Traducción de Maribel De Juan
Título de la edición original : Leviathan
El autor agradece efusivamente a Sophie Calle que le
permitiera mezclar la realidad con la ficción.
Todos los Estados reales son corruptos.
Ralph Waldo Emerson
Hace seis días un hombre voló en pedazos al borde de una carretera en el norte de Wisconsin. No hubo testigos, pero al parecer estaba sentado en la hierba junto a su coche aparcado cuando la bomba que estaba fabricando estalló accidentalmente. Según los informes forenses que acaban de hacerse públicos, el hombre murió en el acto. Su cuerpo reventó en docenas de pequeños pedazos y se encontraron fragmentos del cadáver incluso a quince metros del lugar de la explosión. Hasta hoy (4 de julio de 1990), nadie parece tener la menor idea sobre la identidad del muerto. El FBI, que trabaja en colaboración con la policía local y los agentes del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, comenzó su investigación con un examen del coche, un Dodge azul de siete años con matrícula de Illinois, pero pronto descubrieron que era robado; se lo habían llevado de un aparcamiento de Joliet el 12 de junio a plena luz del día. Lo mismo sucedió cuándo examinaron el contenido de la cartera del hombre, que, de milagro, había salido de la explosión más o menos intacta. Pensaron que habían tropezado con un cúmulo de pistas -carnet de conducir, cartilla de la seguridad social, tarjetas de crédito-, pero cuando le dieron al ordenador los datos de estos documentos resultó que todos habían sido falsificados o robados. Las huellas dactilares habrían sido el paso siguiente, pero en este caso no había huellas dactilares, ya que la bomba había desintegrado las manos del hombre. Tampoco el coche les sirvió de nada. El Dodge era un amasijo de acero retorcido y plástico derretido y, a pesar de los esfuerzos realizados, no pudieron encontrar ni una sola huella. Tal vez tengan más suerte con los dientes, suponiendo que haya suficientes dientes con los que ponerse a trabajar, pero eso les llevará tiempo, puede que varios meses. No hay duda de que al final se les ocurrirá algo, pero hasta que puedan establecer la identidad de la destrozada víctima, el caso tiene pocas posibilidades de prosperar.
Por lo que a mí concierne, cuanto más tarden, mejor. La historia que tengo que contar es bastante complicada, y a menos que la termine antes de que ellos den con la respuesta, las palabras que estoy a punto de escribir no significarán nada. Una vez que se descubra el secreto, se contarán toda clase de mentiras, los periódicos y las revistas publicarán sus desagradables versiones distorsionadas, y en cuestión de días la reputación de un hombre quedará destruida. No es que yo quiera defender lo que hizo, pero puesto que él ya no está en situación de defenderse, lo menos que puedo hacer es explicar quién era y ofrecer la verdadera historia de cómo llegó a estar en esa carretera del norte de Wisconsin. Por eso tengo que trabajar deprisa: para estar preparado cuando llegue el momento. Si por casualidad el misterio no se resuelve, sencillamente me guardaré lo que he escrito y nadie tendrá por qué saber nada de ello. Ése sería el mejor resultado posible: silencio absoluto, ni una palabra por ninguna de las dos partes. Pero no debo contar con eso. Para hacer lo que tengo que hacer, he de suponer que ya le están cercando, que antes o después averiguarán quién era. Y no necesariamente cuando yo haya tenido tiempo de terminar esto, sino en cualquier momento, en cualquier momento a partir de ahora.
Al día siguiente de la explosión apareció en la prensa un breve resumen del caso. Era una de esas crípticas historias de dos párrafos enterradas dentro del periódico, pero yo la leí casualmente en el New York Times mientras almorzaba. Casi inevitablemente, empecé a pensar en Benjamin Sachs. No había nada en el artículo que indicara de una forma clara que se trataba de él y, sin embargo, al mismo tiempo todo parecía encajar. Hacía casi un año que no hablábamos, pero durante nuestra última conversación él había dicho lo suficiente como para convencerme de que tenía graves problemas, de que se estaba precipitando hacia un oscuro e innombrable desastre. Si esto resulta demasiado vago, añadiré que también mencionó las bombas, que habló interminablemente de ellas durante su visita y que durante los once meses siguientes yo había vivido justamente con ese temor dentro de mí: que iba a matarse, que un día abriría el periódico y leería que mi amigo se había volado en pedazos. Entonces no era más que una disparatada intuición, uno de esos insensatos saltos en el vacío, pero una vez la idea se me metió en la cabeza, no pude librarme de ella. Luego, dos días después de que tropezase con el artículo, un par de agentes del FBI llamó a mi puerta. En cuanto me comunicaron quiénes eran, comprendí que estaba en lo cierto. El hombre que se había volado en pedazos era Sachs. No cabía ninguna duda. Sachs estaba muerto y la única manera en que yo podía ayudarle ahora era no revelando su muerte.
Probablemente fue una suerte que leyese el artículo cuando lo hice, a pesar de que recuerdo que en aquel momento deseé no haberlo visto. Por lo menos, así tuve un par de días para encajar el golpe. Cuando los hombres del FBI se presentaron aquí para hacer preguntas, yo ya estaba preparado y eso me ayudó a controlarme. Tampoco vino mal que tardasen cuarenta y ocho horas en encontrar mi pista. Al parecer, entre los objetos recuperados de la cartera de Sachs había un pedazo de papel con mis iniciales y mi número de teléfono. Por eso vinieron a buscarme, pero la suerte quiso que el número fuese el de mi teléfono de Nueva York, mientras yo llevaba diez días en Vermont, viviendo con mi familia en una casa alquilada donde pensábamos pasar el resto del verano. Dios sabe con cuántas personas habían tenido que hablar antes de descubrir que estaba aquí. Si menciono de pasada que esta casa es propiedad de la ex mujer de Sachs es sólo para dar un ejemplo de lo enredada y complicada que es esta historia.
Procuré hacerme el tonto lo mejor que pude y revelarles lo menos posible. No, dije, no había leído el artículo en el periódico. No sabía nada de bombas, coches robados o carreteras comarcales de Wisconsin. Era escritor, dije, un hombre que escribe novelas para ganarse la vida, y si querían investigar quién era, podían hacerlo, pero eso no iba a ayudarles con el caso, perderían el tiempo. Probablemente, dijeron, pero ¿y el pedazo de papel de la cartera del muerto? No pretendían acusarme de nada, sin embargo el hecho de que llevase consigo mi número de teléfono parecía demostrar que había una relación entre nosotros. Eso tenía que admitirlo, ¿no? Sí, dije, por supuesto que sí, pero que lo pareciese no significaba que fuese verdad. Había mil maneras mediante las que ese hombre podía haber conseguido mi número de teléfono. Yo tenía amigos repartidos por todo el mundo y cualquiera de ellos podía habérselo dado a un desconocido. Tal vez ese desconocido se lo había pasado a otro, el cual a su vez se lo había pasado a un tercero. Tal vez, dijeron, pero ¿por qué iba alguien a llevar el teléfono de una persona que no conocía? Porque soy escritor, dije. Oh, dijeron, ¿y eso qué tiene que ver? Que mis libros se publican, dije. La gente los lee y yo no tengo ni idea de quiénes son. Sin saberlo siquiera, entro en las vidas de los desconocidos, y mientras tienen mi libro en sus manos, mis palabras son la única realidad que existe para ellos. Eso es normal, dijeron, eso es lo que pasa con los libros. Sí, dije, eso es lo que pasa, pero a veces sucede que esas personas están locas. Leen tu libro y algo de él toca una cuerda del fondo de su alma. De repente se imaginan que les perteneces, que eres el único amigo que tienen en el mundo. Para ilustrar mi argumentación, les di varios ejemplos, todos ellos verdaderos, todos tomados directamente de mi experiencia personal. Las cartas de desequilibrados, las llamadas telefónicas a las tres de la madrugada, las amenazas anónimas. El año pasado, continué, descubrí que alguien había estado suplantando mi personalidad, contestando cartas en mi nombre, entrando en las librerías y firmando libros míos, rondando como una sombra maligna en torno a mi vida. Un libro es un objeto misterioso, dije, y una vez que sale al mundo puede ocurrir cualquier cosa. Puede causar toda clase de males y tú no puedes hacer nada para evitarlo. Para bien o para mal, escapa completamente a tu control.
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