Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– No, no se ha casado con ella. Esta mujer está casada, tiene marido en España, aunque llevan años separados. Tiene un hijo.

– Pero el barón… -intentó insistir Schneider.

– ¡Es un idiota! ¿Es que no lo entiende? ¡Un auténtico idiota! Le dejó lisiado, le arrancó las piernas, y en vez de matarla, la perdonó, incluso la sacó de Ravensbrück. Ese hombre es uno de esos aristócratas decadentes que no tienen lugar en la nueva Alemania. Su código de honor sólo esconde debilidad. Debía haberla matado él mismo; pero ya le ven, agarrado de su mano.

– Hijo, si es así, tenemos que actuar en consecuencia. ¿Crees que te ha reconocido? -preguntó el falso señor Fischer.

– Creo que sí, padre, creo que sí. El barón no me ha reconocido, pero ella… me he dado cuenta de cómo me ha mirado. Desde luego que hemos de actuar en consecuencia.

– Me encargaré de los dos -dijo Wulff.

Schneider parecía desolado y los otros tres hombres de entre sus invitados que les acompañaban apoyaron a los Fischer.

– Llevamos dos años escondiéndonos, con los espías de los aliados buscándonos por todas partes, hemos logrado salir de España, hemos pasado lo indecible y no será para caer en manos de los británicos o para quienquiera que trabaje esa maldita mujer -aseguró el falso Günter Fischer.

– Desde luego, tienen que desaparecer, corremos un gran peligro. El barón viene colaborando con nuestro amigo Schneider en el manejo de las transacciones comerciales y financieras, si hablara… podría tener consecuencias muy desagradables para todos nosotros -sentenció uno de los hombres del grupo de Schneider.

– No puedo creer lo que se está diciendo aquí, si fuera así, nos habrían denunciado hace tiempo, y no lo han hecho -intentó defenderse Schneider.

– El barón es un títere en manos de esa mujer, puede que ni siquiera esté implicado en sus tejemanejes, pero ella… La conozco bien. Les aseguro que es una espía, una asesina.

Günter Fischer se tocó el rostro, como si de una máscara se tratara.

– Mi padre y yo hemos tenido que someternos a dos operaciones del rostro para poder asumir una nueva identidad. Les aseguro que aún sufrimos los dolores a consecuencia de las intervenciones. No, no estoy dispuesto a permitir que mi padre corra ningún riesgo. No podremos levantar Alemania sin hombres como él. Exijo que acabemos con la vida de esa mujer y del barón, y de manera inmediata. Esta misma noche.

Los hombres le miraron en silencio y uno a uno fueron asintiendo. Estaban de acuerdo en que debían acabar con la vida de Amelia y del barón. Martin Wulff sacó una pistola que llevaba en la sobaquera y se levantó dirigiéndose a la puerta.

– ¡Qué va a hacer! -gritó Schneider-. No puede matarles aquí. Se oirían los disparos. ¿Quiere que nos detengan a todos?

– Schneider tiene razón -argumentó uno de los hombres-, habrá que hacerlo cuando salgan de aquí, antes de que lleguen a su casa. Ha de parecer un asesinato vulgar, alguien que les ha querido robar y luego ha tirado sus cuerpos al Nilo.

– Tiene razón, herr Benz -dijo Günter Fischer mirando al hombre que acababa de hablar-, y ahora regresemos al salón o esa bruja se dará cuenta de que nos traemos algo entre manos.

– Pero ¿está seguro de que le ha reconocido? Es imposible, su rostro ha cambiado, no creo que pueda relacionarle con su verdadera identidad, coronel Winkler -insistió el señor Schneider.

– Los quiero muertos, señor Schneider, o le haré responsable de lo que pueda pasar.

Schneider no pudo aguantar la fría mirada del coronel Winkler.

Amelia permaneció sin moverse unos minutos más hasta estar segura de que los hombres habían abandonado el despacho. Tenía que sacar a Max de allí, y se preguntaba si Bob Robinson estaría cerca y alerta, tal y como habían acordado.

Bob le había entregado una pequeña linterna, con el encargo de que si Fischer resultaba ser Winkler, ella debía acercarse a una ventana y hacer una señal. Algo simple, sólo encenderla y apagarla. Era el momento de hacerlo.

Cuando regresó al salón, el señor Schneider estaba hablando con Max, y la señora Schneider se dirigió nerviosa hacia ella.

– Pero ¿dónde se ha metido? La he buscado por todas partes, estaba preocupada.

– He salido un momento al jardín, me sentía mareada, no he querido decir nada para no preocuparla ni tampoco al barón.

– Mi esposo quería saber dónde estaba usted…

– Pues aquí estoy, nadie se pierde en una casa -respondió forzando una sonrisa.

Günter Fischer se acercó a ellas, y Amelia, a pesar de que aquél no era el rostro que ella había conocido del coronel Winkler, estaba segura de que era él.

– De manera que es usted española… vaya… habla usted perfectamente alemán.

– Un idioma que amo como mi propia lengua.

– ¿Le gusta vivir en El Cairo?

– Desgraciadamente no estaremos mucho tiempo. Regresamos a Alemania. La nostalgia nos puede, señor Fischer.

– Sí, nuestra querida Amelia y el barón nos dejan dentro de unos días, regresan a Berlín. La echaremos de menos -afirmó la señora Schneider ignorante de la situación.

– De manera que se marchan… ¿y por qué decidieron venir a El Cairo?

– Después de la guerra pensamos que era conveniente salir de Alemania hasta que todo se calmara.

– ¿Y cree que ya no corren ningún peligro en Alemania?

– Espero que no, señor… Fischer.

No dijo más, y haciendo una inclinación de cabeza, se alejó de las dos mujeres.

– Pobrecillo, ha debido de sufrir mucho. Antes era un hombre bien parecido, pero esas operaciones en el rostro…

– ¿A causa de heridas de guerra? -preguntó Amelia.

– ¡Oh, no!, para que nadie les reconozca, ni a él ni a su padre. Ya se habrá dado cuenta, querida, de que el viejo señor Fischer es un científico, uno de los más valiosos que tenía Alemania. Los aliados habrían dado cualquier cosa por detenerle y obligarle a trabajar para ellos. Pero Fritz Winkler antes se habría suicidado que trabajar para los soviéticos o los norteamericanos. -La señora Schneider había mencionado el verdadero nombre de los Winkler sin darse cuenta de ello.

– Sin duda, merecen nuestra admiración -respondió Amelia.

– Desde luego, querida, y también nuestro agradecimiento. No ha debido de ser fácil para ellos vivir todo este tiempo en España, y llegar hasta aquí ha sido muy complicado. Debían de haber venido hace más de dos años, pero el viejo señor Winkler estuvo a punto de morir cuando le operaron el rostro por primera vez, no quedó bien, tuvo una infección… Afortunadamente lo superó, pero ha estado muy enfermo, y su hijo, el coronel Winkler no quiso correr riesgos. A usted le sorprendió que viviéramos en una casa tan grande, ¿verdad, querida? Pero estaba destinada a ellos; el señor Winkler necesita espacio para montar su laboratorio, su despacho. Yo les cuidaré, y procuraré que nada les falte.

Se acercaron hasta donde estaba Max, que hablaba con el señor Schneider.

– Querido, creo que es hora de retirarnos -le dijo Amelia.

– Le diré a Wulff que los acompañe -sugirió Schneider.

– ¡Oh, no hace falta! Acordé con el taxista que nos trajo que viniera a esta hora para llevarnos a casa, seguro que ya está esperando.

– Pero a Wulff no le importa, y yo me quedaré más tranquilo sabiendo que no van solos por ahí a estas horas.

– No se preocupe, señor Schneider, conocemos al taxista, es como nuestro chófer en El Cairo.

Wulff se acercó a ellos. A Amelia el dueño del Café de Saladino le resultó más siniestro que nunca.

– Les llevaré a su casa -dijo con tal rotundidad que parecía imposible negarse.

– Gracias, señor Wulff, pero ya se lo he dicho a nuestros anfitriones, un taxi nos está esperando. Pero le agradecemos el gesto, ¿verdad, Max?

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