Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Los soviéticos administraban Berlín como el resto de la Alemania que ya les pertenecía, y la brecha con las otras zonas de la ciudad en manos de norteamericanos, británicos y franceses aumentaba día a día. No hace falta que le recuerde la crisis del 48. Norteamericanos y británicos habían creado una bizona en Alemania Occidental, a la que se uniría Francia, creando lo que se conocía como la trizona en la que se situaría una Asamblea constituyente y el Gobierno Federal. Pero no fue eso lo que provocó la crisis, sino la reforma monetaria que para los soviéticos supuso un gran problema y les llevó a responder con su propia reforma monetaria y con el bloqueo de Berlín de junio de 1948 a mayo de 1949. Los norteamericanos salvaron el bloqueo soviético poniendo en marcha un puente aéreo. En realidad, la partición de Alemania había comenzado mucho antes, en la Conferencia de Yalta, y quizá incluso antes, en la de Teherán, cuando norteamericanos, británicos y soviéticos decidieron dividir Alemania en zonas de ocupación. Habían rediseñado el mapa, cambiando el curso de la frontera polaca, y todo lo que había sido Alemania central pasó a formar parte del imperio soviético, y Berlín quedaba como una isla con cuatro administradores, pero enclavada en el corazón de la Alemania en poder de los soviéticos.

De la misma manera que la política de apaciguamiento con Hitler había sido un desastre, las potencias occidentales comenzaron a hacer lo mismo con Stalin, permitiéndole que incumpliera todos los compromisos de Yalta: por ejemplo, el de que los pueblos liberados decidirían cómo querían gobernarse. Stalin no les dio opción. Fue un compromiso que nunca pensó cumplir.

Algunos periódicos defendían que había que comprender que Stalin quisiera unas fronteras «seguras», y que esa obsesión por la seguridad es lo que le llevaba a hacer determinadas políticas.

Pero no quiero distraerle con disquisiciones políticas. En aquella casa tan pequeña era difícil no escuchar largas conversaciones y algunas discusiones entre Amelia y mi padre.

Antes de que se cortaran las comunicaciones entre nuestro Berlín y el de los aliados, solía visitarnos con frecuencia Albert James.

Para mí, Albert James era como un tío que aparecía con bolsas de golosinas y juguetes ingleses y norteamericanos que eran la envidia de mis amigos.

Solía jugar al ajedrez con mi padre, hablaban de política y disertaban sobre el futuro.

En una de sus visitas, Albert les dijo que quería hacerles una propuesta. En realidad la propuesta era para Amelia.

– Necesitamos ojos en esta parte de Berlín.

– ¿Ojos? ¿Y para qué? -preguntó Amelia.

– Sin los soviéticos no se habría ganado la guerra, pero no se nos escapa que tenemos intereses diferentes. Churchill ha dicho que los soviéticos están extendiendo un «Telón de Acero» tras sus zonas de influencia, y tiene razón. Necesitamos saber qué sucede.

– De manera que ahora los rusos pasan a ser vuestros enemigos. -El tono de voz de mi padre estaba cargado de ironía.

– Tenemos intereses contrapuestos. Pueden ser un peligro para todos nosotros… ya lo liemos hablado otras veces.

– ¿Qué es lo que quieres, Albert? -preguntó Max, directamente.

– Quiero que trabajéis para la OSS, que os unáis a nosotros, al grupo que tenemos aquí.

– No, eso se acabó -respondió de manera tajante.

– Al menos me gustaría que lo pensarais.

– No hay nada que pensar -insistió Max.

– ¿Qué tendríamos que hacer? -preguntó Amelia sin mirar a Max.

– Eso os lo diría si aceptarais mi propuesta, y a nuestros amigos británicos no les importaría que tú, Amelia, trabajases para nosotros.

– Yo no pertenezco a los británicos -respondió airada.

– Lo sé, pero para ellos eres su agente, aunque hayas trabajado para nosotros en El Cairo. En cualquier caso, mantenemos relaciones excelentes, vamos en el mismo barco.

Cuando Albert se marchó, Amelia y mi padre discutieron.

– Te gusta el peligro, ¿verdad? No eres capaz de vivir como una persona normal, sólo te estimula caminar por el borde del abismo. En El Cairo me dijiste que habías terminado con este tipo de trabajo.

– Debemos ser realistas, Max. ¿De qué vamos a vivir cuando se acabe el dinero de El Cairo?

Max estuvo varios días sin apenas hablar a Amelia. Sólo se dirigían la palabra en mi presencia, y yo sufría viéndoles sufrir.

Creo que fue en mayo, antes de que los soviéticos cortaran las comunicaciones con Alemania Federal, cuando Albert James volvió a visitarnos.

Max se mostró frío con él y alegó dolor de cabeza para rechazar la partida de ajedrez, pero Amelia había tomado una decisión.

– Trabajaré para vosotros, pero con condiciones. No seré una agente de la OSS ni de nadie. Colaboraré en aquello que pueda, pero sin sentirme en la obligación de hacerlo si lo que me pedís estuviera fuera de mi alcance o pusiera en peligro a Max y a Friedrich. Además, parte de lo que me paguéis quiero que lo reciba mi familia en Madrid. No han de saber dónde estoy, ni lo que hago, sólo que cada cierto tiempo alguien acuda a casa de mis tíos y entregue un sobre con dinero.

– ¿Por qué no quieres que sepan dónde estás? -quiso saber Albert James.

– Porque sólo les causaría más dolor y preocupación. No, prefiero ayudarles sin causarles más sufrimiento. Hay una tercera condición: si por la causa que sea, decido dejarlo, me tienes que garantizar que podré hacerlo sin reproches ni problemas.

Albert aceptó todas las condiciones de Amelia. Max no dijo nada; una vez más, se sentía derrotado.

Pocos días después, Amelia comenzó a trabajar como ayudante de un funcionario local. Garin hablaba ruso y podía demostrar que había sido opositor a Hitler, ya que había formado parte del Partido Socialista antes de la guerra, además de haber estado prisionero en un campo. Eso le hacía aceptable para los soviéticos, quienes, no sin razón, desconfiaban de todos los alemanes. El hecho de que Amelia se manejara en ruso facilitó que Garin pudiera convencer a sus superiores de que necesitaba alguien que lo ayudara. Amelia también nos presentó a una nueva amiga, se llamaba Iris y trabajaba como taquígrafa en la oficina municipal.

Garin había estudiado literatura rusa antes de la guerra; era moreno, alto, con los ojos negros y un gran bigote, y sobre todo era muy afable, le gustaba reír, comer y beber. Iris era rubia, de ojos azules, estatura media y muy delgada.

Al contrario que Garin, siempre estaba seria, preocupada. Había mantenido una relación con un joven ruso exiliado que al comienzo de la guerra desapareció sin despedirse. Ella ironizaba diciendo que al menos la relación le había servido para aprender un idioma.

En ese momento ninguno de los dos estaba situado en puesto clave alguno, pero formaban parte del ejército de «ojos» que Albert mantenía en Berlín Oriental.

Amelia estaba contenta con su nuevo trabajo, o eso creía yo. Al parecer, Garin se ocupaba de un departamento encargado de las actividades culturales de Berlín. En realidad no había dinero ni tiempo para esas actividades culturales, pero el departamento existía; además, el hecho de que Garin tuviera un pasado antifascista hacía que se fiaran de él.

A Max le costó aceptar la nueva realidad, pero terminó por rendirse a la evidencia, aunque recuerdo lo mucho que me impresionó una conversación que les oí una noche en la que creían que estaba dormido.

– Mi vida ya está destrozada, pero no te permitiré que pongas en peligro a mi hijo. Si a Friedrich le llegara a suceder algo por tu culpa… te juro que yo mismo te mataré.

Me puse a llorar en silencio. Adoraba a mi padre, pero también a Amelia.

Albert continuaba visitándonos, aunque no con tanta frecuencia. Oficialmente, era un periodista que trabajaba para una agencia de noticias norteamericana, de esta manera justificaba sus idas y venidas a Berlín.

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