Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– ¿A ti? Es una posibilidad, pero creo que antes que a ti nos detendrán a nosotros, al fin y al cabo tú eres la amante de un oficial alemán.

Amelia siguió las instrucciones de Grazyna y salió con paso rápido camino de la pastelería de Ewa, que no se encontraba muy lejos del hotel. Grazyna esperaría en la habitación su regreso.

Amelia no tardó más de diez minutos en llegar. La pastelería estaba precintada, así que preguntó al portero de la casa de al lado si sabía qué había sucedido.

– ¡Oh!, la policía vino hace un rato. No me pregunte por qué, no lo sé, ni lo quiero saber.

– Pero algo habrá pasado… -insistió Amelia, intentando hacerse entender con su precario conocimiento del polaco.

– Sí, seguramente. No sea curiosa y déjeme en paz.

El portero le dio la espalda y Amelia se sintió perdida. ¿Qué podía hacer? Tomó una decisión: iría a avisar a Piotr, seguramente él sabría cómo dar la voz de alarma entre el grupo de Grazyna. Sabía que era una decisión arriesgada, pero no tenía otra opción: a los únicos miembros que conocía del grupo eran, además de Grazyna y Ewa, a Piotr y a Tomasz, y no sabía dónde encontrar a este último.

Subió a un autobús que la dejó cerca de la casa de la condesa Lublin. Caminó con rapidez mirando a derecha e izquierda por si acaso veía algo sospechoso, pero nada de lo que veía parecía fuera de lo habitual. Se acercó a la parte de atrás de la casa situada en el callejón que también conocía, y golpeó suavemente la puerta de servicio conteniendo la respiración.

Una de las criadas de la condesa abrió la puerta y, con gesto adusto, le preguntó qué quería.

– Soy amiga de Piotr y necesito verle con urgencia… es… es por un asunto familiar -suplicó Amelia, esperando que la entendiera.

La criada la miró de arriba abajo antes de ordenarle que esperara fuera de la casa mientras ella iba a avisar al chófer de la condesa.

Piotr apenas tardó unos minutos en acudir acompañado de la criada. Al ver a Amelia, contrajo el gesto, pero no dijo nada, la agarró del brazo y la metió en su habitación.

– ¿Estás loca? ¿Cómo te atreves a presentarte aquí?

– Han detenido a la hermana María, también a Ewa. Grazyna está escondida en mi habitación. Tienes que avisar a tu grupo para que no vengan esta noche con las armas, u os detendrán a todos.

Consciente del peligro, Piotr pareció envejecer de repente. Le costaba pensar qué era lo que debía hacer.

– Puede que Ewa haya hablado y les hayan detenido a todos y estén a punto de venir a por mí -respondió después de unos segundos de silencio.

– No lo sé, pero aún podrías intentar hacer algo… Si Ewa no ha hablado, al menos existe la posibilidad de que tú y tus amigos podáis huir. Yo debo regresar con Grazyna.

– No, no te vayas. A ti te costará menos ir de un lado a otro… Te daré una dirección, en la plaza Zamkowy, allí encontrarás a uno de los nuestros, Grzegorz, él es quien tiene las armas que iban a traer esta noche aquí.

– ¿Y tú qué harás?

– Intentar huir.

– ¿Y si a tu amigo Grzegorz lo han detenido?

– Entonces es cuestión de tiempo que nos detengan a todos, incluso a ti -respondió Piotr, encogiéndose de hombros-, pero ahora vete.

Piotr abrió la puerta y miró a ambos lados del callejón, pero no vio nada que le llamara la atención. A modo de despedida, ambos se desearon suerte.

Amelia volvió a buscar un autobús para llegar hasta la plaza Zamkowy. Consultaba el reloj con impaciencia y rezaba pidiendo encontrar al tal Grzegorz.

Se bajó una parada antes de llegar a su destino y caminó deprisa buscando la dirección que le había indicado Piotr. Subió las escaleras y apretó el timbre con ansia. La puerta se abrió y en la penumbra vio dibujada la silueta de un hombre.

– ¿Grzegorz? Usted no me conoce, vengo de parte de Piotr para advertirle…

No pudo terminar la frase: el hombre la agarró del brazo y tiró de ella con fuerza al interior de la vivienda, arrastrándola hasta un amplio salón, también en la penumbra. Cuando los ojos de Amelia se acostumbraron a la falta de luz, pudo distinguir a un hombre tirado en el suelo sobre un charco de sangre. Apenas pudo esbozar un grito cuando el hombre que le sujetaba el brazo la empujó tirándola al suelo.

Desde allí pudo distinguir la figura de otro hombre que contemplaba la escena sentado cómodamente en un sillón.

– ¿Quién es usted? -le preguntó el hombre sentado.

Amelia estaba demasiado asustada para responder. El hombre le dio un puntapié en medio de la cara, y Amelia sintió el sabor metálico de la sangre en los labios.

– Más vale que hable, de lo contrario puede terminar como su amigo.

Ella continuó sin responder, estaba demasiado conmocionada para hacerlo.

– Jefe -dijo el hombre que había abierto la puerta-, mejor nos la llevamos a la central, allí hablará.

– Su nombre -insistió el hombre del sofá.

– Amelia Garayoa.

– Usted no es polaca.

– Soy española.

– ¿Española?

Los dos hombres parecían perplejos ante la afirmación de Amelia.

– ¿Qué hace una española combatiendo al pueblo alemán? ¿Acaso nuestros países no son amigos? ¿O es usted una puta comunista? ¿O acaso es judía? -insistió el hombre.

Le dio otro puntapié, pero esta vez Amelia alcanzó a cubrirse la cara. Luego sintió cómo la tiraban del brazo obligándola a ponerse en pie. Sintió un líquido pegajoso en las manos, en las piernas, y se dio cuenta de que era la sangre de Grzegorz.

– Así que forma usted parte del grupo de esa tal Grazyna, como este desgraciado. Pues ya ve cómo terminan nuestros enemigos -dijo el hombre mientras la empujaba hacia la puerta.

La metieron en un coche y la llevaron hasta Aleja Szucha, la sede central de la Gestapo.

Durante el trayecto se dijo a sí misma que, por duro que fuera lo que le esperaba, tenía que aguantar. Si les contaba que Grazyna estaba en su hotel, la detendrían de inmediato, y Amelia sólo tenía una cosa en mente: Ludovica le había asegurado que Max llegaría al día siguiente. Si era así, aunque no fuera fácil quizá Grazyna podría encontrar una oportunidad para acercarse a Max y explicarle lo que sucedía. Sólo él podía salvarla. Era su única oportunidad.

La condujeron a un sótano húmedo y la empujaron al interior de una celda. Inmediatamente se fijó en que en las paredes había rastros de sangre y se puso a temblar. Nunca nadie la había maltratado y no sabía si sería capaz de aguantar que la pegaran.

La tuvieron a oscuras, sin darle de comer ni de beber, hasta que perdió la noción del tiempo. Pensó en Pierre e imaginó que la Lubianka no sería demasiado diferente a aquel calabozo nazi. Repasó los avatares de su vida, arrepintiéndose profundamente del camino emprendido hasta llegar a aquella celda. Y se dijo que ella sola se había metido allí. Luego comenzó a rezar con la misma fe de cuando era niña. No es que hubiera dejado de hacerlo, a menudo musitaba una oración cuando afrontaba cualquier dificultad, pero lo hacía de manera casi automática, recordando que desde niña su madre le decía que nadie mejor que Dios para ayudarla. Ahora más que nunca necesitaba que fuera verdad lo que su madre le decía. Rezó todas las oraciones que recordaba: el Padrenuestro, el Avemaria, el Credo, y se lamentó de no saber más.

Cuando por fin se abrió la puerta, entró una mujer de aspecto temible que a empujones la llevó hasta una planta superior donde le anunció que iba a ser interrogada.

Amelia se sentía sucia, tenía hambre y sed y rezaba pidiéndole a Dios que le diera fuerzas para enfrentarse a lo que la esperaba.

La carcelera le ordenó que se desnudara, mientras varios hombres entraban en la sala. Uno de ellos era un capitán de las SS, los otros dos iban vestidos de paisano, y sin siquiera mirarla se quitaron las chaquetas, las colgaron en unos clavos que había en la pared y sin mediar palabra primero le arrancaron la ropa, y a continuación comenzaron a golpearla. El primer puñetazo lo recibió en el estómago, el segundo en las costillas y el tercero en el bajo vientre, con el cuarto se desmayó. Volvió en sí al sentir que se ahogaba. Los dos hombres le estaban metiendo la cabeza en una bañera llena de agua sucia. La metían y sacaban sin darle tiempo a coger aire. Cuando se cansaron de aquello, le ataron las manos con una soga que le despellejaba la piel y la colgaron de un gancho que pendía del techo. Con los brazos hacia arriba, desnuda, y sujeta sólo por aquella cuerda que encadenaba sus manos, Amelia sentía el crujir de sus huesos y el dolor de todos y cada uno de sus músculos. Notaba el sabor salado de sus lágrimas abriéndose paso por la comisura de los labios, y a lo lejos escuchaba sus propios gritos de dolor.

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