No sé si mis negativas les parecieron convincentes o no. Me inclino a pensar que no, pero aunque no creyesen una palabra de lo que dije, es posible que mi estrategia me permitiera ganar tiempo. Teniendo en cuenta que nunca había hablado con un agente del FBI, creo que no me desenvolví demasiado mal durante la entrevista. Estuve tranquilo, estuve cortés, conseguí transmitir la adecuada combinación de colaboración y desconcierto. Eso sólo ya fue un triunfo considerable para mí. En general, no tengo mucho talento para el engaño y, a pesar de mis esfuerzos a lo largo de los años, raras veces he enredado a nadie. Si anteayer conseguí ofrecer una representación creíble, se debe, al menos en parte, a los hombres del FBI. No fue tanto nada de lo que dijeron como su aspecto, la forma en que iban impecablemente vestidos para su papel, confirmando en todos los detalles lo que siempre había imaginado respecto al atuendo de los hombres del FBI: trajes de verano ligeros, zapatones macizos, camisas que no necesitan plancha, gafas oscuras de aviador. Éstas eran las gafas pertinentes, por así decir, y aportaban un aire artificial a la escena, como si los hombres que las llevaban fuesen únicamente actores, extras contratados para hacer un papelito en una película de bajo presupuesto. Todo esto era extrañamente consolador para mí, y pensándolo ahora entiendo por qué esa sensación de irrealidad actuó a mi favor. Me permitió verme a mí mismo también como un actor y, puesto que me habla convertido en otro, de repente tenía derecho a engañarles, a mentir sin el más leve remordimiento de conciencia.
Sin embargo, no eran estúpidos. Uno tenía cuarenta y pocos años y el otro era mucho más joven, de unos veinticinco o veintiséis años, pero los dos tenían cierta expresión en los ojos que me tuvo en guardia durante todo el tiempo que estuvieron aquí. Es difícil precisar con exactitud qué resultaba tan amenazador en aquellos ojos, pero creo que tenía que ver con su inexpresividad, su falta de compromiso, como si lo vieran todo y nada al mismo tiempo. Aquella mirada revelaba tan poco, que yo en ningún momento supe lo que ninguno de los dos tipos pensaba. Sus ojos eran demasiado pacientes, demasiado expertos en sugerir indiferencia, pese a que estaban alerta, implacablemente alerta en realidad, como si hubiesen sido entrenados para hacerte sentir incómodo, para hacerte consciente de tus fallos y transgresiones, para hacer que te revolvieras dentro de tu piel. Se llamaban Worthy y Harris, pero no recuerdo quién era quién. Como especímenes físicos, eran perturbadoramente parecidos, casi como si fuesen una versión más joven y otra más vieja de la misma persona: altos, pero no demasiado altos; bien formados, pero no demasiado bien formados; pelo rubio, ojos azules, manos gruesas con uñas impecablemente limpias. Es verdad que sus estilos de conversación eran diferentes, pero no quiero dar demasiada importancia a las primeras impresiones. Quién sabe si se turnan y cambian de papel cuando les apetece. En la visita que me hicieron hace dos días, el joven hacía el papel de duro. Sus preguntas eran muy bruscas y parecía tomarse su trabajo demasiado a pecho; raras veces esbozaba una sonrisa, por ejemplo, y me trataba con una formalidad que en ocasiones rozaba el sarcasmo y la irritación. El mayor era más relajado y amable, más dispuesto a dejar que la conversación siguiera su curso natural. Sin duda es por eso mismo más peligroso, pero tengo que reconocer que hablar con él no resultaba desagradable del todo. Cuando empecé a contarle algunas de las disparatadas reacciones a mis libros, me di cuenta de que el tema le interesaba, y me dejó continuar con mi digresión más tiempo del que esperaba. Supongo que me estaba tanteando, animándome a divagar para poder hacerse una idea de quién era yo y cómo funcionaba mi mente, pero cuando llegué al asunto del impostor, incluso se ofreció a iniciar una investigación del problema. Puede que fuera un truco, por supuesto, pero, no sé por qué, lo dudo. No es preciso añadir que rechacé el ofrecimiento, pero si las circunstancias hubiesen sido distintas, probablemente me lo habría pensado dos veces antes de rechazar su ayuda. Es algo que ha estado fastidiándome durante mucho tiempo y me encantaría llegar al fondo de la cuestión.
– Yo no leo muchas novelas -dijo el agente-. Nunca tengo tiempo para eso.
– Ya, eso le ocurre a mucha gente -dije.
– Pero las suyas deben de ser muy buenas. Si no lo fueran, dudo que le molestaran tanto.
– Puede que me molesten porque son malas. Hoy en día todo el mundo es crítico literario. Si no te gusta un libro, amenaza al autor. Hay cierta lógica en ese planteamiento. Haz que ese cabrón pague por lo que te ha hecho.
– Supongo que debería sentarme a leer alguna -dijo-. Para ver por qué tanto jaleo. No le importaría, ¿verdad?
– Por supuesto que no. Para eso están en las librerías. Para que la gente las lea.
Anotar los títulos de mis libros para un agente del FBI fue una forma curiosa de terminar la visita. Incluso ahora, no tengo claro qué pretendía. Tal vez cree que encontrará algún indicio en ellos, o tal vez era sólo una manera sutil de decirme que volverá, que todavía no ha acabado conmigo. Sigo siendo su única pista, después de todo, y si suponen que les mentí, no van a olvidarse de mí. Aparte de eso, no tengo la menor idea de lo que piensan. Parece improbable que me consideren un terrorista, pero digo eso únicamente porque yo sé que no lo soy. Ellos no saben nada, y por lo tanto pueden estar trabajando sobre esa hipótesis, buscando desesperadamente algo que me relacione con la bomba que estalló en Wisconsin la semana pasada. Y aunque no fuera así, tengo que aceptar el hecho de que continuarán con mi caso durante mucho tiempo. Harán preguntas, husmearán en mi vida, averiguarán quiénes son mis amigos y, antes o después, saldrá a relucir el nombre de Sachs. En otras palabras, mientras yo esté aquí en Vermont escribiendo esta historia, ellos estarán atareados escribiendo su propia historia. Ésa será la mía, y una vez que la terminen, sabrán tanto de mí como yo mismo.
Mi mujer y mi hija volvieron a casa unas dos horas después de que se marcharan los hombres del FBI. Habían salido temprano aquella mañana para pasar el día con unos amigos y yo me alegré de que no estuviesen presentes durante la visita de Harris y Worthy. Mi mujer y yo compartimos casi todo, pero en este caso creo que no debo contarle lo sucedido. Iris siempre le ha tenido mucho cariño a Sachs, pero para ella yo soy lo primero, y si descubriera que estaba a punto de meterme en líos con el FBI a causa de él, haría todo lo que pudiera para impedírmelo. No puedo correr ese riesgo ahora. Aunque consiguiese convencerla de que estaba haciendo lo más adecuado, tardaría mucho tiempo en vencer su resistencia, y no puedo permitirme ese lujo, tengo que dedicar cada minuto a la tarea que me he impuesto. Además, aunque cediera, se preocuparía hasta ponerse enferma, y no veo cómo eso beneficiaría a nadie. De todas formas, al final se enterará de la verdad; cuando llegue el momento, todo saldrá a la luz. No es que quiera engañarla, sencillamente quiero ahorrarle disgustos mientras sea posible. Y no creo que vaya a ser excesivamente difícil. Al fin y al cabo, estoy aquí para escribir, y si Iris piensa que estoy entregado a mis viejas mañas en la cabañita todos los días, ¿qué daño puede haber en ello? Supondrá que estoy escribiendo mi nueva novela y cuando vea cuánto tiempo le dedico, cuánto avanzo en mis largas horas de trabajo, se sentirá feliz. Iris también es parte de la ecuación, y sin su felicidad no creo que yo tuviera el valor de empezar.
Éste es el segundo verano que paso en este lugar. En los viejos tiempos, cuando Sachs y su mujer venían aquí todos los años en julio y agosto, a veces me invitaban a visitarles, pero se trataba siempre de excursiones breves y en raras ocasiones me quedé más de tres o cuatro noches. Después de que Iris y yo nos casásemos hace nueve años, hicimos el viaje juntos varias veces y en una ocasión incluso ayudamos a Fanny y Ben a pintar la fachada de la casa. Los padres de Fanny compraron la finca durante la Depresión. Una época en que las granjas como éstas se podían adquirir por casi nada. Tenía más de cuarenta hectáreas y su propia alberca, y aunque la casa estaba deteriorada, era espaciosa y aireada por dentro, y sólo fueron necesarias unas pequeñas mejoras para hacerla habitable. Los Goodman eran maestros en Nueva York, y nunca pudieron permitirse el lujo de hacer muchos arreglos en la casa después de comprarla, así que durante todos estos años ha conservado su primitivo aspecto desolado: las camas de hierro, la estufa barriguda en la cocina, las paredes y los techos agrietados, los suelos pintados de gris. Sin embargo, en medio de este deterioro hay algo sólido, y sería difícil que alguien no se sintiera a gusto aquí. Para mí, el gran atractivo de la casa es su aislamiento. Se alza en lo alto de una pequeña montaña, a seis kilómetros del pueblo más cercano por un estrecho camino de tierra. Los inviernos deben de ser crudos en esta montaña, pero durante el verano todo está verde, los pájaros cantan a tu alrededor y los prados están inundados de flores silvestres: vellosillas naranja, tréboles rojos, culantrillos, ranúnculos. A unos treinta metros de la casa principal hay un sencillo edificio anexo que Sachs utilizaba como estudio siempre que estaba aquí. Es poco más que una cabaña, con tres habitaciones pequeñas, una cocinita y un cuarto de baño, y desde que unos vándalos la destrozaron hace doce o trece inviernos se ha ido deteriorando. Las cañerías se han roto, la electricidad está cortada, el linóleo se está despegando del suelo. Menciono estas cosas porque es aquí donde estoy ahora, sentado ante una mesa verde en medio de la habitación más grande, sosteniendo una pluma en la mano. Durante los años que le traté, Sachs pasó todos los veranos escribiendo en esta misma mesa, y ésta es la habitación donde le vi por última vez, donde me abrió su corazón y me reveló su terrible secreto. Si me concentro lo suficiente en el recuerdo de esa noche, casi puedo engañarme y pensar que todavía está aquí. Es como si sus palabras flotaran aún en el aire, como si todavía pudiese alargar la mano y tocarle. Fue una conversación larga y agotadora, y cuando finalmente la terminamos (a las cinco o las seis de la mañana), me hizo prometer que no permitiría que su secreto saliera de las paredes de esta habitación. Ésas fueron sus palabras exactas: que nada de lo que había dicho debía escapar de esta habitación. Por ahora podré mantener mi promesa. Hasta que llegue el momento de mostrar lo que he escrito aquí, puedo consolarme con el pensamiento de que no estoy rompiendo mi palabra.
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