Pero Amelia no se enfadó, simplemente le preguntó qué tenía que hacer para convertirse en socialista, para que la aceptaran quienes menos tenían y más sufrían. Lola le prometió que hablaría con sus jefes y que le daría una respuesta.
Santiago sabía de la amistad de Amelia con Lola y nunca puso reparos, pero discutieron cuando Amelia le anunció que si la aceptaban se haría socialista.
– Nunca te van a considerar una de ellos, no te engañes -le argumentaba Santiago-. Yo no comparto las injusticias, y ya sabes lo que me parecen los gobiernos radicalcedistas. Estas derechas que tenemos no están a la altura de las circunstancias, pero no me parece que la solución sea la revolución. Si quieres, te llevo un día a una reunión de Izquierda Republicana; son quienes mejor nos representan, Amelia, no Largo Caballero ni Prieto. Piénsalo, no quiero que te utilicen y menos que te hagan daño.
En aquel año de 1935, las derechas habían lanzado una campaña de desprestigio contra don Manuel Azaña. Santiago decía que era porque le temían, porque sabían que era el único político español capaz de encontrar una salida a aquella situación de bloqueo en que se encontraba la República.
Amelia no llegó a solicitar que la aceptaran en el PSOE, pero ayudaba a Lola cuanto podía, y sobre todo compartía con ella la opinión de que aquellas continuas crisis ministeriales y de jefes de gobierno eran la demostración palpable de que ni los radicales de Lerroux ni la CEDA de Gil Robles tenían la solución para los problemas de España.
Lola pertenecía a la facción más revolucionaria del PSOE, a la de Largo Caballero, y era una apasionada admiradora de la Revolución soviética. Por fin un día accedió a los ruegos de Amelia y la llevó a un mitin en que participaban algunos destacados dirigentes socialistas.
Amelia regresó a casa emocionada a la vez que asustada. Aquellos hombres tenían una fuerza magnética, hablaban al corazón de quienes nada tenían, pero al mismo tiempo ofrecían alternativas que podían desembocar en una revolución. De manera que Amelia experimentaba hacia los socialistas un sentimiento contradictorio.
Santiago, preocupado por la influencia que Lola ejercía en Amelia, empezó a llevarla a algún mitin de Manuel Azaña. Y Amelia se debatía entre la admiración profunda y el desconcierto que sentía por políticos tan distintos, tan distantes, pero igualmente convencidos de la bondad de sus ideas.
Amelia se codeaba por igual con socialistas obreros amigos de Lola que con jóvenes comunistas, o azañistas convencidos como lo eran la mayoría de los amigos de Santiago. Empezó a vivir en dos mundos: el suyo, el que le correspondía por nacimiento y matrimonio, que era el de una chica burguesa, y el de Lola, el de una costurera que quería acabar con el régimen burgués establecido y, en definitiva, con los privilegios de los que disfrutaba Amelia.
Yo solía acompañarla a las reuniones políticas a las que le llevaba Lola, pero no siempre, porque Amelia no quería que dejara de seguir instruyéndome en la Casa del Pueblo.
A principios de marzo, Amelia empezó a sentirse indispuesta. Vómitos y mareos fueron el anuncio de su embarazo. Santiago estaba feliz, iba a tener un hijo, y además pensó que el embarazo serviría para que su mujer aplacara sus ansias políticas, pero en esto se equivocó. El embarazo no le impidió a Amelia seguir acompañando a Lola a algunas reuniones, pese a las protestas de su marido, y de sus padres, porque don Juan y doña Teresa rogaron a su hija que al menos durante el embarazo dejara la política. Pero fue inútil, ni siquiera Laura consiguió hacerla entrar en razón, y eso que su prima siempre fue la persona con mayor ascendente sobre Amelia.
Y, de nuevo, un día volvió a pasar. Santiago desapareció. Creo que era el mes de abril de 1935. Amelia había salido a sus clases de la mañana y por la tarde había ido a casa de sus primas, a las que seguía viendo con frecuencia. Laura seguía siendo su mejor amiga. Le apasionaba la política como a Amelia, pero sus ideas, al igual que las de su padre, estaban del lado azañista.
Cuando Amelia regresó aquella noche, esperó a Santiago para cenar, pero a las once no había regresado, y en la oficina no respondía nadie. Amelia estaba preocupada. En aquellos días no eran infrecuentes los disturbios en Madrid, y sobre todo los ajustes de cuentas entre partidos, de manera que había elementos de la extrema derecha que buscaban la confrontación con las gentes de la izquierda, que a su vez respondían a los ataques.
Aguardamos toda la noche, y a la mañana siguiente Amelia telefoneó al padre de Santiago.
Don Manuel le dijo que no sabía dónde se encontraba su hijo, pero que podría ser que estuviera de viaje, ya que hacía días que tenía previsto ir a Londres a visitar a un proveedor.
Amelia tuvo un ataque de ira. Echada sobre la cama, gritaba y lloraba jurando que no le iba a perdonar a su marido semejante afrenta. Luego pareció calmarse, preguntándose si no habría sufrido un accidente y ella le estaba juzgando erróneamente. Tuvimos que llamar a doña Teresa, que acudió de inmediato con Antonietta para hacerse cargo de la situación. Laura, sabedora de la reacción de su prima, también acudió al conocer la noticia.
Dos semanas tardó Santiago en regresar, y en aquellas dos semanas Amelia cambió para siempre. Aún recuerdo una conversación que tuvo con su madre, su hermana Antonietta y sus primas Laura y Melita.
– Si ha sido capaz de abandonarme embarazada ¿de qué no será capaz? No puedo confiar en él.
– Vamos, hija, no digas eso, ya sabes cómo es Santiago; doña Blanca te lo ha explicado, ella como madre sufría cuando su hijo desaparecía, pero son cosas de él, no lo hace por fastidiar.
– No, no lo hace por fastidiar, pero debería darse cuenta del daño que hace. Amelia está embarazada y darle este disgusto… -comentaba su prima Laura.
– Pero Santiago la quiere -insistió Antonietta, que sentía veneración por su cuñado.
– ¡Pues vaya manera de demostrarlo! ¡Casi me mata del disgusto! -respondió Amelia.
– Vamos, prima, no exageres -apuntó Melita-. Los hombres no tienen nuestra sensibilidad.
– Pero eso no es excusa para que hagan lo que les venga en gana -dijo Laura.
– A los hombres hay que aguantarles muchas cosas -explicó conciliadora doña Teresa.
– Dudo que papá te haya hecho nunca lo que Santiago a mí. No, mamá, no, no se lo voy a perdonar. ¿Quién ha dicho que ellos tienen derecho a hacer lo que les venga en gana con nosotras? ¡No se lo voy a consentir!
A partir de entonces Amelia redobló su interés por la política, o mejor dicho, por el socialismo. Nunca más volvió a ninguna reunión ni mitin del partido de Azaña, y pese a las súplicas de Santiago, que temía por su embarazo, Amelia se convirtió en una colaboradora desinteresada de Lola en todas las actividades políticas de ésta, aunque descubrió que su amiga no le respondía con la misma confianza.
Una tarde de mayo acompañé a Amelia y a su madre al médico. Cuando salimos de la consulta, doña Teresa nos invitó a merendar en Viena Capellanes, la mejor pastelería de Madrid. Íbamos a celebrar que el médico había asegurado que el embarazo de Amelia transcurría con normalidad. Estábamos a punto de entrar en la pastelería cuando, en la acera de enfrente, vimos a Lola. Caminaba deprisa y llevaba de la mano a un niño de unos diez o doce años. Parecía que le iba regañando porque el niño la escuchaba cariacontecido. Amelia se soltó del brazo de su madre dispuesta a pedir a Lola que se uniera a nosotras.
Lola no ocultó su incomodidad al vernos. Pero la sorpresa nos la llevamos nosotras cuando oímos al niño decir: «Mamá, ¿quiénes son estas señoras?».
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