Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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Un viernes por la tarde, en el autobús de vuelta a casa, salió.

– ¿Qué haces este fin de semana?

Alice bostezó y miró por la ventana.

– Voy a ver a mi novio.

Sam se recuperó de inmediato.

– No me habías dicho que tenías novio.

– No me lo habías preguntado.

La noticia era aplastante y humillante. Todo el resto del viaje transcurrió en silencio hasta que Sam, agarrándose a un hilo de dignidad e intentando sonar vagamente interesado dijo:

– ¿Es alguien que yo conozca?

– No.

Entonces, después de un rato Alice ofreció de manera voluntaria algo más de información.

– Trabaja en Londres. Solo lo veo de vez en cuando. Cuando coincide que tiene que pasar por aquí con el coche.

¿Cuando pasa por aquí con el coche?, pensó Sam. Allí estaba Alice, de catorce años, apenas un año mayor que él, y tenía un novio que trabajaba en Londres y conducía un coche.

– Joder, ¿cuántos años tiene?

– Veintidós.

Sam estaba enfadado. ¿Cómo se le ocurría salir con alguien tan asquerosamente viejo? Su mente volvió en un instante a los trozos de carta que había encontrado en el bolsillo de la chaqueta de cuero y al trozo de papel de plata arrugado.

– ¿Sustancia ligera, vaporosa?

– ¿Qué?

– ¿Telaraña? ¿Algo muy ligero?

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Te gustaría saberlo?

– Estás loco. Estás como una cabra. -Tocó el timbre para que el autobús se detuviera-. ¿Quieres venirte a mi casa?

¿La casa de Alice? Sam solo había visto la casa de Alice desde el exterior.

– ¿Cuándo?

– Mañana. Ven por la tarde.

– Creía que ibas a ver a tu novio.

– Tú ven de todas formas.

Y así Sam finalmente conoció a la madre de Alice. Alice era la única persona que Sam conociese que vivía en una casa independiente con un camino de grava impresionante bordeado por árboles. En cualquier caso, a la casa le hacía falta una reforma. Al inspeccionarla desde más cerca, se podía ver que el tejado estaba agujereado y que en los lados de la casa faltaban trozos de escayola. Cuando llegó a la puerta, sobre la grava había un elegante Jaguar deportivo de color verde. El llamador de hierro con forma de cabeza de perro golpeó tímidamente la puerta. Alice salió a abrir.

Sam había sentido curiosidad durante algún tiempo sobre el carácter de la madre de Alice, June. Alice le había dicho que ahora era escritora, pero que había sido bailarina en un coro. Se ganaba la vida escribiendo los versos que hay dentro de las tarjetas de felicitación. A Sam le intimidaba la idea de conocer a una escritora. Era como si te advirtieran que la persona que estás a punto de conocer tiene joroba o es tuerta, o está manca.

Sin embargo, la habitación en la que entró era decepcionante. Había imaginado una exhibición de vida bohemia en el hábitat de la escritora. Al menos debería haber habido un cráneo humano sobre el mantel, o un sarcófago egipcio en el pasillo. En lugar de ello había acres de cretona, papel aterciopelado en las paredes, y un piano de pie contra una de ellas. June Brennan satisfacía algunas expectativas. Por ejemplo, aunque su rostro estaba fuertemente maquillado, aún no se había desprendido de su camisón. Se reclinaba sobre el sofá, mientras daba sorbitos de una copa de vino blanco. Sus pies desnudos descansaban sobre el regazo de un joven.

– ¿Quién es este? -preguntó con un tono no del todo arisco.

El joven alzó los ojos hacia Sam. Tenía el pelo rizado y rubio y mostraba una piel bronceada mediterránea. Una sonrisa sin humor le cruzó los labios mientras Alice los presentaba.

– Es Sam.

– Nos sentimos honrados, Samuel -dijo June alzando la copa. Había un acento extraño en su voz.

– No es normal que traiga a sus novios, vaya.

Esta última palabra restalló como un látigo sobre el costado de un caballo. Significase lo que significase, Sam no lo entendió. Eran las dos de la tarde del domingo y se dio cuenta de que la Madre de Alice estaba achispada.

– Lleva a Samuel arriba, Alice. Id a jugar al Monopoly o a lo que sea.

– Vamos -dijo Alice apesadumbrada.

Nunca antes había echado un vistazo Sam al cuarto de una chica. Terry y él en una ocasión se habían colado en la habitación de Linda, pero los habían pillado y los habían echado de allí de manera poco cortés. Las paredes de Alice estaban cubiertas de carteles de estrellas del pop: Animals, Kinks, Yardbirds, los Who, unos tipos con el pelo blanco llamados Heinz. La cómoda estaba adornada con premios de hípica y pequeños trofeos. Sobre el suelo había un tocadiscos abierto, con un disco preparado para sonar. Alice colocó la aguja, subió el volumen y cerró la puerta del dormitorio. De pronto sonaron los Troggs cantando With a Girl Like You mientras ella y Sam se sentaban en el suelo.

– No hagas caso. Ella siempre es así.

– ¿Siempre está borracha?

– Casi. Por eso nunca te he traído antes.

– ¿Y por qué hoy?

Alice se encogió de hombros, se giró hacia el espejo sobre la cómoda y comenzó a cepillarse el pelo con fuerza.

– Por un segundo -dijo Sam-, creí que ese tipo que está abajo era tu novio.

– Lo es.

– ¿De verdad? -soltó Sam-. Parecía más el novio de tu madre. Los ojos de Alice brillaron por un instante en el espejo. Dejó caer el cepillo sobre su regazo.

– Es complicado. Ella no lo sabe.

El disco se detuvo y en el silencio, Sam oyó los crujidos de su propia mente intentando averiguar cuál era la complicación. Alice se inclinó y elevó el brazo del tocadiscos por encima del eje para que el disco volviera a sonar.

– Me gusta escuchar la misma canción una y otra vez. Le pone de los nervios.

– ¿Por qué no te echas un novio más de tu edad?

– ¿Qué? ¿De por aquí cerca? Todos los de Redstone están chapados a la antigua.

En eso estuvo de acuerdo. Todo el mundo en Redstone estaba chapado a la antigua. También tenía una idea bastante clara de por qué lo había llevado allí aquella tarde.

– ¿Tú?

– ¿Yo qué?

– Sustancia ligera, vaporosa. Algo delicado.

– ¿Qué?

– No merece la pena pasarse toda la noche llorando.

– Odio cuando te pones a hablar así.

Quería decirle que había leído los fragmentos de la carta que había escrito, según sospechaba, al joven que estaba en el piso de abajo. Pero dijo en su lugar:

– ¿Sabes lo que es un autopergamino?

– No.

– ¿Tienes un alfiler? Te lo mostraré.

El disco se paró, la aguja se elevó y volvió al principio. Sonaron unos segundos de siseo del vinilo sin grabar antes de que la música sonara de nuevo.

Alice sostuvo su autopergamino en alto bajo la luz con un par de pinzas. Sobre el fragmento de piel estaban sus iniciales A. L. B. trazadas con sangre. Durante quince segundos fue fascinante. Entonces con cuidado la dejó sobre la cómoda.

– Voy a hacer café.

Se levantó y bajó las escaleras.

Sam sacó una caja de cerillas del bolsillo y, con las pinzas, presionó juntos los dos trozos de piel. Entonces los dejó caer dentro de la cajetilla. Después abrió la ventana. Le iba a decir a Alice que el viento se había llevado el autopergamino. La duende le robaba los dientes, y ella robaba semen. Él le robaría a Alice piel y sangre. Se le pasó por la cabeza que a la duende puede que no lo gustase aquella magia, aquel autopergamino blasfemo. Podía enfadarse. Le entró un escalofrió.

Alice volvió con dos tazas de café instantáneo.

– Acabo de oír algo en las noticias -dijo-. En la tele, abajo. Estaban en el bosque. Acaban de encontrar un cuerpo en el bosque de Wistman. ¡Oye! ¿Estás bien? Sam, ¿estás bien?

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