Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Grazyna intercambió una rápida mirada con Tomasz y éste movió la cabeza como asintiendo a lo que ella le preguntaba calladamente.

– Lo enviaré de inmediato, puede que esta misma noche -se comprometió Grazyna.

– Sí, hazlo. Max se marcha mañana, me ha dicho que estará unos días fuera, que se va al norte justo donde va a haber un mayor despliegue de tropas. Tienen muchas divisiones en Polonia…

– Bueno, al menos durante unos días te librarás de la presencia de ese hombre -concluyó Grazyna.

– ¿Crees que podría pasar con vosotros al gueto?

– ¡No! -respondieron todos a la vez.

– Bueno… sólo preguntaba… me gustaría ayudar…

– Tú haz tu trabajo, nosotros haremos el nuestro. ¿Te imaginas que nos detuvieran? No quieras correr más riesgos de los necesarios -le reprochó Grazyna.

El 22 de junio la «Operación Barbarroja» se puso en marcha: la Wehrmacht invadió la Unión Soviética. La noticia no cogió desprevenida a Gran Bretaña. A través de sus agentes, la Inteligencia británica contaba con información sobre el movimiento de tropas alemanas. La que aportó Amelia Garayoa fue una de las tantas que corroboraron lo que ya sabían en Londres. Para entonces ya habían logrado descifrar el código de Enigma con el que el Ejército y la Marina alemanas cifraban sus mensajes. Para Churchill fue una buena noticia. Estaba convencido de que Hitler, a pesar de parecer invencible, no podría combatir con la misma intensidad en dos frentes a la vez.

Stalin, pese a que había recibido numerosas informaciones alertándole de la invasión, nunca les dio crédito. Es más, mandó fusilar a algunos de los que se atrevieron a advertirle.

Las purgas en el Ejército Rojo habían sido de tal envergadura, que sus mejores generales murieron fusilados. El ataque alemán fue brutal: 153 divisiones, 600.000 vehículos, 3.580 tanques, 2.740 aviones, divididos en tres grupos participaron en la invasión.

El jefe del Estado Mayor soviético, el mariscal Georgui Zhukov, telefoneó a Stalin, que se encontraba en su dacha de Kuntsevo, situada a 20 kilómetros de Moscú, para informarle de que las tropas alemanas habían traspasado la «raya» de la Polonia soviética. Stalin se quedó mudo, no podía creer lo que le decía Zhukov. Había confiado en Hitler hasta el extremo de haber descuidado la frontera polaca.

Amelia convirtió en costumbre visitar a Grazyna. No tenía nada mejor que hacer puesto que Max avanzaba con las tropas alemanas y ya no estaba en Varsovia. Poco a poco consiguió rebajar la antipatía que Grazyna parecía sentir por ella.

Una tarde acudió a buscarla al hospital donde conoció a la hermana Maria, que se encontraba en la enfermería con la mirada fija en unos papeles.

– Así que es usted la española… Grazyna me ha hablado de usted. Venga, la acompañaré a donde está, aunque no creo que tarde porque a las cinco termina su turno.

Grazyna se encontraba en una sala llena de mujeres; le estaba tomando la temperatura a una anciana que parecía estar al borde de la muerte. A Amelia le sorprendió la dulzura con la que trataba a la anciana. Cuando vio a Amelia y a la hermana Maria, se dirigió hacia ellas.

– Amelia, ¿qué haces aquí? ¿Qué ha sucedido? -preguntó Grazyna.

– Nada, perdona si te he asustado, es que pasaba cerca y he entrado a verte…

– ¡Qué susto me has dado! Veo que ya conoces a mi ángel protector -dijo sonriendo a la hermana Maria.

– No seas zalamera, que ya sabes que los elogios a mí no me hacen mella.

– Es mi amiga -dijo Grazyna, levantando la voz y tranquilizando a las mujeres, asustadas al oír que la recién llegada hablaba en alemán.

Mientras Grazyna se cambiaba de ropa, la hermana Maria invitó a Amelia a tomar el té en la enfermería. Las dos mujeres congeniaron de inmediato. La monja supo ver el tormento que reflejaban los ojos de Amelia.

– Hermana, necesitamos medicinas -le susurró al oído Grazyna.

– No puedo darte más, nos descubrirán -respondió la monja.

– Hay niños en un estado muy precario… es difícil contener la fiebre tifoidea en el gueto -respondió Grazyna.

– Si nos descubren será peor, porque ya no podrás llevarles nada más -replicó la hermana Maria.

– Lo sé, pero necesito esas medicinas…

– Voy a salir de la enfermería con Amelia para enseñarle el pabellón de los niños, tardaremos diez minutos.

– Gracias -murmuró Grazyna, agradecida.

En cuanto Amelia y la hermana Maria salieron de la enfermería, Grazyna abrió el cajón donde la monja guardaba las llaves y buscó la de la farmacia. Al regresar, la hermana Maria miró con preocupación la abultada bolsa que Grazyna llevaba en la mano.

– ¡Pero qué te llevas! Mañana tenemos inspección y ya sabes cómo se las gastan aquí, tienen inventariado hasta el último esparadrapo, ¿qué voy a decir?

– Diga que estaba mal el inventario.

– Eso ya lo dije la última vez… terminarán trasladándome a otro lugar por no ser diligente y permitir que desaparezcan medicinas de la farmacia.

– Pero la madre superiora nunca se lo ha reprochado…

– Sí, pero no quiere saber nada de lo que hago, dice que cuanto menos sepa, mejor. Además, la pobre no sabe mentir.

– ¡Venga un día al gueto y verá cómo necesitan lo que les llevamos! Allí hay médicos, pero no tienen con qué curar y lloran de impotencia al ver cómo se les muere la gente.

– Iros, iros, antes de que me arrepienta. Ahora tendré que pensar en una mentira para justificar la desaparición de todo lo que te has llevado.

Salieron a la calle donde olía a verano y el sol lucía sobre un cielo azul.

– Vamos a mi casa, Piotr vendrá a buscarme en cuanto anochezca. Si Dios nos ayuda, esta noche pasaremos al gueto a llevar esto -dijo Grazyna señalando el bolso.

– Déjame que os acompañe -pidió Amelia.

– ¡Estás loca! No puede ser. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

– Puede ser útil que envíe a Londres un informe sobre el gueto, creo que no acaban de comprender hasta dónde llevan los nazis su odio hacia los judíos.

Grazyna se quedó en silencio meditando las palabras de Amelia. Dudó un momento antes de responder.

– Te llevaré sólo si los demás están de acuerdo.

Piotr se mostró reticente lo mismo que Tomasz, pero entre Ewa y Grazyna vencieron sus resistencias.

– Los británicos no saben con exactitud lo que es el gueto, obtendremos alguna ventaja si Amelia se lo cuenta -argumentó Grazyna.

– Por lo menos tendrán información de primera mano -añadió Ewa.

Cuando empezaba a caer la noche Piotr ya había cedido y antes de que comenzara la hora del toque de queda se dirigieron por separado y con paso decidido hacia la casa de la condesa Lublin. Grazyna llevaba la bolsa con las medicinas y Tomasz y Ewa también cargaban con otras bolsas que parecían pesar más que la de Grazyna.

Piotr les hizo entrar por la puerta de servicio que daba a un vestíbulo donde una puerta batiente se abría a la cocina. Al otro lado había tres habitaciones para el servicio. Piotr tenía la suerte de contar con un dormitorio para él solo puesto que era el único varón de la casa; las otras dos habitaciones las ocupaban la cocinera y la doncella de la condesa.

– No hace falta que os recuerde que no debéis hacer ningún ruido y mucho menos salir de mi habitación. Las criadas dicen que odian a los nazis, pero prefiero no correr riesgos -les advirtió.

Grazyna, Tomasz y Ewa se dirigieron a la habitación de Piotr seguidos por Amelia. El cuarto era pequeño, apenas cabía la cama, una mesilla y un armario. Se sentaron en la cama a la espera del regreso de Piotr.

Amelia iba a preguntar algo, pero Tomasz le hizo un gesto para que guardara silencio.

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