Los ojos de Terry parecían estar a punto de salirse. Los de Clive ardían. Connie se quedó detrás de ellos. Estaban de pie junto a la cama, cambiando el peso de pierna a pierna de manera incómoda.
– ¿Cómo estás? -dijo Terry.
– Sí -dijo Clive-. ¿Cómo estás?
Sam intentaba con desesperación leer los extraños códigos, señales y mensajes detrás de aquellos ojos que no pestañeaban. Miró a su madre que estaba detrás con las manos en las caderas. No mostraba signos de irse.
– No muy bien.
– No muy bien. Parece que mal -dijo Clive.
– Oh -dijo Connie-, no es para tanto. Estará en pie en un día o dos.
– Estarás fuera de peligro muy pronto. -Terry alzó una ceja.
– Fuera de peligro -asintió Clive.
Sam preció encogerse.
– Será mejor que lo dejemos -dijo Connie-. Volveréis dentro de un día o dos, ¿verdad, chicos?
– Sí-dijo Clive-. Es mejor no hablar con faringitis. Es mejor no decir nada.
– Mejor no decir nada de nada -dijo Terry-. Ni una palabra.
– ¡Por Dios! Hacéis que suene peor de lo que es. -Connie se rió y los condujo fuera de la habitación-. No se está muriendo, ¿sabéis?
Sam oyó que la puerta principal se cerraba y se quedó contemplando el techo. «Fuera de peligro.» «Mejor no decir nada.» «Fuera de peligro.» Las palabras resonaron como en un pozo negro. «Fuera de peligro.» Se sintió cabalgando por una tierra suave y negra, que se deslizaba y temblaba bajo él hacia un pozo de laderas empinadas, un agujero que apestaba aunque de un modo extrañamente reconfortante a moho de hojas y raíces de árboles, hasta que el fondo del mundo ascendió lentamente con una explosión silenciosa y él caía, caía a través del espacio, entre las estrellas, estrellas que lo miraban con interés pero con fría energía.
Cuando llegó el jueves Sam se estaba recuperando. La fiebre alta había desaparecido, ya tenía la voz normal y estaba incorporado en la cama. Habían traído una tarjeta deseando que se recuperase y Connie la había dejado sin abrir junto a su cama. Sam esperó a que Connie bajara para abrir el sobre.
Era de Terry y Clive. Terry había escrito: «No te preocupes» y había firmado con su nombre. Clive había escrito: «Todo va a ir bien» y firmó con un garabato. También había mensajes de personas con nombres falsos como Tom Colega y Billy Bienestar, junto a frases como «Cien por cien» y «Días felices». Sam arrugó los ojos ante el código marciano. Sus ojos se perdieron en la horrorosa rima impresa en cursiva y se preguntó si había sido compuesta por la madre de Alice.
El viernes por la tarde Clive y Terry lo visitaron de nuevo. Sam ya se había levantado de la cama y Connie les dejó que subieran a la habitación para hablar. Terry cerró la puerta y Clive encendió la radio.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Sam.
– Encontraron un cuerpo en el bosque -dijo Clive.
– Lo sé. Lo oí el sábado. Intenté decíroslo antes de caer enfermo.
– Alguien dijo que te vio intentando entrar en nuestra casa. Uno de los vecinos.
– Intentaba dejarte un mensaje.
– En cualquier caso, ni yo ni Terry oímos nada del asunto hasta la noche del sábado. Intentamos contactar contigo pero tu madre no nos dejaba acercarnos. El día que te visitamos, intentábamos advertirte, decirte que negaras cualquier conocimiento. No decir nada. Nos estábamos volviendo locos. Aún no habían identificado el cuerpo.
– Hubo una declaración policial -intervino Terry-. El cuerpo se había descompuesto.
Sam recordó que había estado andando por los bosques cubiertos de nieve y había visto al zorro mordisqueando algo en el tocón hueco.
– Lo teníamos planeado todo -dijo Clive-. Participamos en los juegos al aire libre hasta que nos aburrimos y volvimos a casa. Las historias más simples son las mejores y las más fáciles de sostener. Pero entonces hubo otro comunicado de la policía.
– El cuerpo que encontraron -dijo Terry- había estado allí siete u ocho años.
– ¿Quieres decir que no era…?
– No -dijo Clive- no era nuestro cuerpo.
Sam ladeó la cabeza por lo que aquello implicaba.
– ¿Quién era?
– Aún no lo saben.
– ¡Dios santo! ¡Madre mía! ¡Qué alivio!
Los otros dos asintieron. Entonces algo más se le ocurrió a Sam.
– Eso significa… significa…
– Significa que nuestro cuerpo aún sigue allí -lo interrumpió Clive.
– Esperando a ser encontrado.
– También he pensado en eso. Pero me imagino que deberíamos seguir como si nada, sin decir ni reconocer nada. Incluso si se encontrara, no hay nada que lo relacione con nosotros. Simplemente nos aburrimos de los juegos y nos fuimos a casa. Solo nosotros tres sabemos que no fue así.
Sam miró la pared.
– Es cierto, ¿no? -dijo Clive-. ¿Solo nosotros tres?
– Más o menos.
– ¿Más o menos? ¿Qué significa eso?
– Puede que se lo haya mencionado a Alice.
– ¿Mencionado? ¿Puede que se lo hayas mencionado?
– Baja la voz -siseó Terry.
– ¿Se lo has dicho a esa estúpida zorra? Gilipollas de mierda, inútil cara de polla…
– Me contó lo del cuerpo. Estaba tan impresionado que se me escapó.
– ¡Capullo! ¡Cerebro de mosquito! ¿Por qué te protegemos? ¡Tú eres el que lo hiciste!
– ¡Te estaba ayudando, Clive! -protestó Terry-. ¿O hubieses preferido que Tooley…?
– ¡Gusano cerebral! ¡Lombriz! ¡Pedazo de mierda de perro!
La puerta se abrió de repente. Era Connie y estaba pálida.
– ¿A qué vienen esos gritos? ¡Nunca he oído semejante lenguaje en mi vida! ¡No voy a permitir que nadie hable así en mi casa! ¿Me oís? ¡Nadie!
Clive apartó a Connie y bajó las escaleras con gran estruendo. La puerta principal se cerró con un portazo.
– ¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa a ese chico?
– Está enfadado -dijo Terry-. Ha tenido un examen muy importante esta semana y no le ha salido bien. Sam ha dicho algo que no debía y se ha enfadado.
– ¡No es excusa! -Connie se dio media vuelta y siguió a Clive escaleras abajo-. ¡No voy a permitir que se hable así en mi casa!
Oyeron a Connie en el piso de abajo hablando para sí cinco minutos más.
– ¿Es cierto eso del examen de Clive? -preguntó Sam.
– Sí. Tenía que hacer la cosa esa de Oxford, ¿recuerdas? Pues fue el lunes después de que supiéramos lo del cuerpo encontrado en el bosque. Ocurrió algo extraño. Fue al examen y escribió su nombre una y otra vez durante todo el examen y lo entregó.
– Se le fue la cabeza -dijo Sam.
– Dijo que tenía una voz que le habló al oído durante todo el tiempo que duró el examen.
A Sam se le vino a la cabeza el duende. Se está extendiendo, pensó, se está extendiendo.
– Dijo -continuó Terry- que había una chica extraña, desaliñada con dientes de metal que estaba sentada detrás de él y que le susurraba diciéndole lo que tenía que escribir.
– Se le pasará. No tenemos que volvernos locos.
– Eso es estupendo. Los Chicos del loquero no deben volverse locos.
Terry balanceó el telescopio sobre el trípode. Era posible dirigirlo hacia el bosque de Wistman. Miró por el ocular, intentando enfocarlo entre los árboles.
– A pesar de todo, tiene razón, Sam. Ha sido una estupidez decírselo a Alice.
– Lo sé. Pero no creo que me creyese.
– Esperemos que no. ¿Cómo funciona esto?
– Sobre todo ahora que lo que han encontrado es ese otro cuerpo. Creerá que me lo he inventado para impresionarla.
Terry aún jugueteaba con el anillo de enfoque.
– ¿Eso haces para impresionarla? ¡Oye! ¿Qué es eso?
Terry se centró en un punto negro al borde del bosque, algo elevado en las ramas de un árbol. El punto negro se convirtió en un rostro blanco. El rostro sonreía, mirando a través de la media milla de distancia directamente al telescopio. El rostro aumentó de tamaño, ofreciendo una sonrisa malévola a Terry. Se convirtió en una cabeza de rizos negros como el hollín y una boca sonriente que mostraba una serie de dientes afilados de manera malvada. De repente el rostro se hinchó espectacularmente y se acercó a toda velocidad hacia el telescopio.
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