Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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A las cinco en punto de la tarde, en la iglesia de San Ginés, Amelia y Santiago se casaron. La suya fue una de esas bodas de las que se hicieron eco las páginas de sociedad de los periódicos madrileños, y a la que acudió gente de muchos lugares, ya que tanto don Manuel Carranza como Don Juan Garayoa tenían, por sus negocios respectivos, socios y compromisos en muchas otras capitales de España.

Doña Teresa estaba más nerviosa que Amelia, y tanto como ella estaban Melita y Laura, que hacían, junto a Antonietta, de damas de honor.

La ceremonia la concelebraron tres sacerdotes amigos de la familia. Y más tarde, durante el convite en el Ritz, Amelia y Santiago abrieron el baile.

Fue una boda preciosa, sí… Amelia siempre dijo que había sido la boda soñada, que no habría podido imaginársela de manera diferente.

Cuando al filo de la medianoche se despidieron de los invitados, Amelia se abrazó a Laura llorando, las dos como siempre tan unidas. Aquella noche sabían que su vida cambiaría, que al menos Amelia dejaba atrás ser la muchacha a la que se le permitían todas las travesuras, para pasar a convertirse en una mujer.»

Edurne se quedó en silencio. Llevaba mucho tiempo hablando, y yo ni me había movido fascinado como estaba por el relato.

Comenzaba a ver el reflejo de lo que había sido mi bisabuela y debo reconocer que había en ella algo que me intrigaba. Quizá fuera la manera en que Edurne la había descrito, o simplemente que había sabido despertar mi curiosidad.

La antigua doncella de mi bisabuela parecía exhausta. Sugerí que pidiéramos un vaso de agua, pero ella rechazó con la cabeza. Estaba allí, hablando conmigo, porque las señoras Garayoa se lo habían ordenado, ella conservaba un vínculo con ellas en el que cada cual tenía su papel establecido: ellas mandaban y Edurne obedecía. Así había sido en el pasado, y así continuaba siendo en este presente en el que ninguna de ellas podía aspirar a tener futuro.

– ¿Y luego qué pasó? -pregunté dispuesto a no dejarla que interrumpiera el relato.

– Se marcharon a París de viaje de novios. Fueron en tren. Amelia llevaba tres maletas. También cruzaron el Canal, para ir a Londres. Creo que la travesía fue terrible y ella se mareó. No regresaron hasta finales del mes de enero. Santiago aprovechó el viaje para ver a alguno de sus socios.

– ¿Y después? -insistí porque no quería imaginar que la historia se acabara así.

– Cuando volvieron del viaje de novios se instalaron en una casa propia, regalo de boda de don Manuel a su hijo. La casa estaba cerca de aquí, al principio de la calle Serrano. Don Juan y doña Teresa se habían encargado de amueblar la casa, y tener a punto todos los detalles para cuando los novios regresaran de París. Yo me fui a servir a casa de Amelia. No crea que no me costó separarme de mi madre, pero Amelia había insistido en que me fuera con ella. No me trataba como a una sirvienta, sino como a una amiga; supongo que los meses pasados en el caserío habían consolidado entre nosotras una relación especial. A Santiago le sorprendía la familiaridad que había entre nosotras, y de la que él mismo terminó participando. ¿Sabe? El era una gran persona… Amelia le pidió que le permitiera terminar Magisterio, y él aceptó gustoso; la conocía y sabía que difícilmente podía reducirla al papel de ama de casa. En cuanto a mí, ella se empeñó en que estudiara, en que tuviera ambiciones. Ya ve usted cómo era. Pero, además, a Amelia le influía mucho Lola García, y ésta la convenció para que me enviara a recibir instrucción en un local que tenían los de las Juventudes Socialistas de España. Allí enseñaban de todo: a leer y a escribir a máquina, a bailar, a coser…

– ¿Lola García? ¿La que huía de la policía?

– Sí, la misma. Fue una persona clave en la vida de Amelia… V en la mía.

Edurne estaba muy fatigada, pero yo no quería que dejara de hablar. Intuía que lo más interesante era lo que iba a contarme a continuación. De manera que le insistí para que bebiera agua.

– Perdone la pregunta, pero ¿cuántos años tiene usted, Edurne?

– Dos menos que Amelia, noventa y tres.

– O sea que mi bisabuela tendría ahora noventa y cinco años…

– Sí, así es. ¿Quiere que continúe?

Asentí agradecido mientras pensaba qué sucedería si encendía un cigarrillo. Pero temí que de un momento a otro apareciera el ama de llaves o la sobrina de las ancianas, y decidí no tentar a la suerte.

«Apenas había regresado de la luna de miel en París, cuando Amelia se encontró a Lola García. Fue por casualidad. Lola iba tres tardes a la semana a hacer la colada, coser y planchar a casa de unos marqueses que vivían en el barrio de Salamanca, muy cerca del domicilio de su tío don Armando. Una tarde en que Amelia salía de merendar con Melita y Laura, tropezó con Lola. Amelia se llevó una gran alegría, y por más que Lola se resistió, al final aceptó acompañar a Amelia hasta su nueva vivienda de recién casada.

Amelia trató a Lola como si fueran amigas de toda la vida, interesándose por sus cosas, sobre todo por sus avatares políticos. Lola respondía a sus preguntas con desconfianza; no terminaba de comprender a aquella chica burguesa que vivía en una lujosa casa del barrio de Salamanca y que sin embargo le preguntaba con avidez sobre las demandas de los obreros y las causas del descontento social.

Les serví café en el salón, y Amelia me invitó a sentarme con ellas. Yo estaba igual de incómoda que Lola, pero Amelia no parecía darse cuenta.

Lola le explicó que iba a recibir instrucción en una Casa del Pueblo, que allí le habían enseñado a leer y a escribir, que le hablaban de historia, de teatro, e incluso aprendía a bailar. Amelia parecía entusiasmada, y preguntó si me admitirían a mí o debía de afiliarme a las Juventudes Socialistas. Lola dudó, y se comprometió a preguntar.

– Supongo que la admitirán. Al fin y al cabo, Edurne es una trabajadora… aunque ¿no te gustaría afiliarte?

– Yo… bueno, nunca me ha interesado mucho la política, no soy como mi hermano -respondí.

– ¿Tienes un hermano? ¿En qué partido milita? -quiso saber Lola.

– En el PNV, y además trabaja en una sede del partido…

– O sea que colabora con los burgueses nacionalistas.

– Bueno, tiene un trabajo y además cree que los vascos somos diferentes -expliqué azorada.

– ¿Ah, sí? ¿Diferentes? ¿Por qué? Todos deberíamos ser iguales, tener los mismos derechos, no importa de dónde seamos. No, no sois diferentes, tú eres una obrera como yo. ¿En qué te diferencias de mí? ¿En qué has nacido en un caserío y yo en Madrid? Nadie nos va a regalar nada, seremos lo que seamos capaces de hacer por nosotras mismas.

Lola era una socialista ferviente y hablaba de derechos e igualdades con una pasión que logró contagiar a Amelia. Iba a recibir instrucción en aquella Casa del Pueblo a la que me llevaría Lola. Aquella misma tarde se decidió tanto mi destino como, sobre todo, el de Amelia.

3

Las visitas de Lola a casa de Amelia se hicieron frecuentes. Hasta que un día Amelia pidió a Lola que la llevara a alguna reunión política del PSOE o de la UGT.

– Pero ¿qué vas a hacer tú en una reunión nuestra? Lo que queremos es acabar con el orden burgués y tú… bueno, tú eres una burguesa, tu marido es empresario, y tu padre también… Te he cogido afecto porque eres buena persona; pero, Amelia, tú no eres de los nuestros.

Amelia se sintió herida por las palabras de Lola. No entendía que la rechazara de esa manera, que no la considerara una de los suyos. Yo no supe qué decir, hacía ya dos meses que asistía a las clases de la Casa del Pueblo y me sentía satisfecha de mis progresos. Me estaban enseñando a escribir a máquina, y temía que si Amelia se enfadaba con Lola, tuviera que dejar de ir.

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