Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Aunque a mi padre no le gustaba que se reunieran en casa, a veces lo consentía. Para mí, que aparecieran los «amigos» de Amelia, como mi padre decía, suponía romper la monotonía.

Garin seguía siendo mi favorito, ya que tanto Otto como Konrad apenas me prestaban atención. Yo era sólo un mocoso al que preferían no tener a la vista.

– Planificar la cultura. ¡Están locos! Como si fuera posible planificar el talento, la inspiración, la imaginación -se quejó Konrad.

– Nuestro departamento tiene el encargo de contribuir a que toda la sociedad se vaya empapando de la «verdad», para lograr un nuevo hombre socialista. Y esa verdad se encuentra en Marx en Engels, en Lenin y en Stalin -explicó Garin con ironía.

– Lo único que pretenden es el control de todos nosotros, incluido el control de nuestros pensamientos -continuó diciendo Konrad.

– El papel de la prensa es infame -añadió Otto-. ¿Es que no hay un solo periodista capaz de criticar lo que está pasando?

– Quienes lo podían hacer se han ido, y si queda alguno, ya se encarga la KVP de hacerle entrar en razón. Quienes critican al partido o a sus dirigentes son delincuentes que tratan de boicotear el triunfo del socialismo -explicó Amelia, indignada.

Pero lo que más les asustaba era ver cómo los socialdemócratas eran tratados como enemigos del pueblo. Poco a poco les habían ido apartando de cualquier actividad pública; muchos optaron por el exilio, y otros, los que no querían rendirse, terminaron en la cárcel o en campos de trabajo.

– Quieren imponer el pensamiento único, una sola ideología, de manera que los socialdemócratas son los más peligrosos para ellos porque les disputan la hegemonía -se quejó Konrad.

– Tienes que tener cuidado -le aconsejó Amelia- o terminarán deteniéndote.

– Lo que no sé es cómo has logrado ganarte su confianza -preguntó Otto a Garin-, al fin y al cabo estuviste en un campo por socialdemócrata.

– Pero he renunciado a mi pasado. Me han aceptado en el SED, ahora soy miembro del partido, incluso voy a participar en el III Congreso que se va a celebrar en julio -respondió Garin.

– No sé cómo no se te revuelven las tripas -insistió Konrad.

– Tenemos un trabajo que hacer. Precisamente porque no reniego de mi ideología, hago lo que hago. En realidad estoy copiando sus métodos de infiltración, es más fácil combatirlos desde dentro que desde fuera -insistió Garin.

– Yo creo que nuestro presidente, Wilhelm Pieck, no es como Walter Ulbricht ni como Otto Grotewohl -comentó Iris.

– ¿De verdad crees que es diferente? No, no te engañes, es igual de comunista, sólo que más amable -aseguró Amelia.

En 1951 se puso en marcha el servicio secreto más eficiente de cuantos actuaron en la Guerra Fría, el de la República Democrática. Si hasta aquel momento los controles sobre la población habían sido extenuantes, a partir de entonces todos los alemanes tenían la sensación de sentirse espiados por la Kasernierte Volkspolizei, conocida por las siglas KVP. Nadie se fiaba de nadie. A partir de ese momento, con la puesta en marcha de la Stasi, a todos nos dominó el miedo. La Stasi tenía informantes en todos los sitios, incluidas las propias familias. Instauraron un régimen de terror que llevaba a la gente a delatar a sus familiares y vecinos con tal de no estar ellos mismos bajo sospecha. Otros, claro, colaboraban por convicción.

Albert James quería que alguno de sus hombres se infiltrara en la Stasi, conocida antes como Directorio Principal de Inteligencia; pero fue una tarea inútil: el proceso de selección era extremadamente riguroso.

En 1953 estallaron las protestas contra el nuevo régimen. La «socialización» obligatoria chocaba contra los deseos mayoritarios de los alemanes.

Una noche Iris se presentó en casa. Ya era tarde y se notaba que había venido corriendo porque tenía el rostro enrojecido y la respiración agitada.

– Han detenido a Konrad. Su esposa ha enviado a mi casa a uno de sus hijos para decírmelo. Tenemos que hacer algo.

Amelia intentó calmarla. Luego le dijo a Max que iba a salir con Iris para buscar a Garin. Tenían que hacer algo para ayudar a Konrad.

– Lo único que vais a conseguir es que os detengan a todos. ¿Qué vais a hacer? ¿Presentaros en la comisaría pidiendo su libertad? -dijo Max preocupado.

– Lo único que no podemos hacer es sentarnos a esperar -le respondió Amelia.

Al nuevo régimen se le iba de las manos el dominio de la situación. No podía frenar los descontentos ni las manifestaciones y las huelgas. Incluso algunos edificios del partido, así como algunos coches de los jefazos, sufrieron desperfectos por parte de los manifestantes. Los soviéticos tuvieron que intervenir porque el Gobierno alemán no era capaz de controlar la explosión de ira de los ciudadanos, y decretaron el estado de emergencia en Berlín.

Seguramente los jerarcas del partido se asustaron, o puede que los soviéticos los animaran a ello, pero lo cierto es que el 21 de junio el Comité Central decidió aprobar un programa de mejoras; sin embargo, no lograron impedir que una nueva oleada de alemanes eligiera marcharse para siempre a la República Federal.

Amelia se lo planteó a mi padre.

– Creo que deberíamos irnos, cada día que pasa esto se parece más a la Unión Soviética.

– ¿Y dónde iríamos? ¿A la zona norteamericana? No, Amelia, aquí al menos tenemos una casa.

– No tenemos nada, Max. Este edificio ya no te pertenece.

– ¡Claro que sí! La Constitución reconoce la propiedad privada.

– Pero el partido actúa en nombre del pueblo, y por tanto decide lo que necesita el pueblo, es decir, lo que nos corresponde a cada uno. Vivimos en la portería, Max, y no me importa, hemos hecho de estas paredes un hogar, pero no te debes engañar.

– Siempre tendremos tiempo de cambiar de opinión, al fin y al cabo Berlín no es una ciudad cerrada, podemos irnos a otra zona cuando lo deseemos.

– No siempre será así, no pueden permitir que la gente continúe marchándose. Un día harán lo que sus jefes, los soviéticos, y no nos dejarán salir.

– ¡Qué tontería!

– Max, puedo hablar con Albert, él nos ayudará, quizá pueda serles útil en otra parte.

– Este edificio es la única herencia que puedo dejar a mi hijo. Mientras esté aquí no me lo quitarán.

– Ya te han quitado las tierras, las han «socializado» como dicen ellos… Max, ¿es que no te das cuenta de que esto tampoco es tuyo?

Pero no pudo convencer a mi padre. Yo escuchaba en silencio y estaba secretamente de acuerdo con Amelia. El adoctrinamiento al que nos sometían en la escuela se me antojaba insoportable. Creo que no era muy diferente al que recibían los escolares en tiempos de Hitler, sólo que habían cambiado los uniformes, los himnos y las consignas.

Konrad estuvo en la cárcel seis meses. Era tal su prestigio en la universidad, que hasta algunos profesores del partido intercedieron por él, y no por ayudarlo, sino porque veían que era mayor el perjuicio de tenerle encerrado. Los alumnos de Konrad y otros muchos estudiantes no dejaban de reclamar su libertad y la de otros profesores detenidos. Aún recuerdo la emoción de Amelia el día que Konrad salió de la prisión. Garin les había pedido que no fueran a esperarlo, porque todos los que lo hicieran serían identificados por la KVP. Amelia no pensaba hacerle caso y fue mi padre quien la conminó a no ponerse en peligro.

– Es un gesto inútil, Amelia. Un segundo y ya estarás fichada para siempre, entonces, ¿cómo podrás seguir trabajando para Albert? Garin tiene razón. Debéis ser discretos. Konrad no espera que os pongáis en evidencia, sabe lo que está en juego.

A regañadientes, obedeció. Sabía que mi padre y Garin tenían razón. Dejamos de ver a Konrad. Estaba señalado y cualquier casa que él visitara sería vigilada por la KVP, de manera que el grupo se reunía clandestinamente.

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