No pensaba mencionarlo al volver al cuarto de estar. Era un poco de locos, en cierto modo, demasiado extravagante y personal, y no quería dar a John la impresión de que había adquirido la costumbre de fisgonear en sus cosas. Pero al entrar en la habitación y verlo tumbado en el sofá, con la pierna en alto y mirando al techo con un tinte sombrío y derrotado en los ojos, cambié súbitamente de idea. Grace estaba abajo, en la cocina, fregando los platos y tirando a la basura los restos de la cena que nos habían traído del restaurante, así que me senté en la butaca que ella había ocupado antes y que por casualidad se encontraba justo a la derecha del sofá, a poco más de medio metro de la cabeza de John. Me preguntó si estaba mejor. Sí, respondí, mucho mejor, y entonces me incliné hacia él y le dije:
– Hoy me ha pasado una cosa de lo más extraña. Esta mañana, dando mi paseo de costumbre, he entrado en una papelería y me he comprado un cuaderno. Era un cuaderno tan exquisito, un objeto tan atractivo y tentador, que enseguida me han dado ganas de escribir. Y en cuanto he llegado a casa, me he sentado a la mesa y me he pasado dos horas y media escribiendo en él.
– Ésa es una buena noticia, Sidney -comentó John-. Has empezado a trabajar otra vez.
– El episodio de Flitcraft.
– Ah, mejor aún.
– Ya veremos. Hasta ahora no son más que notas para un borrador, nada del otro mundo. Pero el cuaderno parece haberme puesto las pilas, y estoy impaciente por utilizarlo mañana otra vez. Es azul oscuro, un tono muy bonito de azul, de tapa dura y con una tira de tela abarcando el lomo. Hecho ni más ni menos que en Portugal, figúrate.
– ¿En Portugal?
– No sé en qué ciudad. Pero en la contracubierta hay una etiquetita que dice MADE IN PORTUGAL.
– ¿Cómo demonios has encontrado en tu barrio una cosa así?
– Han abierto una papelería nueva, el Palacio de Papel. El dueño se llama Chang. Le quedan otros cuatro.
– Siempre que iba a Lisboa me compraba cuadernos de ésos. Son muy buenos. Muy sólidos. Una vez que se empieza a utilizarlos, no apetece escribir en otro papel.
– Hoy he tenido esa misma sensación. Espero que no signifique que vayan a crearme dependencia.
– Dependencia quizá sea una palabra un poco fuerte, pero es indudable que son sumamente tentadores. Ten cuidado, Sid. Hace años que los utilizo, y sé de lo que estoy hablando.
– Cualquiera que te oiga diría que son peligrosos.
– Depende de lo que escribas. Esos cuadernos son muy agradables, pero también pueden ser crueles, y tienes que estar atento para no perderte.
– Pues tú no pareces muy perdido; acabo de ver uno en tu mesa, cuando salía del baño.
– Compré un montón antes de volver a Nueva York. Lamentablemente, el que has visto es el último que me queda, y casi lo he terminado. No sabía que podían encontrarse en Estados Unidos. Estaba pensando en escribir al fabricante para encargarle unos cuantos.
– El dueño de la tienda me ha dicho que la fábrica ha cerrado.
– Menuda racha tengo. Pero no me sorprende. Al parecer no tienen mucha demanda.
– El lunes puedo comprarte uno, si quieres.
– ¿Queda alguno azul?
– Negro, rojo y marrón. Yo he comprado el último azul.
– Lástima. El azul es el único color que me gusta. Como la empresa ha dejado de existir, supongo que ahora tendré que contraer nuevos hábitos.
– Qué curioso, pero cuando los he visto esta mañana, me he ido derecho por el azul. Me atraía mucho, era como si no pudiera resistirlo. ¿Qué podrá significar eso, en tu opinión?
– No significa nada, Sid. Salvo que estás un poco ido de la cabeza. Y yo estoy tan chalado como tú. Escribimos libros, ¿no es verdad? ¿Qué otra cosa se puede esperar de gente como nosotros?
Las calles de Nueva York están siempre atestadas de gente los sábados por la noche, pero aquélla en particular el gentío era más denso que de costumbre, y entre una cosa y otra tardamos más de una hora en llegar a casa. Grace consiguió parar un taxi frente al portal de John, pero cuando subimos y le dijimos que íbamos a Brooklyn, el taxista alegó que tenía poca gasolina y no podía hacer la carrera. Empecé a montar un follón, pero Grace me cogió del brazo y con mucho tacto me hizo bajar del taxi. Después no volvió a aparecer ninguno, de manera que nos encaminamos a la Séptima Avenida, abriéndonos paso entre escandalosas pandillas de chavales borrachos y una media docena de mendigos trastornados. El Village vibraba de energía aquella noche, una cacofonía de manicomio que amenazaba con un estallido de violencia en cualquier momento, y me resultaba agotador avanzar entre aquel gentío, bien agarrado al brazo de Grace para mantener el equilibrio. Estuvimos más de diez minutos parados en la esquina de Barrow y la Séptima, y hasta que al fin nos paró un taxi, Grace llegó a disculparse unas seis veces por haberme obligado a salir del otro.
– Siento no haberte dejado que armaras un escándalo -confesó-. Es culpa mía. Lo que menos necesitas es estar parado en la calle con este frío, pero no me gusta discutir con gente estúpida. Es algo que me descompone.
Pero aquella noche Grace no estaba descompuesta únicamente por la estupidez de algunos taxistas. Momentos después de subir al segundo taxi, inexplicablemente, se puso a llorar. No con gran aparato, no con jadeantes prolongados sollozos, sino que el llanto se le empezó a agolpar en el rabillo de los ojos, y cuando paramos delante de un semáforo rojo en Clarkson y la luz de las farolas de la calle irrumpió en el interior del taxi, vi cómo refulgían sus lágrimas, que le inundaban los globos oculares como pequeñas lentes de aumento. Grace nunca se derrumbaba así. Nunca lloraba ni mostraba sus emociones, e incluso en los momentos de mayor tensión (durante mi enfermedad, por ejemplo, sobre todo en las primeras y desesperadas semanas de mi estancia en el hospital) parecía desplegar una capacidad innata para dominarse, para enfrentarse a las verdades más siniestras. Le pregunté lo que le pasaba, pero ella se limitó a sacudir la cabeza y volver la cara. Cuando la rodeé con el brazo y le repetí la pregunta, me apartó la mano con un brusco encogimiento de hombros; que era algo que nunca había hecho. No se trataba de un gesto realmente hostil, pero Grace tampoco solía comportarse así, y reconozco que me sentí un tanto dolido. Como no quería importunarla ni darle a entender que me había molestado su actitud, me retiré al otro extremo del asiento y esperé en silencio mientras el taxi avanzaba lentamente hacia el sur por la Séptima Avenida. Cuando llegamos al cruce de Canal con Varick, nos vimos atrapados durante varios minutos en un atasco. Era un embotellamiento monumental: coches y camiones que tocaban el claxon, los conductores gritándose tacos unos a otros, el caos neoyorquino en su más pura esencia. En medio de todo aquel jaleo y desconcierto, Grace se volvió bruscamente hacia mí y se disculpó.
– Es que John estaba tan descompuesto esta noche… -explicó-. Todos los hombres que quiero se están haciendo pedazos. Empieza a ser un poco difícil de sobrellevar.
No la creí. Yo iba mejorando, y no parecía muy convincente que Grace estuviera tan desalentada por la transitoria dolencia de John. Otra cosa la atormentaba, algún problema íntimo que no estaba dispuesta a compartir conmigo, pero yo sabía que si empezaba a insistir para que se desahogara, no haría sino empeorar las cosas. Le rodeé el hombro con el brazo y la atraje suavemente hacia mí. No ofreció resistencia esta vez. Sentí que relajaba los músculos y un momento después se acurrucaba contra mí y apoyaba la cabeza en mi pecho. Le puse la mano en la frente y empecé a acariciarle el pelo. Era un antiguo ritual nuestro, la expresión de una muda intimidad que seguía definiendo nuestra identidad de pareja, y como nunca me aburría de tocar a Grace, como nunca me cansaba de pasarle las manos por alguna parte del cuerpo, continué haciéndolo, repitiendo los gestos docenas de veces mientras nos abríamos camino hacia la parte oeste de Broadway y poco a poco nos acercábamos al puente de Brooklyn.
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