Media hora después de que el avión despega de La Guardia, Nick abre la cartera, saca el manuscrito de Sylvia Maxwell y empieza a leerlo. Ese era el tercer elemento de la narración que iba cobrando forma en mi cabeza, y resolví que debía presentarlo cuanto antes, incluso adelantándome al aterrizaje del avión en Kansas City. Primero, la historia de Nick; luego, la de Eva; y por último, el libro que Nick lee y continúa leyendo mientras las dos historias van desplegándose: la narración dentro de la narración. Al fin y al cabo, Nick es un hombre de letras, y por tanto sensible a la influencia de los libros. Poco a poco, gracias a la gran atención que presta a la prosa de Sylvia Maxwell, empieza a ver una relación entre lo que le pasa a él y la historia que se cuenta en la novela, como si de manera indirecta, muy metafórica, el libro le hablara de forma íntima sobre sus circunstancias del momento.
En ese momento yo sólo tenía una idea muy vaga de lo que pretendía que fuese La noche del oráculo, nada más que un titubeante y provisional esquema para un esbozo posterior. Aún había que resolver los detalles relativos a la trama, pero era consciente de que debía ser una breve novela filosófica sobre la predicción del futuro, una fábula acerca del tiempo. El protagonista se llama Lemuel Flagg, teniente inglés que se ha quedado ciego a consecuencia de una explosión de mortero en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Sangrando por las heridas, desorientado y aullando de dolor, camina sin rumbo, se aleja de la batalla y pierde el contacto con su regimiento. Avanzando a tientas, tropezando, sin saber dónde está, se adentra en el bosque de Las Ardenas hasta que acaba derrumbándose. Más tarde lo encuentran inconsciente dos niños franceses, un chico de once años y una chica de catorce, Francois y Geneviéve. Son huérfanos de guerra que viven solos en una cabaña abandonada en medio del bosque: auténticos personajes fantásticos en un escenario de puro cuento de hadas. Lo llevan a su morada, lo cuidan y hacen que recupere la salud, y cuando termina la guerra unos meses después, Flagg vuelve a Inglaterra llevándose a los niños con él. Es Geneviéve quien, rememorando el pasado en 1927, narra la historia de la extraña trayectoria y el suicidio final de su padre adoptivo. La ceguera ha conferido a Flagg el don de la profecía. Le dan súbitos ataques, cae en trance al suelo y empieza a agitar los brazos como un epiléptico. Los accesos le duran ocho o diez minutos, y durante todo ese tiempo la mente se le llena de imágenes del futuro. Los desvanecimientos le sobrevienen sin previo aviso, y nada puede hacer para evitarlos o controlarlos. Ese don es tanto una maldición como un regalo del cielo. Le depara riquezas e influencia, pero al mismo tiempo los ataques le causan un profundo dolor físico, por no hablar del padecimiento mental, ya que muchas de las visiones suministran a Flagg el conocimiento de cosas que preferiría no saber. El día que iba a morir su madre, por ejemplo, o el lugar donde ocurriría un accidente ferroviario en la India y en el que doscientas personas perderían la vida. Se esfuerza en llevar una existencia discreta con sus hijos, pero la asombrosa exactitud de sus predicciones (que van desde los pronósticos del tiempo hasta los resultados de elecciones parlamentarias, pasando por la clasificación de los equipos en competiciones internacionales de críquet) lo convierte en uno de los personajes más célebres de la Gran Bretaña de posguerra. Entonces, en el punto álgido de su fama, las cosas se le ponen feas en el amor, y su don acaba destruyéndolo. Se enamora de una mujer llamada Bettina Knott, y durante dos años ella le corresponde, hasta el punto de aceptar su proposición de matrimonio. Pero la víspera de la boda, por la noche, Flagg tiene otro de sus ataques. En él llega al conocimiento de que Bettina lo traicionará antes de que acabe el año. Sus predicciones nunca han sido erróneas, de modo que su matrimonio está condenado. La tragedia reside en la inocencia de Bettina, en que está absolutamente libre de culpa, pues aún no ha conocido al hombre con el que traicionará a su marido. Incapaz de afrontar el suplicio que le ha deparado el destino, Flagg se suicida clavándose un puñal en el corazón.
Aterriza el avión. Bowen vuelve a guardar en la cartera el manuscrito a medio leer, sale de la terminal y llama a un taxi. No sabe nada de Kansas City. Nunca ha estado allí, no conoce a nadie que viva a menos de ciento cincuenta kilómetros de esa ciudad y se vería en apuros para indicar su posición en el mapa. Dice al conductor que lo lleve al mejor hotel de la ciudad, y el taxista, un negro corpulento con el inverosímil nombre de Ed Victory, suelta una carcajada. Espero que no sea supersticioso, avisa.
¿Supersticioso?, repite Nick. ¿Y eso qué tiene que ver?
Usted quiere ir al mejor hotel, ¿no? Pues el mejor es el Hyatt Regency. No sé si lee usted los periódicos, pero hace un año se produjo allí una gran catástrofe. Las pasarelas colgantes se desprendieron del techo y cayeron al vestíbulo. Murieron más de cien personas.
Sí, lo recuerdo. Salió una foto en la primera página del New York Times.
Ya lo han vuelto a abrir, pero a algunos les da cierta aprensión alojarse allí. Si usted no es aprensivo ni supersticioso, ése es el hotel que le recomendaría.
De acuerdo, dice Nick. Al Hyatt. Hoy ya me ha fulminado un rayo. Si me quiere caer otro, ya sabe dónde encontrarme. [7]
Ed se echa a reír ante la respuesta de Nick y ambos prosiguen la conversación mientras van entrando en la ciudad. Resulta que Ed está a punto de jubilarse del taxi. Lleva treinta y cuatro años de taxista, y es su última noche de trabajo. Ése es su último turno, su última carrera del aeropuerto a la ciudad, y Bowen su último cliente: el último pasajero que subirá a su taxi. Nick le pregunta por la actividad que piensa ejercer ahora, y Edward M. Victory (pues ése es su nombre completo) se lleva la mano al bolsillo de la camisa, saca una tarjeta de visita y se la tiende a Nick. OFICINA DE PRESERVACIÓN HISTÓRICA, dice la tarjeta, con el nombre, dirección y número de teléfono de Ed en la parte de abajo. Nick está a punto de preguntarle lo que significan esas palabras, pero antes de que pueda formular la pregunta, el taxi para delante de la puerta del hotel y Ed alarga la mano para recibir el importe de la última carrera que hará en la vida. Bowen añade veinte dólares de propina, desea buena suerte al ya retirado taxista y, atravesando la puerta giratoria, entra en el vestíbulo del infortunado hotel.
Como dispone de poco dinero en efectivo y debe pagar con tarjeta de crédito, se registra con su nombre verdadero. Parece que hace apenas unos días que acaban de reconstruir el vestíbulo, y Nick no puede dejar de pensar que el hotel y él se encuentran más o menos en la misma situación: ambos tratan de olvidar el pasado, los dos intentan empezar una nueva vida. El luminoso edificio, con sus ascensores transparentes, gigantescas arañas de cristal y paredes de metal bruñido; y él, sin otra cosa que la ropa que lleva puesta, dos tarjetas de crédito en la billetera y una novela a medio leer en la cartera de piel. Hace un derroche y pide una suite, sube en el ascensor hasta la décima planta y no vuelve a aparecer hasta pasadas treinta y seis horas. Vestido únicamente con el albornoz del hotel, pide que le suban la comida a la habitación, pasa el tiempo de pie frente a la ventana, se mira en el espejo del cuarto de baño y lee el libro de Sylvia Maxwell. Lo termina esa primera noche antes de irse a la cama, y dedica todo el día siguiente a leerlo otra vez, y luego otra, y después una cuarta vez, devorando sus doscientas diecinueve páginas como si su vida dependiera de ello. La historia de Lemuel Flagg lo afecta profundamente, pero Bowen no lee La noche del oráculo porque ande en busca de emociones o entretenimiento, y tampoco se enfrasca en la novela con objeto de aplazar alguna decisión sobre el paso que debe dar a continuación. Ya sabe lo que tiene que hacer, y el libro es el único medio de que dispone para hacerlo. Debe entrenarse para no pensar en el pasado. Esa es la clave de toda la enloquecida aventura que empezó cuando la gárgola se estrelló contra la acera. Si ha perdido su vida anterior, debe comportarse como si acabara de nacer, vivir como si la carga del pasado no le pesara más que a un niño. Le asaltan los recuerdos, desde luego, pero ya no vienen al caso, no forman parte de la vida que acaba de empezar para él, y siempre que sus pensamientos lo llevan a su vida anterior en Nueva York -que se ha borrado, que ya no es más que una ilusión-, hace todo lo que está en su mano por apartar la vista del pasado y concentrarse en el presente. Por eso se dedica a leer el libro. Por eso no deja de leerlo. Tiene que alejarse de los engañosos recuerdos de una vida que ya no le pertenece, y como el manuscrito exige una entrega total para ser leído, una atención absoluta tanto física como mental, por fin llega a olvidarse de quién era cuando se pierde entre las páginas de la novela.
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