La pobre mujer no me reconoció y se puso a llorar cuando Amelia le explicó quién era yo.
– ¡Usted era la señorita amiga de mi Lola! ¿Y éste es mi nieto? ¡Qué alto está! ¿Dónde está tu madre? Hace meses que no sé nada de ella, espero que no la hayan fusilado; los nacionales fusilan a todo el mundo. Claro que los revolucionarios no se han quedado cortos. Se lo dije a Lola: no puedo perdonar que mataran mi único sobrino, al Pepe, por ser del POUM. Ya ve usted: revolucionarios matando a revolucionarios ¿dónde se ha visto eso? Lola odiaba al POUM, decía que eran unos traidores.
La buena mujer se comprometió a hacerse cargo de mí en cuanto saliera del hospital.
– Soy vieja y estoy enferma, pero haré por mi nieto lo que sea necesario.
Doña Elena pareció resignada a que me quedara con ellas hasta que mi abuela Dolores saliera del hospital, sobre todo cuando Albert James aseguró que pagaría también por mi manutención mientras estuviéramos en la casa.
Al día siguiente por la mañana, Albert James acompañó a doña Elena, a Laura, a Amelia y a Jesús a la cárcel para visitar a don Armando.
James quería ver de cerca una cárcel española, y esperaba que no pusieran grandes inconvenientes a su presencia.
Tuvo que sobornar a un par de funcionarios para que les dejaran entrar a todos al largo pasillo, donde separados por unas rejas, familiares y presos disponían de unos minutos para verse. Don Armando se emocionó al ver a Amelia. Tío y sobrina no pudieron reprimir las lágrimas lamentándose de la pérdida del padre de Amelia, Don Juan, y de su madre, doña Teresa.
– ¡Es horrible, tío! Papá, mamá, la abuela Margot, la tía Lily… y tantas personas de la familia que hemos perdido. Aún no sé cómo voy a soportarlo -dijo llorando Amelia.
– Saldremos adelante, tu padre se mantuvo fuerte hasta el último momento, y cuando se lo llevaban me pidió que os besara de su parte y os dijera cuánto os quería a Antonietta y a ti.
– ¿Crees que me perdonó?
– Desde luego que sí, tu padre te quería muchísimo y aunque nunca entendió lo que hiciste, te perdonó. Sobre todo lamentaba que hubieras dejado a tu hijo, ésa fue siempre una pena que tuvo. Le dolía tanto no poder disfrutar de su único nieto…
Don Armando les contó la incertidumbre y el miedo que sentían todos los que estaban allí presos.
– Todos los días se llevan gente para fusilar… y a veces pierdes la esperanza de que llegue el indulto. ¿Cuántas cartas habéis escrito pidiendo clemencia?
– Papá, no nos vamos a rendir -respondió Laura.
– No, no nos rendiremos ni cuando estemos muertos -respondió resignado don Armando.
– Mañana iremos a ver a los Herrera. Pedro Herrera era amigo tuyo, fuiste su abogado y le ganaste un caso importante, ¿recuerdas? Pues ahora es un hombre con influencias cerca de Franco, parece que tiene un sobrino coronel en el Cuartel General del Ejército y un cuñado que es un alto cargo de Falange. Y a él mismo le va bien, creo que ya está haciendo negocios con el nuevo Gobierno. Me presenté en su casa y hablé con su mujer, Manta, y me prometió interceder ante su marido. Ella ha cumplido porque ayer me mandó recado de que nos recibe mañana a partir de las ocho de la tarde, que es cuando él regresa de trabajar. Ya verás como conseguimos algo -contó doña Elena.
Desolada al salir de la cárcel, Amelia acompañó a Albert James a las entrevistas que tenía concertadas para sus reportajes. No regresaron a casa de doña Elena hasta la noche. Para entonces yo ya había encontrado en Edurne la protección que hasta entonces me había brindado Amelia. Edurne me consolaba diciéndome que mi madre era una mujer valiente y que yo no debía olvidarla nunca. También hice buenas migas con Jesús; teníamos más o menos la misma edad, y aunque él era un chico tímido y procuraba pasar inadvertido, pronto descubrí que tenía mucho sentido del humor.
Dos días después de estar instalados en casa de doña Elena, Edurne regresó muy agitada de la calle.
– Águeda me ha dicho que vayamos esta tarde a eso de las cinco a la puerta principal de los Jardines del Retiro, que ella estará por allí paseando con Javier. También me ha dicho que a Santiago le van a soltar, que es cuestión de días. Se lo ha escuchado decir a don Manuel, que al parecer tiene amigos bien situados cerca de Franco.
Amelia lloró al saber que iba a poder ver a su hijo. Doña Elena decidió que Laura, Antonietta, Jesús, Edurne y yo debíamos acompañarla. Temía la reacción de Amelia cuando se encontrara con el niño.
A las cinco en punto estábamos en la puerta principal de los Jardines del Retiro. Esperamos impacientes hasta que media hora más tarde vimos a Águeda con Javier cogido de la mano.
Laura intentó detener a Amelia pero ella corrió hacia el niño y le abrazó llorando. No dejaba de besarle y el pequeño se asustó y comenzó a llorar.
– ¡Por favor señora, déjele! -pidió Águeda, asustada de que algún conocido viera la escena, y sobre todo de que Javier le contara a sus abuelos que una señora le había besado y apretado hasta hacerle llorar.
Pero Amelia no escuchaba, apretaba a Javier y le llenaba de besos.
– ¡Mi niño! ¡Mi niño! ¡Pero qué guapo estás! ¿Te acuerdas de mamá? No, pobrecito mío, cómo vas a acordarte. Pero yo te quiero tanto, hijo mío…
Con ayuda de Antonietta, Laura logró arrancar a Javier de los brazos de su madre y devolvérselo a Águeda.
– ¡Ay, señora lo que va a pasar sin don Manuel y doña Blanca se enteran! -se lamentó Águeda.
– ¡Pero soy su madre! No pueden negarme a mi hijo -respondió llorando Amelia.
Javier, asustado no paró de llorar.
– Lo mejor es que se vayan. Ya le volverán a ver otro día, pero ahora me lo llevo a pasear para que se tranquilice -añadió la mujer, que estaba francamente asustada.
Entre su prima Laura y Antonietta lograron alejar a Amelia de Águeda y del niño, que corrió asustado calle arriba.
Amelia no cesaba de llorar y no atendía a las palabras de consuelo de su prima y de su hermana. Edurne, Jesús y yo permanecimos callados, sin saber qué hacer ni qué decir.
Cuando regresamos a casa de doña Elena, Antonietta obligó a su hermana a tomarse una tila bien cargada, pero ni eso logró aplacarla, tanto era su dolor. Sólo Albert James fue capaz de hacerla reaccionar. El solía tratarla con cierta distancia recordándole que estaban en Madrid para trabajar y que no se podía dejar abatir por las circunstancias. En aquel entonces yo le juzgaba como un hombre duro, sin corazón; ahora entiendo que su aparente rudeza despertaba en Amelia el miedo a quedarse sin trabajo, y eso le movía a reaccionar porque no se lo podía permitir, ni por ella, ni por Antonietta, ni por el resto de su familia.
Un ejemplo fue la decisión de Albert James de asistir al desfile que Franco había organizado para aquel 19 de mayo, pese a las protestas de Amelia.
– Yo estoy aquí para trabajar, y tú también -le recordó.
Amelia entonces calló, consciente que lo preciado que era para ella, y para todos nosotros, el dinero que recibía por su trabajo como traductora y secretaria del periodista.
El 19 de mayo fuimos todos al desfile. La decisión la tomó doña Elena, temerosa de que algún vecino denunciara que se habían quedado en casa en vez de mostrar su adhesión al Caudillo, como ya se le llamaba a Franco. Fuimos a regañadientes; yo, aunque era un adolescente, odiaba a Franco con todas mis fuerzas porque me había dejado perdido en el mundo, de manera que al igual que Amelia, Laura y Edurne, protesté, hasta que doña Elena, con la ayuda de Albert James, nos ordenó callar.
El Paseo de Recoletos, por donde iba a pasar el desfile, no estaba lejos de la casa, de manera que fuimos andando y con tiempo suficiente para coger sitio.
Читать дальше