálgicamente, ya en el andén, mientras esperaba el metro que había de llevarle a su piso.
Juanjo tiene la sensación de que lo bueno, la vida verdadera, le está pasando ahora mismo: este curso es todo lo que le queda de vida. A mediados del curso, Juanjo decide que no va a sacar el cursillo de entrenador: no puede obrarse de la atracción de las noches, y eso implica que se acuesta tarde, se levanta más tarde y no tiene ganas de estudiar. Para beneficio de los del piso, ha inventado una historia de una mujer rica que es mayor y que se ha enamorado de él. Esto de la querida le parece una gran idea. Ahora, Juanjo se siente un poco autor de sí mismo. Ha dejado de ser el malagueño guapo, de no muchas luces, para convertirse en un chico interesante. La noción de «interesante» se le ha subido a la cabeza como un alcohol fuerte. Juanjo es interesante. Es muy bello. No puede dejar de ir a los bares, a las saunas, porque ahí está constantemente reflejado en los ojos y en los deseos de las otras personas. Éste es el licor fuerte, ser admirado físicamente, ser admirado por su físico. Ha pasado de la etapa inicial del chándal y la barba de dos días, que tenía cuando se encontró con Ramón Durán en la Ciudad Universitaria, a cuidarse muchísimo. A la idea de la querida, que sería una protectora, una mujer rica a la que chulearía. Yo soy un gigoló -se dice Juanjo a sí mismo con frecuencia-, es estupendo ser un macro , un gigoló : lo soy porque puedo serlo. Doy el tipo. Se lo han dicho: Tú das el tipo. Todo ello es una tontería, pero ha ido cobrando, en la conciencia de Juanjo, la consistencia de los hábitos: Juanjo se está acostumbrando a pensarse en términos de un chico especial. Ahora ha sustituido el concepto de heterosexual que echaba una cana al aire con un Durán de dieciséis años por el concepto de bisexual: naturalmente no le interesan las chicas, las mujeres, pero está casado, tiene una hija inclusive, es bisexual. Ha descubierto que a algunos chicos les gusta que lleve el anillo en la mano derecha. Sirve para ligar con los indecisos. «Te advierto que yo vengo aquí por la experiencia, estoy casado y tengo una hija», dice. Por otra parte, tiene miedo a contraer una enfermedad sin saberlo: no se deja dar por el culo, no hace mamadas. No liga con nadie por mucho tiempo: está en suspensión: no descansa. Así que para eso, para descansar, para relajarse, necesita a Ramón Durán, que es de toda confianza. De tanto elaborar en el piso la idea de la mujer que le protege y que le casi obliga a pasar con él algunas noches, ha llegado a inventarse toda una peripecia. Esta peripecia podría rellenarse de sentido si encontrara a la persona adecuada, a un equivalente a la mujer mayor enamorada de él.
Así las cosas, una tarde ve a Durán despidiéndose de Salazar, en la calle de la Princesa.
– ¿Quién era ese tipo?
– Es Javier Salazar. Ya te dije que vivía en su casa.
– Está muy bien -comenta Juanjo.
– ¡A que sí!
– ¡Qué callado te lo tenías!
Hay entre los dos todo el ruido de Princesa en verano: las taladradoras, las tuneladoras, las uvis móviles, los automóviles, el mestizaje: el ruido y el color se traducen entre sí. Es ruido de ciudad sudamericana: la calle está atestada de zanjas con obreros multirraciales, atestada de ombligos. Se tiene una sensación umbilical, de mundo en pequeño, como una mini Calcuta. No deja de ser, sin embargo, la calle familiar de siempre. Entre los dos amigos se ha intercalado el sonido y el colorido y el calor no muy intenso aún del verano del 2004, como un personaje más, como una presencia invisible, como la invisible presencia de Salazar, quien -a juzgar por la expresión de sorpresa que aún se advierte en el rostro de Juanjo- le ha impresionado mucho. Ramón Durán siente una vanidad un poco infantil en este instante, al fin y al cabo Javier Salazar es alguien eminentemente presentable, de quien uno puede sentirse orgulloso. A Ramón Durán le está haciendo gracia observar la cara de sorpresa y contenida admiración de su amigo. Así que Durán, un poco a lo tonto, retoma la conversación donde la habían dejado:
– ¿Tú qué te crees? A ver si te creías que yo iba a estar con cualquiera.
Durán se da cuenta de que ésta es una frase vulgar, rabanera, pero éste es el tono que desea mantener. Después de todo la frase de Juanjo, el «qué callado te lo tenías», invita a secreteo de vecindonas, un comineo rabanero. Así que Durán prosigue en este tono de falsete que sin querer se le viene a la boca.
– Me lo tenía tan callado para que no me lo quites.
– ¡Qué perra eres!
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