Lo último que esperaban tanto Max von Schumann como Amelia Garayoa era encontrarse en aquella discreta y exclusiva cena en casa de Paul James.
– ¡Amelia, qué alegría! Permite que te presente a mi esposa Ludovica, la baronesa Von Waldheim. Ludovica, ésta es Amelia, ya te he hablado de ella; nos conocimos en Buenos Aires en casa de mis amigos, los Hertz.
Ludovica estrechó la mano de Amelia y a nadie se le escapó que las dos mujeres se midieron con la mirada. Ambas rubias, delgadas, elegantes, de ojos claros y muy bellas… parecían dos valkirias.
Si para Albert fue una sorpresa que Amelia conociera al alemán, mucho más lo fue para su tío Paul James.
Max von Schumann estaba en Londres con un cometido secreto: intentar convencer al Gobierno británico para que cortaran las alas a Hitler. Von Schumann representaba a un grupo de oposición al nazismo integrado por algunos intelectuales, activistas cristianos y unos pocos militares que llevaban tiempo intentando sin éxito que las potencias occidentales dejaran de contemporizar con Hitler y asumieran que representaba un peligro para la paz en Europa. El grupo no era muy numeroso pero sí muy activo, y en uno de sus últimos y desesperados intentos por conseguir la atención de Gran Bretaña había enviado a Von Schumann a Londres.
Max von Schumann era militar y pertenecía al cuerpo médico del Ejército, lo que añadía un valor sustancial al hecho de que estuviera allí.
Amelia presentó a Albert a Max y a su esposa Ludovica, y durante un rato los cuatro intercambiaron generalidades. A todos se les hizo evidente que Schumann buscaba la oportunidad de conversar a solas con Amelia, pero Ludovica no estaba dispuesta a facilitar a su marido semejante ocasión.
Paul James se dio cuenta enseguida de las cualidades de Amelia, y aunque no dijo nada en aquel momento, sí pensó que la española podía ser de gran utilidad en el futuro si al final se declaraba la guerra, tal y como él estaba convencido que sucedería.
– Albert, ¿qué planes tienes? -preguntó lord Paul James a su sobrino.
– Por lo pronto, escribir unos cuantos reportajes sobre España, y después ir a ver a mis padres a Irlanda. Quiero que conozcan a Amelia.
– ¿Puedo preguntarte si estáis comprometidos?
Albert carraspeó incómodo, pero decidió decir la verdad a su tío.
– Amelia está casada, separada de su marido, y me temo que por el momento no podemos formalizar nuestro compromiso. Pero estoy enamorado de ella. Es una mujer especial: fuerte, inteligente, decidida… Ha tenido que superar situaciones terribles, si hubieras visto lo que fue capaz de hacer en la Unión Soviética por salvar de la muerte a un hombre… A su padre lo fusilaron los franquistas, y ha perdido algunos de sus familiares en la guerra… En fin, no ha tenido una vida fácil.
– Tu madre se llevará un disgusto, ya sabes que quiere verte casado… y, bueno, mejor que te lo diga: ha invitado a lady Mary y a sus padres a pasar las vacaciones en Irlanda. Por lo que sé, parten mañana de Londres camino de vuestra casa.
Paul James no podía haber dado peor noticia a su sobrino, aunque en ese momento lo que menos le preocupaba eran los contratiempos sentimentales de Albert. Convencido de que la guerra era inminente, tenía planes en los que esperaba contar con Albert.
– Después de las vacaciones, ¿tienes previsto ir a algún otro lado? -le preguntó.
– Quizá a Alemania, me gustaría ver de cerca lo que está haciendo Hitler.
– ¡Excelente! Me alegro de que vayas a Alemania.
– ¿Porqué, tío?
– Porque por más que en el ministerio se empeñen en no ver la realidad, la guerra es inminente. Lord Halifax parece tener una fe ciega en los informes de sir Neville Henderson, nuestro embajador en Berlín, y no te oculto que éstos son demasiado complacientes para con Hitler. Chamberlain ha dedicado demasiado tiempo a apaciguar a Hitler como para aceptar que la guerra es inevitable.
– Y todo esto, ¿qué tiene que ver conmigo? -preguntó Albert con desconfianza.
– Tú naciste en Estados Unidos aunque en realidad seas irlandés, pero en estos momentos tener un pasaporte norteamericano puede ser muy útil…
– No sé en qué estás pensando pero no cuentes conmigo. Soy periodista y nunca me dejaré enredar en tus manejos de espionaje.
– Yo nunca te lo he pedido y no lo haría si las circunstancias no fueran excepcionales. Dentro de poco todos tendremos que elegir; no nos será posible cruzarnos de brazos y declararnos neutrales. Tú tampoco podrás, Albert, por más que quieras no podrás. Estados Unidos también tendrá que elegir, es cuestión tic tiempo.
– Tío Paul, te encuentro muy pesimista.
– En mi oficio es peligroso engañarse a uno mismo. Eso lo dejamos para los políticos.
– En cualquier caso, no cuentes conmigo para nada de lo que se te haya ocurrido. Yo me tomo tan en serio mi profesión como tú la tuya.
– No lo dudo, mi querido Albert, pero por desgracia estoy seguro de que volveremos a hablar sobre todo esto.
En otro momento de la velada, Max von Schumann encontró la ansiada ocasión para hablar con Amelia. La esposa de Paul James, lady Anne, retuvo a Ludovica en una conversación con otra señora, y la baronesa no encontró la manera de dejar a sus interlocutoras sin llamar la atención.
– Te encuentro cambiada, Amelia.
– La vida no pasa en balde.
– ¿Albert James es tu…?
– ¿Mi amante? Sí, lo es.
– Perdona, no he querido molestarte.
– No me molestas, Max. ¿De qué otra manera se puede describir mi relación con Albert? Soy una mujer casada, de manera que si estoy con otro hombre es que éste es mi amante.
– Te ruego que me disculpes, sólo quería saber cómo estabas. No he dejado de recordarte desde que nos conocimos en Buenos Aires. Pedí a Martin y a Gloria Hertz que me hablaran de ti, pero en sus cartas no han dejado de reiterar que te fuiste con Pierre a un congreso de intelectuales en Moscú y que no regresaste. Gloria me escribió para contarme que el padre de Pierre había ido a Buenos Aires para cerrar la librería y hacerse cargo de las pertenencias de su hijo, y que de ti, no quiso darles razón. No sé si debo preguntarte por Pierre…
– Lo mataron en Moscú.
Max no supo qué decir ante la noticia de la muerte de Pierre. La mujer que tenía delante en nada se parecía a la muchachita desvalida que había creído conocer en Argentina.
– Lo siento.
– Gracias.
Parecían no saber que más decirse. Max estaba incómodo porque sentía las miradas inquisitivas de su esposa, y en cuanto a Amelia, era de suponer que se sentía decepcionada, quizá herida por haber encontrado a Max casado. No es que ella esperara que él permaneciera fiel a su recuerdo y hubiese roto su compromiso con Ludovica, pero una cosa era saberlo y otra muy distinta verlo con sus propios ojos.
– ¿Estarás mucho tiempo en Londres? -quiso saber él.
– No lo sé, acabamos de llegar. Es Albert quien lo decidirá. Además de ser su amante trabajo para él, soy su ayudante, su secretaria, hago de todo un poco. El me salvó, lo hizo en Moscú, en París, en Madrid; siempre ha estado cerca cuando le he necesitado y sin pedirle nada siempre me ha tendido la mano.
– Le envidio por eso.
– ¿De verdad? ¿Sabes, Max?, te eché mucho de menos cuando te fuiste y al principio soñaba con que algún día nos volveríamos a encontrar. Luego en Moscú dejé de soñar para siempre. Aprendí a no pensar más que en el minuto en que estaba viviendo.
– Has sufrido mucho…
Amelia se encogió de hombros en un gesto que quería ser de indiferencia.
– Me gustaría volver a verte -le dijo él.
– ¿Para qué?
– Para hablar, para… No me hagas sentirme como un adolescente, ¿tan difícil es entender que me importas?
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