De manera que Amelia tragó saliva y se despreció a sí misma por no dejar escapar las palabras que sentía.
– Hija, es mejor que te quedes aquí, es lo que a Pierre le gustaría. Y no te preocupes por nosotros, no nos causas ningún trastorno -dijo tía Irina.
– Se lo agradezco, y dadas las circunstancias, teniendo en cuenta que estoy trabajando, contribuiré a los gastos de la casa.
– Por eso no te preocupes -señaló tío Giorgi.
– Amelia tiene razón, debe ayudar, para eso trabaja. Sabes, querida, me parece que eres más lista de lo que das a entender a primera vista -sentenció Anushka.
Tras la falta de Pierre los días comenzaron a hacerse eternos. Amelia aprendió a disimular sus sentimientos, a fingir ante Mijaíl y Anushka. Nunca daba su opinión en ninguna de las discusiones que entablaban Irina y Giorgi con su hijo Mijaíl. Se mantenía distante, como si no le interesara nada de lo que sucedía a su alrededor. También evitaba caer en las provocaciones de Anushka, que parecía no fiarse de ella.
Una semana más tarde volvió a reunirse con Iván Vasiliev. Éste parecía más inquieto que en la ocasión anterior.
– He venido temiendo que usted intentara ponerse en contacto conmigo, pero he de decirle que no nos veremos más, creo que la vigilan, y puede que a mí también.
– ¿Cómo lo sabe?
– ¿Se olvida que trabajo en la Lubianka? Tengo amigos, escucho conversaciones, leo algún que otro documento… Hace unos días pidieron su expediente, puede que Pierre les haya dicho algo sobre usted.
– No tiene nada que decir, yo nunca he estado al tanto de sus actividades, me enteré por casualidad de que era un agente.
– En la Lubianka la gente es capaz de confesar cualquier cosa.
– Dígame, ¿qué sabe de Pierre?
– Poco más de lo que le dije la semana pasada. Lo interrogan, lo llevan a la celda, lo vuelven a interrogar… Así, hasta que les diga lo que quieren.
– No puede decir lo que no sabe. Krisov no le dijo dónde pensaba ocultarse.
– Tanto da la verdad, continuarán interrogándole hasta que se cansen.
– ¿Qué sucedería si me presentara en la Lubianka a preguntar por Pierre?
– Podrían detenerla.
– ¿Le ha podido ver?
– No, ni lo he intentado. Sé… Bueno, puede imaginarse que lo están torturando y que no se encuentra en muy buen estado. Ahora, debemos irnos. Salga usted primero, yo me quedaré aquí un buen rato.
– ¿Cuándo le volveré a ver?
– Nunca.
– Pero…
– Ya me he arriesgado bastante, no puedo hacer nada más. Si las cosas cambiaran sé dónde encontrarla.
Pierre intentaba protegerse la cabeza con las manos en un intento vano de evitar la porra de caucho que con tanta precisión utilizaba su interrogador.
¿Cuántos golpes había recibido aquella madrugada? El interrogador parecía especialmente enfurecido. El aliento le olía a vodka, y se mezclaba con el hedor que desprendían sus axilas cada vez que el matón levantaba el brazo para golpearle.
– ¡Habla, perro, habla! -le gritó.
Pero Pierre no tenía nada que decir y sólo podía dejar escapar aquellos aullidos de dolor que hasta a él le sonaban infrahumanos.
Cuando el interrogador se cansó de golpearle con la porra de caucho, le empujó al suelo y le colocó un trapo largo entre los dientes; luego, agarrando los extremos de éste por detrás de los hombros le ató las puntas a los tobillos.
No era la primera vez que le sometían a aquella tortura que le convertía en una rueda, con la espalda doblada hacia atrás, mientras recibía las patadas furiosas de sus interrogadores.
Si hubiera sabido dónde estaba Krisov lo habría confesado, en realidad hubiera dicho cualquier cosa, pero nada de lo que sabía interesaba a aquellos hombres, salvo saber dónde estaba Krisov.
El nombre de éste le martilleaba las sienes y maldecía el día en que le había conocido. También se maldecía a sí mismo por haber creído en aquel dios que para él había sido el comunismo.
Llevaba dos días enteros sin beber agua, y sentía la garganta seca y tenía la lengua hinchada. No era la primera vez que le castigaban sin agua. A sus carceleros les complacía especialmente hacer comer a sus víctimas anchoas saladas del mar de Azov y negarles el agua durante varios días.
No sabía si era de noche o de día, ni qué día era, ni cuánto tiempo llevaba soportando aquel infierno, pero sí había comprendido la infinitud del tiempo ahora que deseaba con ansia la muerte. Rezaba, sí, rezaba, para que alguno de los golpes de su interrogador le dejara inconsciente y no tener que despertar nunca jamás.
Al principio pensaba en Amelia y se lamentaba de haberla arrastrado a abrazar una causa que había resultado ser una pesadilla infernal. Pero ya no le importaba Amelia, ni sus tíos, ni sus padres, ni nadie a quien conociera. Lo único que anhelaba era la muerte, dejar de sufrir.
El tío Giorgi solía contarle a Amelia la marcha de la guerra en España. Tenía información de primera mano, puesto que la Unión Soviética ayudaba al bando republicano. Y así, a finales de abril, Amelia supo que Franco había lanzado una gran ofensiva por el valle del Ebro hasta el Mediterráneo y que había dividido en dos el territorio en poder de las tropas de la República. Además, el tío Giorgi le explicó que, desgraciadamente, Franco disponía de una clara ventaja y de superioridad aérea y naval respecto a las tropas republicanas.
Amelia se preguntaba qué habría sido de sus padres, de sus tíos, y sobre todo de su hijo. Javier formaba parte de todas sus pesadillas, en las que veía al niño morir aplastado entre casas derruidas. De vez en cuando escribía largas cartas a su prima Laura y se las entregaba al tío Giorgi, con la esperanza de que él supiera cómo hacerlas llegar hasta el Madrid sitiado por la guerra.
Odiaba con todas sus fuerzas a Franco y a quienes se habían sublevado contra la República, al tiempo que sentía un desprecio frío hacia el comunismo.
Ella, que había profesado con tanto ardor e inocencia aquella fe, que había abandonado a su hijo, a su marido y a su familia por Pierre, sí, pero también convencida de que estaba destinada a contribuir a la puesta en marcha de una nueva sociedad, había descubierto la brutalidad del sistema de quienes se decían comunistas. Y ella no era como Krisov, no separaba a los hombres de las ideas, porque éstas se le habían presentado con una brutalidad inimaginada a través de fanáticos como Mijaíl o Anushka, o algunos de sus compañeros de trabajo. Pero lo peor había sido ver con sus propios ojos que el paraíso prometido por la revolución era sólo una pesadilla.
Estaba decidida a marcharse, aunque le pesaba la situación de Pierre. No podía hacer nada por él, pero irse de Moscú se le antojaba una traición imperdonable a un hombre que estaba en la Lubianka.
En junio la llamaron al despacho del supervisor de su departamento. Amelia acudió temerosa preguntándose qué error había podido cometer.
El hombre no la invitó a sentarse, sólo le dio una orden.
– Camarada Garayoa, como usted sabe, estaba previsto que se celebrara un gran congreso de intelectuales en Moscú, que hemos tenido que retrasar hasta septiembre. Vendrán varias decenas de periodistas, escritores y artistas de todo el mundo, y queremos que se lleven una imagen real de la Unión Soviética. Se les llevará a visitar fábricas, hablarán con nuestros artistas, viajarán por todo el país, con toda libertad, pero guiados por personas competentes que les puedan explicar y hacer ver los logros de la revolución. La camarada Anna Nikolaievna Kornilova ha hablado en favor de usted. Como usted sabe, la camarada Nikolaievna Kornilova forma parte del comité organizador del congreso y ha pedido que usted se incorpore al grupo de camaradas que deberán apoyar al comité en todo cuanto necesiten: acompañar a nuestros invitados, facilitarles la información que demanden, enseñarles lo que deseen ver… naturalmente previo acuerdo del comité. Usted habla español, francés y alemán, y su nivel de ruso es aceptable, de manera que está capacitada para el nuevo trabajo. Trabajará a las órdenes directas de la camarada Nikolaievna Kornilova. Preséntese mañana en su despacho en el Ministerio de Cultura.
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