Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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Para entonces, ya hace mucho que Nick se ha marchado del hotel. Ha encontrado a Ed Victory, que vive en una pequeña habitación en el último piso de una pensión situada en una de las zonas más sórdidas de la ciudad, un barrio de la periferia lleno de almacenes abandonados y edificios calcinados. Los pocos transeúntes que se ven por la calle son negros, pero estamos en un lugar de horror y devastación, que no se parece en absoluto a los enclaves de pobreza negra que Nick ha conocido en otras ciudades norteamericanas. No se encuentra tanto en un gueto urbano como en un distrito del infierno, una tierra de nadie salpicada de botellas vacías, jeringuillas usadas y restos de coches despiezados y llenos de herrumbre. La pensión es la única estructura intacta de toda la manzana, sin duda el último resto de lo que había sido el vecindario ochenta o cien años atrás. En cualquier otra calle habría pasado por un edificio en ruinas, pero dadas las circunstancias casi resulta atractivo: una casa de tres pisos, con la pintura amarilla descascarillada, tejado y escalones combados y tablas de contrachapado clavadas transversalmente en cada una de las nueve ventanas de la fachada delantera.

Nick llama a la puerta, pero nadie responde. Vuelve a llamar y, unos momentos después, una mujer de edad vestida con un albornoz verde y una peluca barata de color caoba aparece frente a él; desconcertada y recelosa, le pregunta qué es lo que quiere. Ed, contesta Bowen, Ed Victory. He hablado con él por teléfono hace una hora. Me está esperando. Durante una interminable pausa, la mujer no dice nada. Mira a Nick de hito en hito, examinándolo como si fuera un ser de una especie inclasificable, bajando la vista para observar la cartera de piel que lleva en la mano y alzándola de nuevo hacia su rostro, para tratar de averiguar lo que hace un hombre blanco a la puerta de su casa. Nick se mete la mano en el bolsillo y saca la tarjeta de Ed, con ánimo de convencerla de que se encuentra allí por una causa justificada, pero la mujer está medio ciega, y cuando se inclina hacia delante para mirar la tarjeta, Nick comprende que no distingue las palabras. No estará metido en algún lío, ¿verdad?, pregunta ella. En absoluto, contesta Nick. No que yo sepa, en cualquier caso. ¿Y seguro que no es poli?, pregunta la mujer. He venido a buscar consejo, le explica Nick, y Ed es la única persona que me lo puede dar. Sigue otro largo silencio, y finalmente la mujer señala la escalera con el dedo. Tercero G, le informa, la puerta de la izquierda. Procure llamar fuerte. Ed suele dormir a esta hora del día, y no anda muy bien del oído.

La mujer sabe lo que dice, porque cuando Nick sube la escalera en penumbra y localiza la puerta de Ed Victory al fondo del pasillo, tiene que llamar diez o doce veces antes de que el taxista le diga que entre. Fuerte y corpulento, con los tirantes colgando y el pantalón desabrochado, el único conocido de Nick en Kansas City está sentado en la cama con una pistola en la mano y apuntando al corazón del visitante. Es la primera vez que amenazan a Bowen con una pistola, pero antes de que se asuste lo suficiente para salir de la habitación, Victory baja el arma y la deposita en la mesilla de noche.

Es usted, dice. El neoyorquino fulminado.

¿Espera jaleo?, pregunta Nick, sintiendo tardíamente el terror de una posible bala en el pecho, aun cuando ya haya pasado el peligro.

Son tiempos difíciles, contesta Ed, y éste es un sitio difícil. Toda prudencia es poca. Sobre todo para un viejo de sesenta y siete años, con las piernas no muy ágiles.

Nadie corre más deprisa que una bala, observa Nick.

Ed responde con un gruñido, luego invita a Bowen a tomar asiento, refiriéndose inesperadamente a un pasaje de Walden mientras hace un gesto hacia la única silla de la habitación. Thoreau decía que en su casa había tres sillas, explica Ed. Una para la soledad, dos para la amistad y tres para la sociedad. Yo sólo tengo una para la soledad. Si añadimos la cama, quizá tengamos dos para la amistad. Pero aquí no hay sociedad. He tenido tiempo de hartarme de eso en el taxi.

Bowen se sienta en la silla de madera de respaldo recto y echa una mirada por la pequeña y ordenada habitación. Le hace pensar en la celda de un monje o en el refugio de un ermitaño: un sitio anodino, espartano, sólo con lo estrictamente indispensable para vivir. Una cama individual, una cómoda, un hornillo, un frigorífico pequeño, una mesa y una estantería con unas docenas de libros, entre los cuales se ven ocho o diez diccionarios y una gastada Enciclopedia Collier en veinte volúmenes. La habitación representa un mundo de sobriedad, introspección y disciplina, y mientras Bowen vuelve a prestar atención a Victory, que lo observa tranquilamente desde la cama, percibe un último detalle que se le ha escapado hasta entonces. No hay cuadro alguno colgando de las paredes, ni fotografías ni objetos personales a la vista. El único adorno es un calendario clavado con una chincheta en la pared, encima del escritorio: de 1945, abierto en el mes de abril.

Estoy en un apuro, anuncia Bowen, y pensé que usted podría ayudarme.

Todo depende, contesta Ed, cogiendo un paquete de Pall Mall sin filtro de encima de la mesilla de noche. Enciende un cigarrillo con una cerilla de madera, da una larga calada e inmediatamente se pone a toser. Años de flemas atascadas repiquetean en el fondo de sus consumidos bronquios, y durante veinte segundos en la habitación sólo se oyen sus convulsivos espasmos. Cuando cede el ataque, Ed sonríe a Bowen y dice: Siempre que me preguntan por qué fumo digo que porque me gusta toser.

No quisiera molestarlo, prosigue Nick. A lo mejor no es buen momento.

No me molesta. Un tío me da veinte dólares de propina y un par de días después se presenta en mi casa y me dice que tiene problemas. Me pica la curiosidad.

Necesito trabajo. Cualquier clase de trabajo. Soy un buen mecánico de coches, y se me ocurrió que quizá tenga usted influencia en la compañía de taxis en la que trabajaba.

Un tío de Nueva York con una cartera de piel y un traje de buena calidad me dice que quiere ser mecánico. Da una propina excesiva a un taxista y luego declara que está en la ruina. Y ahora me dirá que no quiere contestar a mis preguntas. ¿Me equivoco, o no?

Nada de preguntas. Soy el hombre fulminado, ¿recuerda? Estoy muerto, y da lo mismo quién haya sido antes. Lo único que cuenta es el presente. Y en este momento lo que necesito es ganar un poco de dinero.

Los que llevan ese negocio son unos sinvergüenzas y unos estúpidos. Olvídese de eso, neoyorquino. Pero si está verdaderamente desesperado, quizá tenga algo para usted en la Oficina. Se necesitan espaldas robustas y buena cabeza para los números. Si cumple esos requisitos, está contratado. Con un sueldo decente. Podrán decir que parezco un indigente, pero tengo dinero a espuertas, tanto que no sé lo que hacer con él.

La Oficina de Preservación Histórica. Su empresa.

No es una empresa. Por sus características, se parece más a un museo, a un archivo privado.

Tengo buenas espaldas, y sé sumar y restar. ¿En qué consiste el trabajo de que me está hablando?

Estoy reorganizando el sistema. Por una parte está el tiempo, y por otra el espacio. Ésas son las dos únicas posibilidades. Ahora todo está clasificado por orden geográfico, espacial. Pero quiero cambiarlo todo y organizarlo por orden cronológico. Es la mejor solución, y lamento que no se me haya ocurrido antes. Habrá que levantar mucho peso, y mi cuerpo ya no está para esos trotes. Necesito un ayudante.

Y si le digo que estoy dispuesto a ser ese ayudante, ¿cuándo podría empezar?

Ahora mismo, si quiere. Sólo deje que me abroche los pantalones y se lo enseñaré. Luego ya me dirá si le interesa o no.

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