Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Tras un buen rato esperando en la habitación, Piotr regresó. Traía cara de cansado.

– La condesa tenía invitados y no me ha quedado más remedio que esperar a que todos se marcharan. Ahora aguardaremos un rato más y luego saldremos en silencio. Ya sabéis lo que hay que hacer -dijo dirigiéndose a sus amigos-, y usted, Amelia, haga lo que nosotros; pero por lo que más quiera, no se le ocurra tropezar o decir una sola palabra.

La noche estaba cuajada de estrellas. Restos de luz parecían estar retenidos en el cielo de Varsovia, lo que no favorecía que se pudieran mover con tranquilidad, pero lo hicieron con presteza. Piotr levantó la tapa de la alcantarilla invitando con la mano a sus amigos a que se sumergieran en el subsuelo de la ciudad. Tomasz fue el primero en bajar por las estrechas escaleras de hierro que conducían a las cloacas. Le siguió Ewa, Grazyna y, por último, Amelia.

Piotr colocó la tapa encima de la alcantarilla y regresó a su habitación. Aquella noche no podía acompañarles. La condesa era imprevisible y podía llamarle en cualquier momento. Desde que había enviudado le había elegido para hacer menos largas sus noches, y él había aceptado sabiendo que eso le colocaba en una situación de ventaja respecto de los otros sirvientes. Nunca le avisaba con tiempo, pero él sabía leer en su mirada cuándo se iba a producir la llamada.

Sin embargo, aquella noche, pasara lo que pasase, debía arreglárselas para destapar la alcantarilla cuatro horas más tarde, justo el tiempo que sus amigos permanecerían en el gueto.

Amelia tuvo que contener el vómito que le subía por la garganta. El olor le resultaba insoportable. Caminaba sobre la podredumbre de Varsovia, esquivando ratas, hundiendo los pies en el agua sucia que bañaba la acequia subterránea que cruzaba la ciudad de un lado a otro.

Tomasz encabezaba la marcha seguido por Grazyna y Ewa, Amelia iba en último lugar. Una rata se cruzó entre sus piernas y gritó, asustada. Ewa se volvió hacia ella, vio al roedor correr y cogió a Amelia de la mano.

– No las mires -le recomendó.

– Pero ¿y si nos muerden?… -alcanzó a decir Amelia.

Ewa se encogió de hombros tirando de la mano de Amelia.

Tomasz había acelerado el paso, lo mismo que Grazyna, y Ewa no quería perderles de vista.

No caminaron mucho; acaso sólo fueron quince minutos, pero a Amelia le pareció una eternidad. Luego Tomasz se detuvo y les señaló unas viejas escaleras de hierro. Fue el primero en subir. Golpeó dos veces la tapa de la alcantarilla y alguien la levantó. Una mano cogió la de Tomasz y tiró de él hacia arriba. Luego les llegó el turno al resto.

– Deprisa, los soldados no tardarán -dijo un hombre al que apenas se le veía el rostro envuelto como estaba por las sombras de la noche.

Les guió hasta un edificio cercano donde otro hombre aguardaba impaciente en el portal.

– Os habéis retrasado.

Subieron por las escaleras hasta el cuarto y último piso donde otro hombre aguardaba en el descansillo flanqueando una puerta abierta que daba a una estancia apenas iluminada.

– ¡Gracias a Dios que estáis aquí! -exclamó una mujer que salió a recibirles-. ¿Y ésta quién es? -preguntó al ver a Amelia.

– Es amiga mía y nos puede ser útil. Habla alemán pero es española -explicó Grazyna.

– ¿Has traído medicinas? -preguntó la mujer.

– Sí, aquí están, no es mucho, pero me ha sido imposible robar más.

La mujer abrió con impaciencia la bolsa que le entregaba Grazyna. Amelia se fijó en ella. Debía de tener cerca de sesenta años o quizá más, estaba muy delgada, con el rostro demacrado lleno de arrugas, las canas surcaban el cabello que en tiempos debió de ser negro y que ahora llevaba recogido en un moño; su mirada era de un azul muy vivo.

– No es suficiente -se quejó la mujer cuando examinó el contenido de la bolsa.

– Lo siento, intentaré traer más la próxima vez -se disculpó Grazyna.

Amelia buscó con la mirada a Tomasz y a Ewa, que se encontraban al fondo de la habitación hablando con el hombre de la escalera y con el que les había guiado hasta allí.

– ¿Dónde está Szymon? -preguntó Grazyna con tono impaciente.

– Mi hijo vendrá de un momento a otro. Está en el hospital.

– ¿Tienen un hospital aquí? -preguntó Amelia.

– No es exactamente un hospital, sino un recinto donde cuidamos a los que están más enfermos. Mi hijo es médico -respondió la mujer en alemán.

– Sarah es la madre de Szymon -dijo Grazyna a modo de presentación de la mujer que les había recibido.

– Ya ves, tengo un hijo loco enamorado de una gentil -rió Sarah mientras cogía la mano de Grazyna con afecto y se acercaban al grupo donde estaban Tomasz y Ewa con los otros hombres.

– Éste es Barak, el hermano de Szymon, y éste es Rafal -le presentó Grazyna a Amelia-. Ellos se encargan de que, pese a la guerra, nuestros niños sigan estudiando.

Ewa había abierto la bolsa en la que traía caramelos y dulces.

– A los niños les gustan los caramelos que haces -dijo Rafal.

– Siento no haber traído más, pero es difícil andar cargada con una bolsa sin llamar la atención de los soldados.

– Deberíamos atrevernos a traer más bolsas -se quejó Tomasz.

– Llamarías demasiado la atención, prefiero traer lo justo y evitar que os detengan -sentenció Sarah.

La bolsa de Tomasz estaba repleta de material escolar: cuadernos, lápices, sacapuntas, gomas… Era maestro y algunos de los niños del gueto habían sido alumnos suyos. Rafal había sido profesor de música en la misma escuela en la que Tomasz continuaba impartiendo clases. Eran amigos desde hacía demasiados años como para que los invasores alemanes pudieran romper su amistad.

– Les estoy explicando a Tomasz y a Ewa que han vuelto a reducir los alimentos que entran en el gueto. Dicen que con ciento ochenta y cuatro calorías al día tenemos suficiente. Nos están matando de hambre. Hemos organizado cantinas donde cocinamos algo de sopa con lo poco que tenemos para distribuirla entre los más necesitados. Pero lo peor es la falta de medicamentos, tienes que conseguirnos más. -El tono de Rafal era de súplica.

– Lo haré, aunque temo que me descubran. La hermana Mana es muy buena y hace la vista gorda, pero un día de estos la interrogarán, y aunque sé que no me delatará le quitarán la llave de la farmacia -respondió Grazyna.

– Szymon está desesperado, dice que no soporta ver cómo se le mueren los niños sin poder hacer nada por ellos porque carece de las medicinas adecuadas -continuó diciendo Rafal.

Unos golpes suaves en la puerta les puso en alerta. Sarah se adelantó a abrir y besó al hombre que acababa de llegar.

– Madre, ¿ha venido Grazyna?

– Pasa, hijo, está allí al fondo de la sala.

Szymon entró en la sala y se dirigió sin dudar hacia Grazyna, a la que abrazó con fuerza. Permanecieron abrazados durante unos segundos, luego se sentaron junto a los demás. Grazyna le presentó a Amelia, y a ella le sorprendió el gran parecido de los dos hermanos, Szymon y Barak, con su madre. Morenos, huesudos, delgados y el mismo color azul intenso en la mirada.

– Debemos hacer algo, no podemos continuar así- se quejó Szymon.

– Pero ¿qué podemos hacer? Vigilan noche y día el gueto, no hay manera de salir salvo para los que se llevan a trabajar -le contestó su hermano Barak.

– El otro día un oficial de las SS dio una fiesta e hizo que le trajeran del gueto a algunos de nuestros mejores músicos -añadió Rafal.

– Tenemos que conseguir víveres y medicinas. Quizá nuestros hermanos de Palestina puedan ayudarnos. Necesitamos ponernos en contacto con las delegaciones que tienen en Ginebra o en Constantinopla. Con dinero se puede comprar a alguno de estos cerdos nazis para que nos permitan adquirir alimentos y traerlos al gueto -insistió Szymon.

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