Doña Elena se puso a llorar de alegría. La pobre mujer estaba exhausta por la incertidumbre y el sufrimiento. Para celebrarlo, nos permitió ponernos una cucharada entera de azúcar en la malta.
– No entiendo qué quiere ese hombre… Insiste en que vayas a su despacho sola, que ha de tratar algo contigo. Y no quiere decir para qué, lo mismo pretende más dinero…
Albert James insistió en acompañar a Amelia a la cita con Agapito Gutiérrez, pero ella se negó.
– Tienes una entrevista con el embajador británico y no quiero que la cambies por mí.
– Es que no quiero dejarte sola.
– No te preocupes, ahora lo importante es que mi tío salga de la cárcel.
Aunque de mala gana, Albert James no tuvo más remedio que aceptar. Amelia estaba más nerviosa que su tía, y él no quería contribuir a alterar el difícil equilibrio en el que ella se mantenía desde el regreso a España. La pérdida de sus padres, la de su hijo, además de encontrar el país arrasado por la miseria, y lo que era peor, por el odio, habían hecho mella en su ánimo.
A primera hora de la tarde Amelia se despidió para ir al despacho de Agapito Gutiérrez, mientras que doña Elena nos ordenó a Edurne y a mí que la acompañáramos junto a Laura, Jesús y Antonietta hasta la cárcel, puesto que era día de visita y era posible que nos lleváramos la alegría de poder regresar con don Armando si el papel del indulto le había llegado al director de la prisión. Antes de salir telefoneó a Melita a Burgos para avisarla de que su padre iba a recobrar la libertad.
Lo que pasó aquella tarde en el despacho de Agapito Gutiérrez Amelia se lo contó a su prima Laura, pero yo que tenía el oído fino y que quería tanto a Amelia no me resistí a escuchar a través de la puerta.
En esta ocasión no tuvo que esperar a que la recibiera. Cuando llegó la secretaria, la misma pelirroja de la vez anterior, le guiñó un ojo y mientras la acompañaba al despacho de su jefe le susurró al oído:
– Cierra los ojos y piensa que es otro, aunque lo peor es el olor, ya verás cómo huele a sudor.
Agapito estaba sentado tras la enorme mesa de caoba y apenas la miró. Continuó leyendo unos papeles sin invitarla a sentarse. Al cabo de unos minutos se la quedó mirando fijamente.
– Ya sabes a lo que has venido. O pagas o tu tío no sale de la cárcel.
– Ya le dimos las cincuenta mil pesetas.
– Están esperando a que yo llame para enviar el papel del indulto, tú verás… -dijo encogiéndose de hombros.
– Llame.
– No, primero paga.
– Pagaré cuando llame, hasta que no le oiga decir que envíen el indulto…
– ¡No estás en condiciones de exigirme nada!
– Ahora nada tengo, de manera que nada perderé; sé lo que quiere y pagaré, pero cuando llame.
Agapito la miró con desprecio. Descolgó el auricular e hizo una llamada. Habló con un hombre que le confirmó que el indulto estaba firmado y se enviaría de inmediato a la prisión.
Cuando colgó el teléfono se quedó mirando de arriba abajo a Amelia.
– Desnúdate.
– No es necesario… -balbuceó ella.
– ¡Haz lo que te he dicho, zorra!
Se abalanzó sobre ella, la abofeteó hasta hacerla caer al suelo, le arrancó la ropa y, a continuación, la empujó hasta tenderla sobre la mesa de caoba, donde la violó.
Amelia opuso resistencia a la brutalidad del hombre, pero él parecía un loco que disfrutaba haciéndole daño. Cuando terminó con ella la volvió a empujar al suelo. Amelia se encogió tratando de ocultar su cuerpo a aquel desalmado.
– No me ha gustado, con esos gimoteos no he disfrutado. Ni siquiera sirves como zorra. Eres frígida.
Amelia se levantó y se vistió deprisa, temiendo que la volviera a golpear. Mientras, él se anudó la corbata y la insultó.
– ¿Puedo marcharme? -preguntó Amelia, temblando.
– Sí, márchate. No sé por qué me he molestado en sacar a tu tío de la cárcel; los rojos donde mejor están es en el cementerio.
Cuando Amelia volvió a casa, nosotros aún no habíamos llegado. Cuando lo hicimos, Laura la encontró metida en la bañera llorando. Allí le contó a su prima las vejaciones sufridas, el asco inmenso al sentir el aliento pegajoso de aquel hombre, los golpes recibidos que tanto le excitaran a él, las palabras soeces escuchadas; todo, todo lo que había sufrido lo fue desgranando ante su prima, que no supo cómo consolarla.
Laura obligó a Amelia a acostarse. Doña Elena no entendía lo que sucedía, o acaso no quería saberlo puesto que el rostro de Amelia evidenciaba los golpes recibidos. Nerviosa, no dejó de parlotear anunciando que al día siguiente su marido saldría de la cárcel, tal y como nos habían confirmado esa misma tarde. A Laura y a Antonietta les ordenó que ayudaran a Edurne a limpiar la casa, para que don Armando lo encontrara todo como antes de la guerra.
Amelia no quiso levantarse para cenar y cuando Albert James insistió en verla y hablar con ella, Laura le pidió que la dejara descansar hasta el día siguiente. Doña Elena nos mandó a todos a la cama para ahorrar en luz, y James se dirigió a la habitación de Amelia y llamó suavemente con los nudillos. Yo le oí y salté de la cama dispuesto a averiguar si Amelia le iba a contar lo sucedido.
Escuché los sollozos de Amelia y las palabras de James intentando consolarla. Le contó lo que había hecho para salvar a su tío y él se reprochó no haber ido con ella y haberse enfrentado con aquel cerdo. Juró que al día siguiente iría a ajustar cuentas con aquel sinvergüenza, pero Amelia le suplicó que no lo hiciera porque eso pondría en peligro a su familia. Luego no quise escuchar más, me parece que él la abrazó para confortarla y que aquel abrazo fue el preludio para que días más tarde se convirtieran en amantes.
Don Armando salió de la cárcel a primera hora de la mañana del 10 de junio. Doña Elena le esperaba emocionada y cuando lo tuvo delante se fundieron en un abrazo a las puertas de la prisión. Ella llorando, él conteniendo las lágrimas.
Les esperamos en casa. Laura nerviosa e impaciente; Antonietta alegre como siempre, aunque aquellos días parecía un poco más débil.
Laura se tiró a los brazos de su padre, que la abrazó emocionado. Luego le tocó el turno a Jesús, después a Antonietta, y a Amelia, y a Albert James, al que le agradeció que hubiera conseguido las cincuenta mil pesetas.
– Tiene usted en mí más que a un amigo, porque le debo la vida. Usted no me conocía de nada y ha pagado por mi liberación, nunca sabré cómo agradecérselo. Tenga por seguro que se lo devolveré; necesitaré tiempo, pero lo haré. Espero poder volver a ejercer como abogado y si no trabajaré de lo que sea con tal de sacar adelante a mi familia y pagar mi deuda.
Los primeros días de la liberación fueron de euforia. Melita, la hija mayor de don Armando y doña Elena, viajó desde Burgos con su marido, Rodrigo Losada, y su hija Isabel para celebrar la liberación de su padre. La familia se sentía feliz, y la pequeña Isabel se convirtió en el centro de las atenciones de todos. Sólo Amelia no lograba salir del abatimiento en que estaba sumida desde su llegada a España.
Don Armando disfrutaba de cada momento y se regocijaba por haber vuelto a comer «como un ser humano» mientras saboreaba las patatas cocidas con tocino o las lentejas estofadas.
– En la cárcel comíamos habas con gusanos -nos contaba riendo-, flotaban sobre el caldo, y no os diré a qué saben los gusanos, pobrecitas, mejor que no lo sepáis.
Albert James había enviado a Edurne con dinero en busca de provisiones para celebrar la vuelta a la vida de don Armando. No es que hubiera mucho, pero, aunque a precios muy elevados, en el mercado negro siempre se encontraba algo.
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