– Estoy en desventaja contigo -dije, bebiendo un sorbo del bourbon de mi vaso recién lleno-. Tú has leído casi cada palabra que he escrito y yo no he visto ni una línea tuya. Vivir en Francia tenía sus ventajas, pero estar al día sobre los libros norteamericanos no era una de ellas.
– No te has perdido mucho -dijo Sachs-. Te lo aseguro.
– De todas formas, me siento un poco avergonzado. Aparte del título, no sé ni una palabra de tu libro.
– Te regalaré un ejemplar. Así no tendrás ningún pretexto para no leerlo.
– Ayer lo busqué en unas cuantas librerías…
– No te preocupes, ahórrate el dinero. Tengo unos cien ejemplares y estoy encantado de librarme de ellos.
– Si no estoy demasiado borracho, empezaré a leerlo esta misma noche.
– No hay prisa. Al fin y al cabo es sólo una novela y no debes tomártela demasiado en serio.
– Yo siempre me tomo en serio las novelas. Sobre todo cuando me las regala el autor.
– Bueno, este autor era muy joven cuando escribió el libro. Tal vez demasiado joven. A veces lamenta haberlo publicado.
– Pero pensabas leer algún fragmento de él esta tarde. No puede parecerte tan malo, entonces.
– No digo que sea malo. Es joven, simplemente. Demasiado literario, demasiado orgulloso de su propia inteligencia. No se me ocurriría escribir algo así hoy. Y si todavía tengo algún interés en es únicamente por el lugar donde fue escrito. El libro mismo no significa mucho para mí, pero supongo que todavía le tengo apego al lugar donde nació.
– ¿Y qué lugar es ése?
– La cárcel. Empecé a escribir el libro en la cárcel.
– ¿Quieres decir una cárcel de verdad? ¿Con celdas cerradas y barrotes? ¿Con números impresos en la pechera de la camisa?
– Sí, una cárcel de verdad. La penitenciaría federal de Danbury, Connecticut. Fui huésped de ese hotel durante diecisiete meses.
– Dios santo. ¿Y cómo acabaste allí?
– Fue muy sencillo, en realidad. Me negué a entrar en el ejército cuando me llamaron a filas.
– ¿Fuiste objetor de conciencia?
– Quise serlo, pero rechazaron mi solicitud. Supongo que ya conoces la historia. Si perteneces a una religión que predica el pacifismo y se opone a todas las guerras, hay una posibilidad de que tengan tu caso en consideración. Pero yo no soy cuáquero ni adventista del Séptimo Día, y lo cierto es que no me opongo a todas las guerras, sólo a esa guerra. Desgraciadamente, era la única en la que pretendían que participase.
– Pero ¿por qué ir a la cárcel? Había otras alternativas. Canadá, Suecia, incluso Francia. Miles de personas se fueron a esos países.
– Porque yo soy un terco hijo de puta, por eso. No quería huir. Sentía que tenía la responsabilidad de enfrentarme a ellos y decirles lo que pensaba, y no podía hacerlo a menos que estuviese dispuesto a correr ese riesgo.
– Así que escucharon tu noble declaración y luego te encerraron.
– Por supuesto. Pero valió la pena.
– Supongo. Pero esos diecisiete meses debieron ser espantosos.
– No fue tan malo como se podría pensar. Allí dentro no tienes que preocuparte de nada. Te dan tres comidas al día, no tienes que lavarte la ropa, toda tu vida está planificada de antemano. Te sorprendería cuánta libertad te proporciona eso.
– Me alegro de que puedas bromear al respecto.
– No estoy bromeando. Bueno, quizás un poco. Pero no sufrí en ninguno de los aspectos que probablemente estás imaginando. Danbury no es una prisión de pesadilla como Attica o San Quintín. La mayoría de los reclusos eran delincuentes de guante blanco, delitos de desfalco, evasión de impuestos, extender cheques sin fondos, esa clase de cosas. Tuve suerte de que me mandaran allí. Pero la principal ventaja era que yo estaba preparado. Mi caso duró meses y, como siempre supe que iba a perderlo, tuve tiempo de acostumbrarme a la idea de la cárcel. No era uno de esos desgraciados que están siempre abatidos, contando los días, haciendo una cruz en otro casillero del calendario cada noche al acostarse. Cuando entré allí, me dije: esto es lo que hay; aquí es donde vives ahora, tío. Los límites de mi mundo se habían estrechado, pero yo seguía vivo, y mientras pudiese continuar respirando, tirándome pedos y pensando mis pensamientos, ¿qué importaba dónde estuviera?
– Es extraño.
– No, nada extraño. Es como el viejo chiste de Henny Youngman. El marido llega a casa, entra en el cuarto de estar y ve un puro encendido en un cenicero. Le pregunta a su mujer qué es eso, pero ella finge no saberlo. Aún mosqueado, el marido empieza a registrar la casa. Cuando entra en el dormitorio, abre el armario y se encuentra allí a un desconocido. “¿Qué hace usted en mi armario?”, pregunta el marido. “No lo sé”, tartamudea el otro, temblando y sudando. “Todo el mundo tiene que estar en alguna parte.”
– De acuerdo, te entiendo. Pero de todas formas debía haber algunos tipos muy duros contigo en aquel armario. No debió resultar muy agradable.
– Pasé algunos momentos de apuro, lo reconozco. Pero aprendí a arreglármelas bastante bien. Fue la única vez en mi vida en que mi aspecto raro resultó útil. Nadie sabía qué pensar de mí y al cabo de algún tiempo convencí a la mayoría de los otros internos de que estaba loco. Te pasmarías al ver que la gente te deja completamente en paz cuando piensan que estás pirado. En cuanto tienes esa expresión en los ojos, quedas inoculado contra los problemas.
Y todo porque querías defender tus principios.
– No fue tan duro. Por lo menos siempre supe por qué estaba allí. No tuve que torturarme con remordimientos.
– Yo tuve suerte en comparación contigo. No pasé las pruebas físicas a causa del asma y nunca tuve que volver a preocuparme del asunto.
– Así que te fuiste a Francia y yo me fui a la cárcel. Los dos nos fuimos a alguna parte y los dos hemos vuelto. Así pues, ahora estamos los dos en el mismo sitio.
– Es una forma de verlo, supongo.
– Es la única forma de verlo. Nuestros métodos fueron diferentes, pero los resultados fueron exactamente los mismos.
Pedimos otra ronda de copas. Ésa llevó a otra, y luego a otra, y después a una tercera. En medio, el camarero nos invitó a un par de copas por cuenta de la casa, un acto de amabilidad que recompensamos rápidamente animándole a servirse una para él. Luego la taberna empezó a llenarse de clientes y nosotros fuimos a sentarnos a una mesa del fondo. No recuerdo todo lo que hablamos, pero el principio de aquella conversación lo tengo mucho más claro que el final. Para cuando llegamos a la última media hora o tres cuartos, tenía tanto bourbon en el cuerpo que literalmente veía doble. Esto no me había sucedido nunca y no tenía ni idea de cómo lograr que el mundo volviese a estar enfocado. Cada vez que miraba a Sachs, veía dos. Parpadear no me ayudaba y sacudir la cabeza sólo servía para que me mareara. Sachs se había convertido en un hombre con dos cabezas y dos bocas, y cuando finalmente me puse de pie para marcharme, recuerdo que me cogió con sus cuatro brazos justo cuando yo estaba a punto de caerme. Probablemente fue una buena cosa que hubiese dos Sachs aquella tarde. Yo era casi un peso muerto y dudo que un solo hombre hubiese podido llevarme.
Sólo puedo hablar de las cosas que sé, las cosas que he visto con mis propios ojos y escuchado con mis propios oídos. Exceptuando a Fanny, es posible que yo fuera la persona más cercana a Sáchs, pero eso no significa que sea un experto en los detalles de su vida. Él tenía casi treinta años cuando le conocí y ninguno de los dos nos explayábamos mucho hablando del pasado. Su infancia es en gran medida un misterio para mí y, más allá de unos cuantos comentarios casuales que hizo acerca de sus padres y sus hermanas a lo largo de los años, no sé prácticamente nada acerca de su familia. Si las circunstancias fueran diferentes, intentaría hablar con algunas de estas personas ahora, haría un esfuerzo por llenar tantas lagunas como pudiera. Pero no estoy en situación de empezar a buscar a sus maestros de la escuela y a sus amigos del instituto, de concertar entrevistas con sus primos y compañeros de universidad y con los hombres con los que estuvo en prisión. No hay tiempo suficiente para eso, y puesto que me veo obligado a trabajar rápidamente, no tengo en qué apoyarme salvo mis propios recuerdos. No digo que se deba dudar de estos recuerdos, que haya nada falso o deformado en las cosas que sé acerca de Sachs, pero no quiero presentar este libro como algo que no es. No hay nada definitivo en él. No es una biografía ni un retrato psicológico exhaustivo, y aunque Sachs me confió muchas cosas durante los años de nuestra amistad, creo que sólo estoy en posesión de una comprensión parcial de su persona. Quiero decir la verdad acerca de él, contar estos recuerdos con la mayor sinceridad de que sea capaz, pero no puedo descartar la posibilidad de equivocarme, de que la verdad sea muy diferente de lo que yo imagino.
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