Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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– Se acabó -sentencié-. Quédese con los diez dólares y que le den por culo. Me voy.

No había dado dos pasos cuando Chang salió precipitadamente de detrás del mostrador para cortarme la retirada e impedir que llegara a la puerta. Traté de eludirlo, sirviéndome del hombro para echarlo a un lado, pero Chang aguantó el envite y un momento después cogía el cuaderno y trataba de quitármelo. Yo tiré de él a mi vez y me lo apreté contra el pecho, agarrándolo con todas mis fuerzas, pero el dueño del Palacio de Papel era una pequeña y temible máquina de tendones, nervios y músculos, y en menos de diez segundos me lo arrebató. Yo sabía que jamás sería capaz de volvérselo a quitar, pero estaba tan furioso, tan lleno de frustración, que lo sujeté del brazo con la mano izquierda mientras le lanzaba un puñetazo con la derecha. Era el primero que dirigía contra alguien desde la escuela primaria, y lo fallé. En cambio, Chang me dio un golpe de karate en el hombro izquierdo. Lo sentí como una cuchillada, y el dolor fue tan intenso que creí que se me iba a desprender el brazo. Caí de rodillas, y antes de que pudiera ponerme de nuevo en pie, Chang empezó a darme patadas en la espalda. Le grité que parase, pero él siguió dándome con la punta del pie en las costillas y en la columna vertebral: una patada tras otra, breve y brutal, mientras yo rodaba hacia la salida, intentando desesperadamente salir de allí. Cuando mi cuerpo tropezó con el marco metálico de la parte inferior de la puerta, Chang giró el picaporte; el pestillo se abrió y caí a la acera.

– ¡No vuelva por aquí! -gritó-. ¡Próxima vez que venga, lo mato! ¿Me oye, Sidney Orr? ¡Le arranco el corazón y se lo echo a los cerdos!

Nunca hablé a Grace de Chang, ni de la paliza ni de nada de lo que había pasado aquella tarde en el Upper East Side. Me dolían todos los músculos del cuerpo, pero pese al ensañamiento del vengativo pie de Chang, la paliza sólo me había dejado unas cuantas magulladuras leves en la parte inferior de la espalda. La chaqueta y el jersey que llevaba debieron de servirme de protección, y al recordar lo cerca que había estado de quitarme la chaqueta mientras deambulaba por aquel barrio, reconocí que había sido una suerte entrar con ella puesta en el Palacio de Papel; aunque esa palabra resulte un tanto extraña en ese contexto. Últimamente, siempre que hacía calor, Grace y yo dormíamos desnudos, pero ahora que estaba refrescando otra vez, ella había empezado a dormir con un pijama de seda, y no le extrañó que me acostara a su lado con una camiseta. Incluso cuando hicimos el amor (el domingo por la noche), en la habitación estaba lo suficientemente oscuro como para que los verdugones le pasaran inadvertidos.

Llamé a Trause desde Landolfi's cuando salí por el Times el domingo por la mañana. Le conté todo lo que podía recordar de la visita que hice a Jacob, incluyendo el hecho de que su hijo se había quitado los imperdibles de la oreja (como medida de protección, sin duda), y le hice un resumen de cada una de las opiniones que había expresado desde el momento en que llegué hasta el instante en que lo vi desaparecer por el recodo de la escalera. John quería conocer mi impresión sobre si su hijo iba a quedarse todo el mes o si se largaría antes de tiempo, y yo le contesté que no lo sabía. Hizo alguna inquietante observación de que tenía planes, le advertí, lo que indicaba que había cosas en su vida que nadie de la familia conocía, secretos que él no estaba dispuesto a revelar. John pensaba que podría guardar relación con el tráfico de drogas. Le pregunté por qué sospechaba eso, pero, aparte de hacer una referencia de pasada al dinero robado de la matrícula, no añadió nada nuevo. La conversación empezó entonces a decaer, y en el breve silencio que siguió, finalmente hice acopio de valor para contarle lo que me había pasado días atrás en el metro y cómo había perdido «Imperio de huesos». No podía haber elegido peor momento para sacar a la luz aquel asunto, y al principio Trause no entendió una palabra de lo que le estaba diciendo. Volví a repetirle la historia. Cuando comprendió que su manuscrito probablemente habría acabado en Coney Island, se echó a reír.

– No te atormentes por eso -me recomendó-. Todavía conservo dos copias hechas con papel carbón. En aquellos tiempos no había fotocopiadoras, y siempre se sacaban por lo menos dos calcos de todo lo que se escribía a máquina. Meteré una en un sobre y haré que Madame Dumas te la mande por correo esta misma semana.

A la mañana siguiente, lunes, volví al cuaderno azul por última vez. Ya había escrito cuarenta de las noventa y seis páginas, pero quedaban más que suficientes en blanco para ocupar unas cuantas horas de trabajo. Empecé una página nueva, más o menos a la mitad, abandonando definitivamente el descalabro de Flitcraft. Bowen quedaría por siempre atrapado en aquella habitación, y decidí que había llegado finalmente el momento de renunciar a todo intento de rescatarlo. Si había aprendido algo de mi feroz encuentro con Chang el sábado, era que el cuaderno sólo me procuraba problemas, y que cualquier cosa que tratara de escribir en él estaría abocada al fracaso. Cada relato quedaría interrumpido a la mitad; cada proyecto me transportaría hasta cierto punto, llegado al cual levantaría la cabeza para descubrir que me había perdido. Sin embargo, estaba lo suficientemente enfurecido con Chang como para querer negarle la satisfacción de tener la última palabra. Era consciente de que debía despedirme del cuaderno portugués, pero a menos que lo hiciera con arreglo a mis propios términos, su recuerdo seguiría persiguiéndome como una derrota moral. Aunque no hiciera otra cosa, pensé que debía demostrarme a mí mismo que no era un cobarde.

Me puse despacio a la tarea, con cautela, impulsado más por una sensación de desafío que por la imperiosa necesidad de escribir. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que empezara a pensar en Grace, y tras dejar el cuaderno abierto sobre la mesa fui al cuarto de estar a buscar un álbum de fotos del último cajón de una cómoda de roble donde guardábamos multitud de cosas. Afortunadamente, el ladrón no lo había tocado cuando entró a robar el miércoles por la tarde. Era un álbum especial, un regalo de boda de Flo, la hermana pequeña de Grace, y contenía unas cien fotografías: una historia visual de los primeros veintisiete años de la vida de Grace: Grace antes de que la conociera. No había mirado aquel álbum desde que volví del hospital, y al pasar las hojas en mi cuarto de trabajo aquella mañana me vino a la memoria el episodio que Trause me había contado sobre su cuñado y el estereoscopio, porque empecé a sentir la misma especie de fascinación ante las imágenes que me arrastraban hacia el pasado.

Allí estaba Grace recién nacida, tendida en su cuna. Y ahí, a los dos años, de pie en un campo cubierto de hierba alta, desnuda, con los brazos alzados al cielo, riendo. Y ahí la tenía, a los cuatro, a los seis, a los nueve años, sentada a una mesa, dibujando una casa, sonriendo al objetivo de la cámara del fotógrafo escolar con algunos dientes de menos, irguiéndose en la silla de montar mientras trotaba por la campiña de Virginia en una yegua alazana. Grace a los doce años, con una cola de caballo, tímida, un poco rara, incómoda consigo misma, y luego a los quince, súbitamente guapa, definida, primera encarnación de la mujer que acabaría siendo. También había fotos de ella con otras personas: retratos de familia de los Tebbetts, con varios amigos sin identificar del instituto y la universidad, sentada en las rodillas de Trause a los catorce años con sus padres a los lados, Trause agachándose y besándola en la mejilla en la fiesta de su décimo o undécimo cumpleaños, Grace y Greg Fitzgerald poniendo cara de bobos en la fiesta de Navidad de Holst y McDermott. Grace con un vestido de baile a los diecisiete años. Grace a los veinte, estudiante universitaria en París con el pelo largo y un jersey negro de cuello alto, sentada en la terraza de un café y fumando un cigarrillo. Grace con Trause en Portugal a los veinticuatro años, el pelo corto, ya con su aspecto adulto, irradiando una confianza sublime, ya segura de quién era. Grace en su elemento.

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