Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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No llevábamos ni cinco minutos hablando y ya me sentía agotado, abrumado por las observaciones cínicas e insulsas del muchacho. No veía el momento de largarme de allí, pero por guardar las formas decidí esperar a que concluyese el almuerzo. La cocina de Smithers no parecía despertarle mucho el apetito. Pálido y demacrado, el hijo de Trause se dedicó a picotear el puré de patatas, probó un bocado de la empanada de carne y luego dejó el tenedor en la mesa. Un momento después, se levantó de la silla y me preguntó si quería postre. Negué con la cabeza y se dirigió a la cola con paso firme. Volvió con dos copas de crema de chocolate, que colocó frente a él y devoró una tras otra, mostrando mucho más interés en los dulces que en el plato principal. A falta de droga, el azúcar era el único placebo disponible, de modo que saboreó la crema con el mismo deleite que un niño pequeño, rebañando las copas hasta la última cucharadita. Entre la primera y la segunda copa, un hombre se detuvo frente a nuestra mesa y lo saludó. Andaría por los treinta y tantos años, cara áspera, marcada por la viruela, y pelo recogido en la nuca en una breve cola de caballo. Jacob lo presentó con el nombre de Freddy, y con el calor y la seriedad del auténtico veterano de los centros de rehabilitación el recién llegado me tendió la mano y afirmó que era un placer conocer a un amigo de Jake.

– Sid es un novelista famoso -anunció Jacob, sin venir a cuento-. Ha publicado unos cincuenta libros.

– No le haga caso -advertí a Freddy-. Le da por exagerar. -Sí, lo sé -respondió Freddy-. Este tío es un verdadero liante. No hay que perderlo de vista ni un momento. ¿Verdad, chico?

Jacob bajó los ojos hacia la mesa y entonces Freddy le dio una palmadita en la cabeza y se alejó. Cuando atacó la segunda copa de crema de chocolate, me informó de que Freddy era su jefe de grupo y de que, bien mirado, no era mal tipo.

– Se dedicaba a robar cosas -añadió-. Ya sabes, ladrón de tiendas profesional. Pero tenía una buena técnica, así que nunca lo pillaron. En vez de entrar en los comercios con un enorme abrigo puesto, como hacen casi todos, se disfrazaba de cura. Nadie sospechó jamás de él. El padre Freddy, un sacerdote. Pero una vez se vio envuelto en un extraño lío. Andaba cerca del centro, a punto de entrar a robar en un drugstore, cuando se produjo un tremendo accidente de tráfico. Un coche atropelló a un tío que estaba cruzando la calle. Lo cogieron y lo llevaron a rastras a la acera, justo por donde pasaba Freddy. Había sangre por todas partes, el tío estaba inconsciente, parecía que se iba a morir. Una multitud se congrega a su alrededor, y de pronto una mujer ve a Freddy vestido de cura y le pide que le dé los últimos sacramentos. El padre Freddy lo tiene crudo. No sabe ni una sola oración, pero si sale corriendo, se enterarán de que es un impostor y lo detendrán por hacerse pasar por cura. De manera que se inclina sobre el tío tendido, junta las manos para hacer como que está rezando y murmura una solemne tontería que una vez oyó en una película. Luego se incorpora, hace la señal de la cruz y se larga. Divertido, ¿no?

– Parece que estás aprendiendo muchas cosas en esas reuniones.

– Eso no es nada. Bueno, entiéndeme, es que Freddy no era un yonqui que trataba de pagarse el vicio. Por aquí hay muchos que han hecho verdaderas locuras. ¿Ves aquel negro sentado en la mesa del rincón, aquel tío grande del jersey azul? Es Jerome. Pasó doce años en Attica por asesinato. ¿Y aquella rubia que está con su madre en la mesa de al lado? Sally. Se crió en Park Avenue, y su familia es una de las más ricas de Nueva York. Ayer nos contó que ha estado haciendo de puta en la Décima Avenida, por el Túnel Lincoln, follando en el coche de los clientes a veinte dólares el polvo. ¿Y ves a ese hispano que está al fondo del comedor, el de la camisa amarilla? Alfonso. Lo metieron en la cárcel por violar a su hija de diez años. Te lo aseguro, Sid, comparado con la mayoría de estos personajes, no soy más que un chico muy majo de clase media.

La crema de chocolate parecía haberle inoculado algo de energía, y cuando llevamos las bandejas sucias a la cocina, caminaba con cierto brío, ya no era el sonámbulo que iba arrastrando los pies por el vestíbulo antes de comer. En total, creo que estuve con él unos treinta o treinta y cinco minutos: lo suficiente para considerar que había cumplido con mi obligación hacia John. Al salir del comedor, Jacob me preguntó si quería subir a ver su habitación. A la una y media iba a celebrarse una reunión con mucha gente a la que, según dijo, podían asistir invitados y miembros de la familia. Si me apetecía ir, sería bien recibido, y hasta que empezara podíamos estar en su habitación del cuarto piso. Había algo patético en la manera en que se agarraba a mí, en lo reacio que se mostraba a dejarme marchar. Apenas nos conocíamos, pero debía de sentirse tan solo en aquel sitio que me consideraba amigo suyo, aun cuando era consciente de que había ido a verlo en calidad de agente secreto de su padre. Traté de sentir un poco de lástima por él, pero no lo conseguí. Aquel mismo individuo había escupido a mi mujer en la cara, y aunque el incidente se remontaba a seis años atrás, fui incapaz de perdonárselo. Miré el reloj y le dije que tenía una cita dentro de diez minutos en la Segunda Avenida. Vi un destello de decepción en sus ojos, pero entonces, casi enseguida, sus facciones se endurecieron y adoptó una máscara de indiferencia.

– No pasa nada, hombre -dijo-. Si te tienes que ir, vete.

– Haré lo posible por venir la semana que viene -respondí, sabiendo perfectamente que no volvería.

– Como quieras, Sid. Tú mismo.

Me dio una palmadita condescendiente en la espalda, y antes de que pudiera estrecharle la mano para despedirme, dio media vuelta y se dirigió a las escaleras. Me quedé unos momentos en el vestíbulo, por ver si se volvía para despedirse con un movimiento de cabeza, pero no lo hizo. Continuó subiendo los peldaños, y cuando torció por el rellano y se perdió de vista, me acerqué a la mujer de la recepción, le firmé el registro de salida y me marché.

Pasaba un poco de la una. Rara vez venía al Upper East Side, y como a lo largo de la última hora había mejorado el tiempo, y la temperatura había subido hasta el punto de que me sobraba la chaqueta, convertí mi paseo diario en una excusa para merodear por aquel barrio. Iba a ser difícil decirle a John lo deprimente que me había resultado la visita, y en lugar de llamarlo enseguida decidí aplazar el momento hasta que volviera a Brooklyn. No podía llamarlo desde el apartamento (al menos si Grace estaba en casa), pero en la otra esquina de Landolfi's había una cabina de las antiguas, con una puerta plegable que se podía cerrar y todo, y me figuré que desde allí podría hacerlo con la suficiente intimidad.

Veinte minutos después de haber salido de Smithers, me encontraba por el número noventa y tantos de la Avenida Lexington, pensando en volverme a casa mientras caminaba entre una pequeña multitud de peatones. Uno de ellos tropezó conmigo, rozándome accidentalmente el hombro izquierdo al pasar, y al volverme para ver quién era pasó algo extraño, algo tan impensable que al principio lo tomé por una alucinación. Justo al otro lado de la avenida, en perfecto ángulo recto respecto al punto donde yo me encontraba, vi una tienda pequeña con un letrero encima de la puerta que decía: PALACIO DE PAPEL. ¿Sería posible que Chang hubiera logrado abrir su papelería en otro sitio? Me parecía increíble, pero dada la rapidez con que aquel hombre llevaba sus asuntos -cerrando la tienda de un día para otro, recorriendo velozmente la ciudad en su coche rojo, invirtiendo en empresas dudosas, pidiendo préstamos, derrochando dinero-, ¿qué razón tenía para dudarlo? Chang parecía vivir en una neblina de movimiento acelerado, como si el reloj del mundo girara más despacio para él que para el resto de los mortales. Un minuto debía de parecerle una hora, y con tantísimo tiempo de sobra entre las manos, ¿por qué no podría haberse mudado a la Avenida Lexington en los pocos días transcurridos desde la última vez que nos vimos?

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