Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Herr Helmut se quedó anonadado al escuchar el relato de las desgracias sufridas por la familia Garayoa. No sabía qué palabras utilizar para expresar su pesar. Amelia le pidió que le informara sobre los Wassermann.

– Poco le puedo decir, lo mismo que le conté al padre de usted, don Juan. Desde la llegada de Hitler al poder se puso en marcha una política antijudía. Usted era muy niña para recordarlo, pero en 1933 se proclamó el primer boicot contra los judíos alemanes y hubo cientos de piquetes formados por nazis que se plantaron delante de los comercios y empresas propiedad de ciudadanos hebreos. Luego se les empezó a privar de sus derechos legales y civiles, y con las más variadas excusas a robarles cuanto tenían. Les expulsaron de los empleos públicos, de la carrera judicial, de los hospitales, de las universidades, de los teatros, de los periódicos… Algunos optaron por marcharse, pero la mayoría, como herr Itzhak se resistieron a hacerlo. Eran alemanes, ¿por qué tenían que dejar su país? Luego vinieron las Leyes de Nuremberg… Al principio el gobierno nacionalsocialista prefería que los judíos se marcharan para así quedarse con todos sus bienes, pero ya sabe lo que pasó, que muchos países no quisieron acogerles y así hemos llegado a la situación actual: arrestos en masa, destrucción de las sinagogas, expropiación de bienes, supresión de los pasaportes… A su padre y a herr Itzhak les expropiaron su negocio. No sé si su padre se lo contó, pero a finales de 1935 hicieron una inspección a la empresa y dijeron que había alteraciones contables. No era verdad, se lo juro, yo era quien llevaba las cuentas, y le aseguro que todas cuadraban. Pero no hubo manera de defenderse de las acusaciones que hicieron y tanto herr Itzhak como su padre perdieron la empresa. Sé que eso supuso un gran revés para ellos.

– Sí, todo eso lo sé, herr Helmut, y lo que quiero saber es qué ha sido de los Wassermann -insistió Amelia.

– ¿Ha oído hablar de la Noche de los Cristales Rotos?

– Sí, claro que sí.

– No imagina cuántos judíos han sido encarcelados desde entonces. Los llevan a campos de trabajo y una vez están allí no hay manera de saber nada de ellos.

– ¡Por favor, dígame dónde están los Wassermann!

– No lo sé, no lo sé bien. Herr Itzhak consiguió enviar a Yla fuera de Alemania, creo que con unos familiares de frau Judith en Estados Unidos. Yla no quería marcharse, pero herr Itzhak y frau Judith se mostraron firmes, no querían que ella continuara sufriendo las humillaciones que estaban padeciendo todos los judíos alemanes. Pero ellos se quedaron aquí, creyendo que el país recobraría la cordura, que Hitler era sólo un mal sueño, que los judíos volverían a ser considerados buenos alemanes… Malvivieron con lo poco que les quedó, yo les ayudé cuanto pude y un día… bueno, herr Itzhak desapareció; frau Judith casi enloqueció cuando logramos enterarnos de que se lo habían llevado a un campo de trabajo.

– ¿Y ella dónde está?

– También se la han llevado.

Amelia rompió a llorar. Herr Helmut se quedó callado contemplándola, sin saber qué hacer.

– ¡Por favor Amelia cálmate!, podemos intentar averiguar dónde se encuentran y quién sabe si hacer algo por ellos -dijo Albert, intentando consolarla.

– Al menos fräulein Yla está bien. Sé que escribió a sus padres cuando llegó a Nueva York.

El hombre les aseguró que no sabía la dirección de la familia de frau Judith en Nueva York, pero en medio de tanta desgracia, a Amelia le tranquilizó saber que su amiga de la infancia estaba a salvo.

– ¿Qué ha sido de la fábrica y de la empresa? -quiso saber Amelia.

– La confiscaron; durante un tiempo me dejaron estar al frente de la fábrica, luego dijeron que pertenecía al estado y ahora está en manos de un miembro del Partido Nazi. Pero pude rescatar parte de la maquinaria, por eso escribí a su padre. No sabía qué debía de hacer con ellas.

– Pero ¿aún sirven para algo? -preguntó Amelia, asombrada.

– Eran buenas máquinas, señorita, y se me ocurrió que como no podía venderlas al menos podría alquilarlas; eso es lo que he hecho con un telar: se lo alquilé a un pequeño fabricante de camisetas. En cuanto a las máquinas de coser, se las he alquilado a una familia que con ellas ha montado un taller y confeccionan ropa para las tiendas. No es que las ganancias sean muchas, lo sé porque les llevo la contabilidad, pero ahí están, por si algún día aparece herr Itzhak o… bueno, su padre ya está muerto… Claro que… usted es su hija, tiene derecho a una parte de ese dinero.

– ¿Y usted, ahora, en qué trabaja? -preguntó Albert.

– Me gano la vida como puedo. Llevo la contabilidad de la fábrica de camisetas y del taller de confección; no gano mucho, lo suficiente para que mi mujer y yo podamos vivir. Y cuido de que se mantengan en buen estado las máquinas de Don Juan y herr Itzhak. Mi hijo mayor está casado y hace años ingresó en el Ejército; no necesita nada de nosotros.

El señor Keller insistió en que Amelia debía ser depositaría de parte de las ganancias producidas por el alquiler de las máquinas.

Al principio ella se resistió pero terminó aceptando.

– Ese dinero es de su padre, por tanto a usted le corresponde administrarlo como crea conveniente. Le entregaré los libros de contabilidad.

5

De nuevo Amelia fue de gran ayuda a Albert por su dominio del alemán.

– ¡Menuda suerte que tengas tanta facilidad para los idiomas!

– No es eso, si hablo francés es porque mi abuela paterna, la abuela Margot, era de Biarritz; en cuanto al alemán ya te he contado que cuando era pequeña pasé algunos veranos aquí invitada por los Wassermann. Su hija Yla tiene mi misma edad. Mi padre se empeñó en que Antonietta y yo aprendiéramos alemán y algo de inglés, que, como bien sabes, es lo que peor hablo.

– De ninguna manera, te manejas con soltura en inglés aunque te falte vocabulario. Ya sé lo que vamos a hacer, en vez de seguir hablando francés entre nosotros de ahora en adelante lo haremos en inglés y así practicas.

Así lo hicieron. Para Albert James resultó evidente que Alemania se preparaba para la guerra y que la amenaza de Hitler a Polonia no era una más de sus bravuconadas.

Berlín estaba alegre y agitada, pero era una alegría histérica, apreciable a simple vista.

A pesar de las protestas de Amelia, Albert insistió en telefonear a Max von Schumann. Como periodista le interesaba conocer las opiniones del barón en su calidad de militar. Albert no parecía sospechar que entre Amelia y Max había existido en el pasado un sentimiento al que las circunstancias habían impedido aflorar.

Max von Schumann invitó a la pareja a cenar en su residencia, situada en el corazón de la ciudad.

La casa tenía dos plantas y estaba rodeada de un frondoso jardín. Un mayordomo les abrió la puerta y les condujo a la biblioteca donde les esperaban Max y Ludovica.

– Me alegro de que estén aquí, aunque dadas las circunstancias quizá no sea el mejor momento para venir a Alemania…

– ¡Vamos, querido, no alarmes a nuestros invitados! -le interrumpió Ludovica.

– La verdad es que Berlín me ha sorprendido -confesó Albert.

– Es imposible no amar esta ciudad -afirmó Ludovica.

– ¿Cree que Hitler cumplirá con la amenaza de invadir Polonia? -quiso saber Albert.

Max carraspeó incómodo y evitó responder a la pregunta, pero a Albert no se le escapó la mirada que el barón cruzó con su esposa.

Y en esa mirada fugaz pudo leer que la amenaza de Hitler de invadir Polonia iba a hacerse realidad.

Albert confesó que había leído algunos de los discursos de Hitler y le resultaba un misterio que los alemanes se dejaran embaucar por el Führer.

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