Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Lo siento, Max, siento que esto te perturbe. Pero créeme que si no hubiera matado a Winkler, ahora estaría muerta. Tuve suerte y pude disparar primero, por eso estoy aquí.

La señora Schneider no pudo despedirse de Amelia alegando haberse puesto enferma. El señor Schneider sí lo hizo de Max, lo mismo que algunos miembros de su grupo. Wulff parecía enfurecido, pero tampoco le dijo nada.

Schneider mantuvo la farsa de que sus invitados habían emprendido un improvisado viaje, pero que regresarían en breve.

Le desearon suerte en su regreso a Alemania, y Max notó a Schneider desconcertado, como si no pudiera creer que Fritz Winkler hubiera desaparecido y el cadáver de su hijo, el coronel, hubiera aparecido flotando en el Nilo, y mucho menos que Amelia y Max pudieran tener nada que ver con aquellos sucesos.

Miraba a Max y sólo veía a un inválido, a un héroe de guerra. Winkler tenía que estar equivocado, no era posible que el barón estuviera inválido a causa de Amelia. Ningún hombre perdonaría a nadie que le hubiera dejado tuerto y sin piernas. No, no podía ser, pero aun así ya no podía confiar en ellos.

Amelia suspiró aliviada cuando, desde la ventanilla del avión, vio a lo lejos la figura de la Esfinge.

– No quiero ir a Berlín -le dijo al oído Friedrich-, quiero quedarme aquí.

Ella le apretó la mano y miró a Max. Podía leer su inquietud a pesar de la alegría que sentía al regresar a casa. Dos asientos más adelante estaba Albert James, sin dar muestras de conocerlos, tal y como habían acordado.

Cuando aterrizaron en Berlín, nevaba copiosamente. Friedrich se quejó del frío que sentía, y volvió a decir que quería regresar a El Cairo. Amelia lo mandó callar.»

– Bien, esto es todo -afirmaron casi a la vez el mayor Hurley y lady Victoria.

– ¿Cómo que es todo? ¿Qué sucedió cuando regresaron a Berlín? -pregunté a mis interlocutores.

– Por mi parte no puedo decirle nada más. Es lo máximo que me han permitido mis superiores. La operación de Egipto no fue nuestra, aunque estábamos al tanto de todo lo sucedido. De manera que no consta en nuestros archivos quiénes intervinieron. Como ha podido ver, sin los cuadernos de Albert James, que obran en poder de lady Victoria, habría sido imposible saber que su bisabuela estuvo relacionada con aquella operación.

– Desde luego, pero ¿qué hicieron a continuación? ¿Siguió trabajando para la OSS, o para la Inteligencia británica? Algo haría, digo yo, ¿no?

– Lo siento, Guillermo, ya le he dicho que no puedo ayudarle. Todo lo que se refiere a operaciones posteriores a la guerra es material clasificado.

– Pero ¿por qué? -insistí, intentando vencer la resistencia del mayor William Hurley.

– Debe usted comprenderlo -intervino lady Victoria-. El mayor no puede decirle si su bisabuela continuó trabajando como agente. Si fue así, es un secreto, y si no lo fue, simplemente no lo sabe.

– Pero estamos hablando de lo sucedido después de la guerra -protesté de nuevo.

– Exactamente, de lo sucedido en la Guerra Fría.

– Ya no hay Guerra Fría.

– ¿Ah, no? -El tono de lady Victoria estaba cargado de ironía-. No pretenderá que nuestros queridos amigos rusos se enteren de quiénes participaron en operaciones secretas detrás del Telón de Acero. Imagine que alguno de esos agentes aún viviera. No, Guillermo, hay información que nunca conoceremos, ni se pondrá a disposición de los historiadores, por lo menos hasta dentro de un siglo, o tal vez más. Y para entonces ya no estaremos aquí.

– ¿Qué fue de Albert James? -insistí.

– Oh, tampoco puedo decirle mucho más, continuó viviendo en Europa… un poco en todas partes.

– ¿Se casó?

– Sí, se casó.

– ¿Puedo saber con quién?

– Con lady Mery Brian. Ésa es la razón por la que se quedó en Europa, aunque desgraciadamente lady Mery murió en un accidente de coche.

– ¿Tuvieron hijos?

– No.

– De manera que ya no pueden darme más respuestas.

– Tendrá que indagar por su cuenta -afirmó el mayor Hurley.

– Si me diera usted alguna pista…

– Quizá encuentre alguna pista en Alemania, ¿no cree? -intervino lady Victoria-. Al fin y al cabo allí es donde se dirigió su bisabuela.

– ¿Alguna sugerencia? -respondí con fastidio.

– Si yo fuera usted, intentaría saber qué fue de Friedrich. A lo mejor aún vive.

Esta vez la respuesta de lady Victoria estaba exenta de ironía.

– Eso ya lo he pensado -mentí, puesto que no me había dado tiempo a decidir qué pasos tendría que dar.

– Bueno, pues entonces ya tiene por dónde continuar. -Lady Victoria sonrió de manera abierta y encantadora.

Regresé andando al hotel porque necesitaba pensar. Era evidente que si el mayor Hurley no me quería dar más información era porque Amelia debió de continuar en alguna actividad relacionada con el espionaje. En cuanto a los cuadernos de Albert James, seguramente el mayor Hurley le habría sugerido a lady Victoria que no difundiera lo que podía ser información secreta. Y si algo son los británicos, no importa su ideología, es que son extremadamente patriotas.

Era buena idea ir a Berlín. Quizá tuviera suerte y encontrara a Friedrich von Schumann, o acaso a alguien que hubiera conocido en el pasado a su aristocrática familia.

Telefoneé a doña Laura para informarle de que me iba a Berlín, y volví a optar por enviar flores a mi madre con una tarjeta en la que le decía lo mucho que la quería, de manera que no me echara una bronca cuando la llamara desde Berlín.

También telefoneé al profesor Soler para saber si tenía algún conocido en la capital alemana. Al fin y al cabo parecía conocer a gente en todas partes.

– Así que se va usted a Berlín, vaya, vaya… está usted dando la vuelta al mundo, querido Guillermo -me dijo el profesor Soler con cierta ironía.

– Sí, eso parece, pero es que no tengo otra opción.

– Quizá pueda ayudarle. En un congreso entablé amistad con un profesor de la Universidad de Berlín, pero debe de ser muy mayor, porque cuando yo le conocí estaba a punto de jubilarse, y de eso hace ya unos seis o siete años. Buscaré su tarjeta y si la encuentro le llamo, ¿le parece bien?

El profesor Soler me telefoneó una hora más tarde. Había encontrado la tarjeta e incluso había hablado con su amigo.

– Se llama Manfred Benz y vive cerca de Potsdam. Me ha dicho que le recibirá encantado. Espero que tenga suerte.

– Yo también, y muchas gracias, profesor.

FIEDRICH

1

Berlín me sorprendió. Me pareció una de las ciudades más interesantes de cuantas había conocido. Llena de vida, vanguardista, transgresora, bella. Me enamoré de ella a las tres horas de haber aterrizado y haberle pedido a un taxista que me diera una vuelta por la ciudad.

No sé por qué, pero decidí intentar por mis propios medios localizar a algún miembro de la familia Von Schumann, si es que quedaba alguno vivo. Me dije que si fracasaba en el intento, entonces llamaría al profesor Manfred Benz.

El conserje del hotel me facilitó una guía de teléfonos, y para mi sorpresa, encontré los números de varios Von Schumann. Opté por telefonear al primero que aparecía en la guía.

Crucé los dedos para que hablaran inglés. Me respondió una voz que me pareció de adolescente, y pregunté por herr Friedrich von Schumann.

– ¡Ah, pregunta por mi abuelo! Se ha confundido, él no vive aquí. ¿Quiere hablar con mi madre?

La cría hablaba un inglés con fuerte acento alemán. Claro que yo hablaba inglés con acento español; nos entendimos perfectamente. Estuve tentado en decirle que sí, que quería hablar con su madre, pero mi instinto me avisó de que era mejor no hacerlo.

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