Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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– Me temo que eso es lo que pasaría en caso de que fuera yo. Pero sería mejor para todos que fueras tú. -¿Pasó algo más después de Portugal?

– Los he mantenido aparte. Hace años que no se han vuelto a ver, y por lo que a mí respecta, el mundo será un sitio más seguro si no vuelven a encontrarse. [15]

Grace no tenía que ir a trabajar a la mañana siguiente y aún seguía dormida cuando salí del apartamento. Tras mi conversación del viernes con Trause, decidí no hablarle de la promesa que había hecho de ir a Smithers aquella tarde. Eso la habría obligado a hablarme de Jacob, y no quería correr el riesgo de traerle malos recuerdos. Acabábamos de pasar unos días difíciles, y me resistía a hablar de nada que pudiera causar la menor agitación, rompiendo así el frágil equilibrio que habíamos logrado recuperar en las últimas cuarenta y ocho horas. Le dejé una nota en la mesa de la cocina para decirle que iba a Manhattan a ver unas cuantas librerías y que volvería a casa a las seis como muy tarde. Otra mentira, añadida a todas las demás mentirijillas que nos habíamos dicho el uno al otro la semana anterior. Pero yo no tenía intención de engañarla. Simplemente quería protegerla de nuevas situaciones desagradables, hacer que el espacio que compartíamos siguiera siendo lo más reducido y privado posible, sin tener que enredarnos en penosos asuntos del pasado.

El centro de rehabilitación estaba en una amplia mansión que en tiempos había pertenecido a Billy Rose, el productor de Hollywood. No sabía cómo ni cuándo se había convertido en clínica aquel edificio, pero era un sólido ejemplo de la antigua arquitectura neoyorquina, un palacete de piedra caliza de una época en la que la opulencia hacía alarde de diamantes, sombreros de copa y guantes blancos. Qué extraño que ahora lo habitase la escoria de la sociedad, una población incesantemente cambiante de dogradictos, alcohólicos y antiguos delincuentes. Se había convertido en parada obligada para los descarriados, y cuando la puerta se abrió con un zumbido y entré, vi que en su interior empezaba a declararse cierta especie de abandono. El esqueleto del edificio seguía intacto (el enorme vestíbulo con su suelo de baldosas blancas y negras, la escalera curva con la barandilla de caoba), pero la carne ofrecía un aspecto triste y sucio, venido a menos tras largos años de ansiedad y agotamiento.

Pregunté por Jacob en el mostrador de recepción, anunciándome como amigo de la familia. La recepcionista parecía desconfiar de mí, y tuve que vaciarme los bolsillos para demostrar que no intentaba pasar drogas ni armas de contrabando. Aun después de pasar la prueba, estaba convencido de que no iba a dejarme entrar, pero antes de que pudiera alegar algo a mi favor, dio la casualidad de que Jacob, que se dirigía al comedor en compañía de otros tres o cuatro internos, apareció en el vestíbulo. Parecía más alto que la última vez que lo había visto, y con su ropa negra, su pelo verde y su exagerada delgadez ofrecía un aspecto un tanto grotesco y ridículo, como un polichinela fantasma que fuese a ejecutar una danza para el Duque de la Muerte. Lo llamé, y cuando se volvió y me vio, pareció quedarse mudo de asombro: ni contento ni descontento, sólo sorprendido.

– Sid -masculló-. Pero ¿qué haces aquí?

Se apartó del grupo y vino hacia donde yo estaba, lo que animó a la recepcionista a formular una pregunta su perflua:

– ¿Conoce a este señor?

– Sí -respondió Jacob-. Lo conozco. Es amigo de mi padre.

Aquella afirmación fue suficiente para franquearme el paso. La mujer me pasó la hoja de visitas, y una vez que hube escrito mi nombre con letras de imprenta, acompañé a Jacob por un largo pasillo hasta el comedor.

– Nadie me ha avisado de que ibas a venir -observó-.

Supongo que habrá sido un encarguito del viejo, ¿no?

– En realidad, no. Andaba por el barrio y he pensado en pasar a verte para ver qué tal te iba.

Jacob emitió un gruñido, sin molestarse siquiera en comentar que no me creía lo más mínimo. Estaba claro que se trataba de una excusa, pero mentí con objeto de dejar a John fuera de la conversación, pensando que sacaría más de Jacob si evitaba hablar de su familia. Seguimos en silencio durante unos momentos y entonces, inesperadamente, me puso la mano en el hombro.

– Me han dicho que has estado muy enfermo -me dijo.

– Sí, es verdad. Pero ya parece que estoy mejor.

– Pensaban que te ibas a morir, ¿verdad?

– Eso me dijeron. Pero conseguí engañarlos, y ya hace cuatro meses que me largué de allí.

– Eso significa que eres inmortal, Sid. No la vas a cascar hasta que cumplas los ciento diez.

El comedor era una estancia amplia y luminosa con puertas correderas de cristal que daban a un pequeño jardín, donde algunos internos y sus familias habían salido a fumar y tomar café. Había que servirse uno mismo, y después de que llenamos las bandejas con empanada de carne, puré de patatas y ensalada, Jacob y yo nos pusimos a buscar una mesa libre. Debía de haber unas cincuenta o sesenta personas en el comedor, y tuvimos que estar unos minutos dando vueltas antes de encontrar una. Esa tardanza pareció irritarlo, hasta el punto de que casi se lo tomó como algo personal. Cuando al fin nos sentamos, le pregunté cómo iban las cosas y me soltó una lista de amargas quejas, moviendo nerviosamente la pierna izquierda mientras hablaba.

– Este sitio es una mierda -proclamó-. Lo único que hacemos es asistir a reuniones donde cada uno habla de su caso particular. Es un aburrimiento que no te puedes imaginar. Como si alguien tuviera ganas de escuchar a esos capullos y ver cómo se desahogan contando sus estúpidas historias sobre la infancia tan jodida que tuvieron y cómo se apartaron del camino recto para caer en las garras de Satanás.

– ¿Y qué pasa cuando te toca a ti? ¿Te levantas y te pones a hablar?

– No tengo más remedio. Si no digo nada, me señalan con el dedo y empiezan a llamarme cobarde. Así que me invento algo parecido a lo que cuentan los demás, y luego me echo a llorar. Eso siempre funciona. Soy muy buen actor, ¿sabes? Les digo que soy una basura, y luego me derrumbo porque no puedo soportarlo más y todo el mundo tan contento.

– ¿Y para qué engañarlos? Con eso sólo conseguirás perder el tiempo.

– Pues porque no soy drogadicto. He hecho un poco el tonto con el caballo, pero no es nada serio. Puedo dejarlo cuando me dé la gana.

– Eso es lo que decía mi compañero de cuarto en la universidad. Y luego una noche lo encontraron muerto de sobredosis.

– Sí, bueno, sería un idiota, probablemente. Yo sé lo que hago, y no la voy a palmar de sobredosis. No estoy enganchado al jaco. Mi madre cree que sí, pero ella no sabe una mierda.

– Entonces, ¿por qué has consentido en venir aquí?

– Porque me dijo que me cortaría el suministro. Ya he cabreado bastante a tu colega, el todopoderoso Sir John, y no quiero que a Lady Eleanor se le ocurra la estúpida idea de no pasarme la asignación.

– Siempre podrías ponerte a trabajar.

– Sí, claro, pero no quiero. Tengo otros planes, y necesito un poco más de tiempo para ponerlos en práctica.

– Así que estás metido entre estas cuatro paredes esperando que pasen los veintiocho días.

– No sería tan coñazo si no nos tuvieran ocupados todo el tiempo. Cuando no perdemos el culo para acudir a esas puñeteras reuniones, nos hacen estudiar esos libros tan acojonantes. Nunca en la vida he leído semejantes tonterías.

– ¿Qué libros?

– El manual de Drogadictos Anónimos, el programa de los doce pasos, esas gilipolleces.

– Puede que sea una gilipollez, pero ha servido de ayuda a un montón de gente.

– Eso es para cretinos, Sid. Toda esa mierda de confiar en un poder supremo. Es como una especie de religión para niños. Entrégate al poder supremo y te salvarás. Hace falta ser imbécil para tragarse esa estupidez. No existe el poder supremo. Mira bien a tu alrededor y dime dónde está. Porque yo no lo veo. Sólo estamos tú y yo, aparte de esos de ahí. Una pandilla de pobres desgraciados que hacen lo que pueden para seguir viviendo.

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