Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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– Me acabas de dar la descripción de una buena persona. Pura y simplemente. Mi padre habla del hombre honrado. Betty Stolowitz emplea la palabra mensch. John utiliza los términos no es gilipollas. Es lo mismo.

– Puede. Pero a mí me gusta más Equipo Azul. Lo de equipo supone un vínculo entre los miembros, unos lazos de solidaridad. Si estás en el Equipo Azul, no tienes que explicar tus principios. Se ponen inmediatamente de manifiesto por la forma en que actúas.

– Pero la gente no siempre se comporta de la misma manera. Las personas son buenas en este preciso momento y dentro de un rato se vuelven malas. Cometen errores, Hay buenas personas que hacen cosas malas, Sid.

– Pues claro que sí. No estoy hablando de la perfección.

– Sí, precisamente. Estás hablando de gente que se cree mejor que sus semejantes, que se siente moralmente superior al común de los mortales. Apuesto a que tus amigos y tú teníais un saludo secreto, ¿a que sí? Para distinguiros de la chusma y de los tarados, ¿no es verdad? Para tener la seguridad de que poseíais un conocimiento especial al que los demás no podían acceder porque no eran lo bastante listos.

Joder, Grace. Sólo es una cosa sin importancia de hace veinte años. No hay por qué analizarlo ni interpretarlo de esa manera.

– Pero tú sigues creyendo en esas tonterías. Te lo noto en la voz.

– Yo no creo en nada. En estar vivo; en eso es en lo que creo. Vivir y estar contigo. Eso es lo único que existe para mí, Grace. No hay nada más, ni una sola cosa más en este puñetero mundo.

Era desalentador terminar así la conversación. Mi tentativa tan poco sutil de sacarla de su melancolía había dado resultado al principio, pero luego fui demasiado lejos, mencionando sin querer el tema menos adecuado, y se había vuelto contra mí con aquella denuncia tan cáustica. No era propio de ella hablar con tal beligerancia. Rara vez se molestaba por cuestiones de esa índole, y siempre que teníamos conversaciones de ese tipo (esos diálogos fluctuantes, sinuosos, que giran en torno a cualquier cosa, que pasan azarosamente de una asociación a otra), le hacían gracia las ideas que esgrimía frente a ella, sin tomarlas en serio ni ponerse a discutirlas, contenta con seguirme el juego y dejar que desgranara mis absurdas opiniones. Pero aquella noche no, no la noche del día en cuestión, y como de pronto se esforzaba de nuevo por contener las lágrimas, presa de la misma tristeza que la había invadido al principio del trayecto, me di cuenta de que estaba realmente afligida, de que no podía dejar de pensar en el desconocido problema que la atormentaba. Me habría gustado formularle un montón de preguntas, pero de nuevo me abstuve de hacerlo, sabiendo que no confiaría en mí hasta que se sintiera dispuesta a hablar; suponiendo que eso ocurriera alguna vez.

Para entonces ya habíamos pasado el puente y circulábamos por la calle Henry, una calzada estrecha, flanqueada de edificios sin ascensor, que llevaba de Brooklyn Heights a nuestra casa, en Cobble Hill, un poco más abajo de la Avenida Atlantic. No se trataba de algo personal, de eso estaba seguro. El pequeño arranque de Grace no era tanto una reacción contra mí como contra lo que yo había dicho: una chispa producida por una colisión accidental entre mis palabras y sus propias preocupaciones. Hay buenas personas que hacen cosas malas. ¿Había hecho Grace algo malo? Era imposible saberlo, pero alguien se sentía culpable de algo, resolví, y aun cuando mis palabras hubieran provocado las observaciones defensivas de Grace, estaba casi seguro de que el asunto no tenía nada que ver conmigo. Como para demostrar mi razonamiento, un momento después de cruzar la Avenida Atlantic y acometer el tramo final del trayecto Grace alargó el brazo, me puso la mano en la nuca, me atrajo hacia ella y apretó sus labios contra los míos, introduciendo despacio la lengua en un largo y provocador beso: un ósculo integral, como había dicho Trause.

– Hazme el amor esta noche -musitó-. En cuanto entremos por la puerta, arráncame la ropa y hazme el amor Párteme por la mitad, Sid.

Al día siguiente nos despertamos tarde, y no nos levantamos de la cama hasta las once y media o las doce. Una prima de Grace había venido a pasar el día a la ciudad, y habían quedado en encontrarse en el Guggenheim a las dos, para luego dirigirse al Metropolitan, donde pasarían unas horas viendo la colección permanente. Ver cuadros era la actividad preferida de Grace en los fines de semana, y a eso de la una salió de casa con cierta prisa y medianamente animada. [6]Me ofrecí a acompañarla al metro, pero ya se le estaba haciendo tarde y como la estación se encontraba a buena distancia de casa (había que ir hasta el final de la calle Montague), no quería que yo hiciera un esfuerzo excesivo caminando tantas manzanas a buen paso. La acompañé escaleras abajo y salimos a la calle, pero en la primera esquina nos despedimos y nos marchamos en direcciones opuestas. Grace se apresuró por la calle Court en dirección a los Heights, y yo recorrí tranquilamente unas cuantas manzanas hasta la confitería Landolfi's, donde compré un paquete de tabaco. A eso se redujo mi paseíto del día. Estaba ansioso por volver al cuaderno azul, de manera que en vez de dar mi caminata habitual por el barrio di media vuelta y me dirigí inmediatamente a casa. Diez minutos después me encontraba en el apartamento, sentado a la mesa de mi cuarto de trabajo al final del pasillo. Abrí el cuaderno, fui a la página donde lo había dejado el sábado y me puse a trabajar. No me molesté en leer lo que había escrito hasta entonces. Simplemente cogí la pluma y empecé a escribir. Bowen va en el avión, volando en plena noche hacia Kansas City. Tras la vorágine de gárgolas y alocadas carreras hacia el aeropuerto, una sensación de calma creciente, un sereno vacío en su interior. Bowen no se cuestiona lo que está haciendo. No se arrepiente, no reconsidera la decisión de marcharse de la ciudad y dejar su trabajo, no siente el menor remordimiento por abandonar a Eva. Es consciente de lo duro que será para ella, pero logra convencerse a sí mismo de que al final estará mejor sin él, de que una vez que se reponga del golpe de su desaparición, se le abrirá la posibilidad de empezar una nueva vida, mucho más satisfactoria. Una postura nada admirable ni simpática, pero Bowen está dominado por una idea, y esa idea es de tal amplitud, tan superior a sus mezquinas necesidades y obligaciones, que piensa que no tiene más remedio que plegarse a ella; aun a costa de comportarse de manera irresponsable, de hacer cosas que justo un día antes le habrían parecido repugnantes desde el punto de vista moral. «Los hombres morían por azar», según expresaba Hammett, «y vivían únicamente mientras la ciega casualidad los respetaba… Al ordenar sus asuntos con tan buen criterio, [Flitcraft] había ido en desacuerdo y no en armonía con la vida. Antes de que se hubiera alejado seis metros de donde se había desplomado la viga, comprendió que nunca volvería a estar en paz hasta haberse adaptado a aquel nuevo vislumbre de la vida. Cuando terminó el almuerzo, ya había encontrado la manera de conseguirlo. El azar de una viga caída podía poner fin a su vida: él cambiaría su vida mediante el azar de una simple huida.»

A mí no tenían que parecerme bien los actos de Bowen para escribir sobre ellos. Bowen era Flitcraft, y Flitcraft se había conducido de la misma manera con su mujer en la novela de Hammett. Ésa era la idea que servía de base a la historia, y yo no iba a incumplir el trato que había hecho conmigo mismo de no apartarme de esa premisa. Al mismo tiempo, comprendía que en todo aquello había algo más aparte de Bowen y de lo que le ocurre después de abordar el avión. También había que tener en cuenta a Eva, y por mucho que siguiera las aventuras de Nick en Kansas City, no haría justicia a la historia a menos que volviera a Nueva York y explorara lo que le estaba sucediendo a ella. Su destino era para mí tan importante como el de su marido. Bowen busca la indiferencia, la tranquila afirmación de las cosas tal como son, mientras que Eva, víctima de las circunstancias, está en guerra con esas mismas cosas, y desde el momento en que Nick no vuelve de su recado a la vuelta de la esquina, empieza a debatirse en un mar de emociones contradictorias: pánico y angustia, desesperación, cólera y pesar. Me entusiasmaba la idea de introducirme en aquel suplicio, de saber que podría describir esas pasiones y vivirlas con ella en los días venideros.

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