Compré una tostadora nueva en una tienda de electrodomésticos de la calle Court, y esa simple operación agotó casi todos mis recursos físicos. Cuando acabé de elegir una que se ajustaba a nuestro presupuesto y hube sacado el dinero de la billetera para entregárselo a la empleada de detrás del mostrador, temblaba de pies a cabeza y estaba a punto de echarme a llorar. La mujer me preguntó si me pasaba algo. Le dije que no, pero mi respuesta no debió de convencerla, porque acto seguido me estaba preguntando si quería sentarme y tomar un vaso de agua. Era gruesa, de sesenta y pocos años, con un leve indicio de bigote en el labio superior, y la tienda que llevaba era un oscuro y polvoriento cuchitril, un negocio familiar venido a menos, con casi la mitad de los estantes desprovistos de existencias. Por generoso que fuera su ofrecimiento, no me apetecía estar allí ni un minuto más. Le di las gracias y eché a andar hacia la salida, tambaleándome y apoyándome luego contra la puerta para abrirla con el hombro. Después me quedé unos momentos en la acera sin moverme, aspirando profundas bocanadas de aire fresco mientras esperaba que se me pasara el vértigo. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de que la gente debía de pensar que estaba a punto de perder el conocimiento.
Pedí un trozo de pizza y una CocaCola grande en Vinny's, dos portales más abajo, y cuando me levanté para marcharme me sentía un poco mejor. Entonces eran sobre las tres y media, y Grace no llegaría a casa hasta las seis como muy pronto. No me encontraba con fuerzas para deambular por el barrio haciendo la compra, y era consciente de que no estaba en condiciones de cocinar. Salir a cenar era un lujo para nosotros, pero me figuré que podríamos pedir comida para llevar en el Jardín de Siam, un restaurante tailandés que acababa de abrir cerca de la Avenida Atlantic. Estaba seguro de que Grace lo entendería. Cualesquiera que fuesen las dificultades que pudiéramos estar atravesando, mi salud la preocupaba lo suficiente como para no reprocharme ese tipo de cosas.
Cuando hube despachado el trozo de pizza, decidí acercarme a la sucursal de la biblioteca pública de la calle Clinton para ver si había algún libro de Sylvia Monroe, la novelista que me había mencionado Trause el día anterior. Había dos títulos en el catálogo de fichas, Noche en Madrid y Ceremonia de otoño, pero hacía más de diez años que nadie los había pedido. Me senté a una de las largas mesas de la sala de lectura y me puse a hojearlos, descubriendo enseguida que Sylvia Monroe no tenía nada en común con Sylvia Maxwell. Los libros de Monroe eran relatos de misterio convencionales, escritos al estilo de Agatha Christie, y mientras leía la prosa llena de ingenio y hábilmente artificiosa de las dos novelas, me fui sintiendo cada vez más decepcionado, molesto conmigo mismo por haber creído que podría existir alguna semejanza entre las dos Sylvia M. Pensé que, como mínimo, había leído un libro de Sylvia Monroe en mi infancia para olvidarlo después y suscitar ahora un recuerdo inconsciente de ella en la persona de Sylvia Maxwell, supuesta autora de una supuesta autora de una narración ficticia. Pero parecía que me había inventado enteramente a Maxwell y que La noche del oráculo era una historia original, sin relación alguna con ninguna otra novela. Probablemente tendría que haberme sentido aliviado, pero no fue así.
Al volver al apartamento a las cinco y media me encontré con un mensaje de Grace en el contestador. Sin rodeos pero con calma, en una serie de frases sencillas y directas, desmontó la arquitectura de desdicha que se había erigido a nuestro alrededor durante los últimos días. Llamaba desde la oficina, decía, y tenía que hablar en voz baja, «pero si puedes oírme, Sid», proseguía, «hay cuatro cosas que quiero que sepas. Primero, no he dejado de pensar en ti desde que salí de casa esta mañana. Segundo, he decidido tener el niño, y nunca más vamos a pronunciar la palabra aborto. Tercero, no te molestes en preparar cena. Salgo de la oficina a las cinco en punto, y voy a ir derecha a Balducci's a pedir una buena comida preparada que se pueda calentar en el horno. Si no hay avería en el metro, estaré en casa a las seis y veinte o las seis y media. Cuarto, procura que el señor Johnson esté preparado para entrar en acción. Voy a saltarte encima en cuanto entre por la puerta, amor mío, así que vete preparando. La señorita Virginia se muere por estar desnuda con su amante.» [14]
Suspendí el interrogatorio que venía planeando para la noche y no le formulé ninguna pregunta sobre su ausencia de la víspera. Hicimos todo lo que me había anunciado en el mensaje del contestador, echándonos el uno en brazos del otro y rodando por el suelo en cuanto entró en el apartamento, y luego arrastrándonos medio desnudos hacia el dormitorio, adonde no conseguimos llegar del todo. Más tarde, ya con la bata puesta, calentamos la comida en el horno y nos sentamos a cenar. Le enseñé la tostadora que había comprado por la tarde, con sus anchas ranuras donde cabían panecillos redondos, y aunque eso nos condujo al doloroso asunto del robo, la conversación no duró mucho porque de pronto me empezó a sangrar la nariz, salpicando la tartaleta de albaricoque que Grace acababa de ponerme de postre. Mientras yo echaba la cabeza atrás frente a la pila y esperaba a que se cortara la hemorragia, ella se puso a mi espalda, me abrazó y empezó a besarme en el hombro y el cuello, sugiriendo todo el tiempo divertidos nombres para ponerle al niño. Si era niña, decidimos llamarla Goldie Orr. Si era niño, lo llamaríamos Ira Orr, como un libro de Kierkegaard. Aquella noche fuimos estúpidamente felices, y no recuerdo otro momento en que Grace se hubiera mostrado más pródiga o efusiva en sus manifestaciones de cariño hacia mí. Cuando la sangre dejó finalmente de manarme de la nariz, Grace hizo que me volviera hacia ella y me lavó la cara con una toalla húmeda, mirándome fijamente a los ojos mientras me limpiaba la boca y la barbilla hasta que hubo desaparecido el último rastro de la hemorragia.
– Ya arreglaremos la cocina por la mañana -me dijo. Entonces, sin añadir una palabra más, me cogió de la mano y me condujo a la habitación.
Me desperté tarde al día siguiente, y cuando por fin me levanté a las diez y media, hacía mucho que Grace se había ido. Fui a la cocina a poner la cafetera y tomarme las pastillas, y luego empecé a arreglar con parsimonia el desorden que habíamos dejado la noche anterior. Diez minutos después de haber colocado el último plato en el aparador, Mary Sklarr llamó para darme malas noticias. Después de leer mi adaptación, la gente de Bobby Hunter había decidido pasar de ella.
– Lo siento -prosiguió Mary-, pero no voy a decir que estoy conmocionada.
– No pasa nada -respondí, sintiéndome menos disgustado de lo que hubiera pensado-. La idea era una verdadera mierda. Me alegro de que no lo quieran.
– Han dicho que tu argumento les parecía demasiado cerebral.
– Me sorprende que sepan lo que significa esa palabra. -Me alegro de que no te lo tomes a mal. No merece la pena.
– Sólo me interesaba el dinero, nada más. Puro afán de lucro. Y tampoco he obrado de manera muy profesional, ¿verdad? No se debe escribir nada si no hay contrato de por medio. Es la primera regla del oficio.
– Bueno, los dejaste bastante asombrados. La rapidez con que lo hiciste. No están acostumbrados a tales excesos de celo. Primero les gusta mantener largas discusiones con abogados y agentes. Así tienen la impresión de que están haciendo algo importante.
– Sigo sin entender por qué pensaron en mí.
– Ahí hay alguien a quien le gusta tu obra. Puede ser Bobby Hunter o el chico que distribuye el correo. ¿Quién sabe? En cualquier caso, te van a mandar un cheque. Como muestra de buena voluntad. Escribiste el guión sin contrato, pero quieren resarcirte por el tiempo que has empleado.
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