Como si todos repitieran un ritual al que estaban acostumbrados, Tomasz se sentó en el suelo, lo mismo que Ewa y Grazyna; Amelia los imitó, y Piotr se tumbó sobre la estrecha cama quedándose dormido de inmediato. Permanecieron en silencio perdidos en sus propios pensamientos. Un rato después empezaron a escuchar los primeros ruidos del día y Piotr se despertó sobresaltado. Pero pronto recuperó la tranquilidad cuando vio a sus amigos sentados en el suelo casi en la misma postura en que estaban cuando había cerrado los ojos. Se levantó y salió al pasillo sin decir palabra. No vio a nadie, de manera que entró de nuevo en el cuarto e hizo una seña a Grazyna, que salió rápidamente seguida de Amelia. Unos minutos más tarde lo hicieron Tomasz y Ewa.
Aunque estaba muy cansada, Amelia disfrutaba del aire limpio de la mañana. El sol parecía querer filtrarse entre unas nubes altas que corrían a través del cielo de Varsovia. Grazyna parecía preocupada.
– Voy a llegar tarde -le dijo-. La hermana Maria se enfadará.
– Aún falta media hora para las ocho -respondió Amelia, intentando calmarla.
– Pero desde aquí al hospital hay una buena caminata. Deberías irte al hotel, ¿sabrás llegar?
– Prefiero acompañarte al hospital, desde allí me oriento mejor.
– ¿Les contarás a tus jefes de Londres lo que has visto? -quiso saber Grazyna.
– Preparé un mensaje y te lo llevaré más tarde -se comprometió Amelia.
– No es que no sepan lo que pasa en el gueto, pero creo que la política británica pasa por ganar la guerra, creen que ganándola se resolverá el problema judío.
– ¿Y no es una posición lógica?
– No, no lo es, la situación de los judíos es aún peor que la guerra misma. Eso es lo que quiero que les digas.
– Lo haré. ¿Crees que puedo hacer algo más?
– Con eso será suficiente. Bueno, me imagino que continuarás espiando a tu nazi.
– Ya te he dicho que le han trasladado al frente. No sé cuándo regresará, de manera que no tengo a quien espiar.
– Pero en el hotel se alojan otros oficiales.
– De los que procuro mantenerme alejada. Prefiero ser prudente, mi situación en Varsovia no es fácil. Soy la amante de un oficial médico, es mejor no llamar la atención.
– Quizá deberías arriesgarte un poco más. Los oficiales se sienten muy solos lejos de casa, seguro que alguno de ellos se rendiría ante una mujer como tú. Eres guapa y educada, y además española, una aliada. De ti no desconfiarán.
– Creo que tienes una opinión equivocada sobre mí. Ser la amante de Max es algo más que un trabajo, ya te dije que nos conocimos hace tiempo y le tengo en gran estima. No soy una prostituta.
– No he dicho que lo seas, sólo que saques partido a tu situación actual. Algunos hombres sólo hablan en la cama.
Amelia se sentía incomprendida por Grazyna. Admiraba a la ¡oven polaca, pero ésta seguía tratándola con desdén; aun así, se veía obligada a confiar en ella.
Se separaron en la puerta del hospital y Amelia aceleró el paso en dirección al hotel. Sentía la necesidad de darse un baño; cada poro de su piel olía a cloaca.
Estaba en recepción recogiendo la llave de su habitación cuando sintió el aliento de un hombre en su espalda. Se dio la vuelta y se encontró al comandante de las SS Ulrich Jürgens.
– ¡Vaya! ¡La distinguida señorita amiga del comandante Von Schumann! Tiene usted muy mala cara, ¿acaso ha dormido mal? Por el aspecto de su ropa parece que ni siquiera ha dormido. Veo que no ha tardado mucho en olvidar a Von Schumann.
– ¡Cómo se atreve! -Amelia tenía ganas de abofetear a aquel hombre que la miraba de arriba abajo de manera impertinente y la trataba como a una cualquiera.
– ¿Cómo me atrevo? No sé a qué se refiere, ¿acaso he dicho algo inconveniente? Quizá no he sido muy caballeroso al no disimular mi asombro por su aspecto. ¿Cómo habría actuado su barón en una situación así? ¿Cree que Von Schumann se habría hecho el distraído? No soy un aristócrata, dígamelo usted: ¿qué habría dicho él en mi lugar? -El tono burlón de Jürgens continuaba siendo grosero.
– Es evidente que usted no es un aristócrata, ni siquiera un caballero -dijo Amelia dándole la espalda para dirigirse al ascensor.
Ulrich Jürgens la siguió con ánimo de seguir ofendiéndola.
– Ya que no guarda las ausencias, no tendrá inconveniente en cenar conmigo esta noche. ¿A las siete le parece bien?
Amelia entró en el ascensor sin responder. Cuando las puertas se cerraron suspiró aliviada.
Después de un largo baño se metió en la cama. Se quedó dormida pensando en cómo esquivar al comandante Jürgens.
Cuando se despertó comenzaba a anochecer. Se había comprometido con Grazyna en llevarle un mensaje para Londres, pero decidió que sería más prudente permanecer en la habitación habida cuenta de que con toda probabilidad el comandante Jürgens rondaría por el vestíbulo esperándola. No quería darle la oportunidad de montar una escena en público y mucho menos llevando en el bolsillo un mensaje cifrado.
Buscó un libro e intentó distraerse leyendo hasta que unos golpes secos en la puerta la sobresaltaron.
– ¿Quién es? -preguntó a través de la puerta.
– ¿Acaso ha olvidado que la estoy esperando? -Era el comandante Jürgens.
– Haga el favor de no molestarme -respondió intentando que no le temblara la voz.
– No se haga la inocente conmigo, conozco a las mujeres como usted. Sus ademanes de gran señora no me engañan. No es más que una prostituta cara.
Amelia contuvo el deseo de abrir la puerta y abofetearle, pero no lo hizo. Temía a aquel hombre.
– ¡Márchese o presentaré una queja a sus jefes!
Le escuchó reír mientras volvía a aporrear la puerta. Amelia permaneció en silencio, sin responder a la ristra de insultos de Jürgens, quien al cabo de un rato, cansado de la escena, decidió retirarse.
Amelia aún permaneció un buen rato tras la puerta, sin atreverse a mover un músculo, temiendo que aquel energúmeno regresara. Luego colocó una butaca delante de la puerta y se sentó. No hubiese podido descansar en la cama sabiendo que podía volver. Pero Jürgens no regresó.
Al día siguiente Amelia se dirigió a casa de Grazyna. Lo hizo dando varias vueltas por la ciudad, temiendo que el comandante Jürgens la pudiera seguir a pesar de que no le había visto en el vestíbulo del hotel.
Grazyna parecía cansada, tenía ojeras y estaba de pésimo humor.
– ¿Por qué no viniste ayer? -le reprochó nada más verla.
– Por culpa de un comandante de las SS al que no le caigo demasiado bien.
– ¡Vaya, ahora resulta que también tienes amigos en las SS!
– No, no es un amigo, es un cerdo. Cada vez que me ve me ofende, aunque supongo que a quien realmente odia es a Max. Cuando regresé al hotel me lo encontré en el vestíbulo y empezó a mofarse de mi aspecto, como si me hubiera pillado regresando de una juerga. Se me insinuó y me invitó a cenar. Estuvo llamando a mi puerta durante un buen rato. Apenas he dormido esta noche temiendo que intentara entrar por la fuerza. Me pareció más prudente no salir de la habitación.
Grazyna asintió, luego cogió el papel que Amelia sacaba del bolso.
– ¿Es lo que tengo que mandar a Londres?
– Sí.
– Procuraré que les llegue esta misma noche.
– Quiero volver al gueto -le pidió Amelia.
– ¿Por qué?
– A lo mejor puedo seros útil, no sé, quizá a Sarah se le ocurra algo.
– No debemos correr peligros innecesarios.
– Lo sé, Grazyna, lo sé, pero puedo ayudar, aunque sea a cargar un saco de arroz.
Durante los dos meses siguientes, Amelia volvió al gueto en varias ocasiones ayudando a transportar la magra ayuda conseguida por aquel grupo de resistencia liderado por Grazyna.
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