Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Si a Amelia le quedaba algún resto de inocencia, lo perdió para siempre. También se mantuvo inflexible respecto a dejar de trabajar para los norteamericanos. Volvió a reunirse con Albert para reiterarle que ya no podían contar con ella. Él intentó convencerla, pero fue inútil; Amelia podía tener muchos defectos, pero nunca fue una cínica.

Dispuesta a llevar hasta el final su decisión, le dijo a Garin que la sustituyera. Era preciso que su puesto fuera cubierto por alguien del grupo de oposición dispuesto a trabajar para los norteamericanos. Pero Garin le pidió que se lo pensara un poco más y que mientras tanto se tomara unos días de descanso. Diría en el trabajo que estaba enferma.

Pero Amelia no volvió, pese a que tanto Garin, como Iris, Otto y Konrad intentaron convencerla para que no abandonara.

Era difícil comprender que a una mujer capaz de matar la hubiera afectado tanto que en la Alemania Occidental algunos ex miembros del Partido Nazi estuvieran colaborando con el Gobierno de Adenauer.

Garin se presentó un día en casa. Estaba preocupado.

– Te van a investigar -anunció.

– ¿Por qué? -preguntó Amelia con indiferencia.

– Has abandonado el trabajo y no pareces dispuesta a aceptar ningún otro… hay quien dice que no estás bien de la cabeza. Tienes que hacer algo o te mandarán a un hospital hasta que te restablezcas.

– ¿Un hospital? No estoy enferma. -En el tono de voz de Amelia había notas de miedo.

– Si no tienes ninguna enfermedad y rechazas trabajar es porque estás enferma de la cabeza. Déjame ayudarte, Amelia. Vuelve al departamento, te lo ruego.

– Les diré que Max está enfermo y que no podía dejarlo solo. No tenemos quien lo cuide, de manera que por eso he tenido que dejar de trabajar.

– Pueden decidir que si Max es un estorbo, mejor estará en un hospital. No hay excusas, Amelia, no te engañes.

– No quiero volver a trabajar para Albert.

– No te estoy diciendo que trabajes para él, sólo que trabajes. Puedo ayudarte. Tu puesto aún no está cubierto, pero me han dicho que mañana me enviarán a una persona. Preséntate, Amelia, o desencadenarás la desgracia en esta familia. Si te llevan a ti o se llevan a Max…

– No quiero trabajar para los norteamericanos, ni para los británicos, nunca más.

– No lo hagas, no es eso lo que te estoy pidiendo. Ahora me marcho, voy a casa de Iris, pero te espero mañana.

Mi padre y Amelia estuvieron hablando hasta la madrugada. Yo me dormí, pero me desperté sobresaltado, mientras ellos continuaban en la sala. No podía escuchar lo que decían, hablaban muy bajito, como si temieran que sus palabras pudieran traspasar el silencio de la noche.

Amelia me acompañó a la escuela como todos los días. Permanecimos callados y cuando estábamos llegando me atreví a hablarle.

– Irás a trabajar, ¿verdad? No dejarás que te lleven o que se lleven a mi padre.

Me abrazó e intentó evitar las lágrimas que pugnaban por resbalar desde sus ojos.

– ¡Dios mío, tienes miedo! No te preocupes, Friedrich, no pasará nada. ¡Claro que no permitiré que me lleven, ni mucho menos que le hagan nada a tu padre! ¡Cómo iba a permitirlo!

– Entonces prométeme que irás a trabajar -le supliqué.

Dudó unos segundos, después me besó y en susurros me dijo: «Te lo prometo».

Entré en la escuela más tranquilo. Confiaba en ella.

2

Durante unos cinco o seis años Amelia no colaboró ni con los norteamericanos ni con los británicos. Continuaba siendo amiga de los miembros de su antiguo grupo, pero ya no se veían tanto como antes, aunque en un par de ocasiones vinieron a casa a cenar, pero no hablaban de sus actividades, sólo de la marcha de la política y de la vida cotidiana.

Garin era su ángel de la guarda. Había dado la cara por ella y la mantenía su lado, pero nunca le pidió que le ayudara en sus actividades de espionaje.

En esos años, desde mitad de los cincuenta hasta los sesenta, Amelia perdió buena parte de su alegría. Todas las mañanas a las seis y media se despertaba, hacía el desayuno, recogía la casa, levantaba a Max, le ayudaba a asearse, y después salíamos juntos, me acompañaba hasta la escuela y ella se dirigía al Ministerio de Cultura. Regresaba a casa a mediodía con el tiempo justo para obligar a mi padre a que comiera algo, y luego regresaba al trabajo hasta las seis.

La rutina se había instalado en su vida y eso era una fuente de infelicidad. Durante muchos años había vivido en el borde del abismo y de repente se había quedado vacía.

Mi padre era feliz. Ya no sufría pensando en lo que le pudiera pasar a Amelia y, por tanto, a nosotros. Prefería la monotonía, el ir envejeciendo sin más sobresaltos que padecer la escasez como el resto de los alemanes, aunque gracias a que Otto trabajaba para el Politburó, a veces nos obsequiaba con productos que no habrían estado a nuestro alcance, pues eran de origen occidental y sólo se los podían permitir los miembros del Politburó.

Al igual que en la Unión Soviética, la Nomenklatura de la República Democrática tenía privilegios de los que carecían el resto de los ciudadanos. Garin era especialmente hábil a la hora de hacerse con algunos de estos productos que repartía generosamente entre sus amigos.

Según me iba haciendo mayor, más admiraba lo solícita que Amelia era con mi padre. Le cuidaba como si se tratara de su bien más preciado. Pensaba que debía de quererle mucho para compartir la vida con él cuando ella podría haber tenido una existencia mejor.

Amelia pasaba de los cuarenta años, pero conservaba un aspecto tan frágil que parecía más joven. Aún no tenía canas y estaba muy delgada. Cuando paseábamos, yo observaba cómo la miraban, era muy atractiva y creo que Garin estaba secretamente enamorado de ella. Incluso Konrad, que estaba casado y tenía dos hijos, la miraba de reojo cuando ella no se daba cuenta.

En realidad Amelia parecía ignorar el efecto que causaba en los demás, y esa lejanía creo que aumentaba su atractivo. Yo me sentía orgulloso de que una mujer así quisiera a mi padre.

Recuerdo que en 1960 celebraron con nosotros mi entrada en la Universidad Humboldt de Berlín Este. Konrad intentaba convencerme de que debía ser físico porque así tendría un gran futuro, pero yo estaba decidido a ser médico, como lo había sido mi padre.

– Cuidaré de él aunque no sea alumno mío -se comprometió Konrad con mi padre.

– Procura que no se meta en líos como tú -le rogó Amelia.

Para los jóvenes estudiantes de la universidad, cada día era más patente la diferencia entre Berlín Oriental y Berlín Occidental. Todos los días miles de berlineses iban a trabajar a Berlín Occidental, que los aliados estaban convirtiendo en un escaparate de propaganda del capitalismo. Imagínese la frustración, o mejor dicho, la esquizofrenia de vivir entre dos mundos con dos monedas diferentes.

Para la República Democrática, Berlín Occidental era más que un escaparate, era una gran base militar con más de doce mil soldados entre norteamericanos, británicos y franceses. Y no les gustaba tener aquella fuerza militar en la puerta de su casa.

La política oficial de Ulbricht venía siendo la de proponer la unificación de Alemania; en realidad proponía la formación de una confederación donde no hubiera tropas extranjeras. De esa manera aparecía ante los militantes izquierdistas del resto del mundo como un hombre de paz que hacía propuestas de paz que no se llevaban a cabo por la codicia de los imperialistas de Occidente. Pura propaganda, claro. Su idea de la reunificación alemana pasaba por sumir a la Alemania Federal en el mismo sistema colectivista en que vivía la República Democrática.

Pero de lo que sí era consciente era de la sangría que suponía que continuaran emigrando muchos alemanes de la República Democrática.

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