Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Se dirigió al Cuartel General sin saber a quién pedir ayuda, alguien con suficiente autoridad ante los hombres de los Einsatzgruppen, de la Gestapo, de las SS, de quienes fuera que tuvieran a Amelia.

Buscó a su ayudante, el capitán de intendencia Hans Henke; necesitaba hablar con alguien.

– Usted conoce al general Von Tresckow -le recordó el capitán Henke.

– ¿Cree que el general puede hacer algo?

– Quizá…

– Póngame con su ayudante… al menos puedo intentarlo.

– También puede recurrir a Hans Oster e incluso a Canaris, quizá ellos tengan más posibilidades de actuar.

– Sí… sí… tiene usted razón, tengo un amigo que trabaja con Oster, la Abwehr tiene oídos en todas partes… Hablaré con él e incluso con el mismísimo Hitler si fuera necesario.

A Grazyna la torturaron durante varios días con más saña aún de lo que habían atormentado a Amelia. Sospechaban que era quien dirigía aquel grupo de resistencia y necesitaban saber qué operaciones tenían en marcha. Algunos de los miembros del grupo a los que habían detenido, entre ellos a su prima Ewa y Tomasz, habían asegurado que no hacían más que intentar ayudar a algunos amigos del gueto, pero no les creyeron.

La operación contra aquel grupo había comenzado por la indiscreción de una de las secretarias del director del hospital donde trabajaba Grazyna. La mujer mantenía una relación sentimental con un soldado del Ejército alemán y en una ocasión, sin darse cuenta, le había comentado que su jefe sospechaba que alguien se estaba llevando medicinas del hospital, pero por más que éste preguntaba a la hermana Maria, la responsable de la farmacia, no lograban encontrar al culpable de los hurtos. La hermana Maria le aseguraba al director que ella no sabía nada, pero era evidente que alguien se llevaba las medicinas con la complicidad de la monja.

El director del hospital había dado cuenta a la policía y se había organizado una discreta y eficaz vigilancia sobre la hermana Maria, quien no había sospechado de un celador nuevo, en realidad un policía, al que colocaron a trabajar bajo sus órdenes. El celador parecía un buen hombre, siempre dispuesto a trabajar más horas de las que le correspondían.

No le fue difícil escuchar algunas conversaciones entre la monja y Grazyna, y llegar a la conclusión de que era ella quien se llevaba las medicinas con la complicidad de la hermana Maria.

La policía organizó un operativo para seguir a Grazyna noche y día, y con paciencia fueron conociendo a la mayoría de los miembros de la red. De esa manera supieron que preparaban algo importante y decidieron actuar deteniendo en primer lugar a la hermana Maria, a quien otorgaban una responsabilidad mayor de la que verdaderamente tenía. La detuvieron un sábado, después de que Grazyna saliera del hospital para que ésta no sospechara, y la torturaron con saña, pero la monja no pudo contar nada porque nada sabía. Cuando Grazyna regresó al hospital el lunes, le dijeron que la hermana Maria estaba enferma, y ella lo creyó, hasta que dos días después una enfermera que le tenía simpatía, le murmuró que había oído que la policía había detenido a la monja. Grazyna decidió huir y avisar a los miembros de la red, ya que para esa noche habían previsto llevar armas al gueto.

De todo esto se enteró Max von Schumann gracias a un contacto que le facilitó el amigo que trabajaba cerca de Hans Oster, el ayudante de Canaris. Ese contacto, de nombre Karl Kleist, era un oficial que trabajaba en el departamento de transmisiones y nadie habría dudado de que era un buen nacionalsocialista, aunque en realidad disentía de Hitler y de cuanto representaba.

Gracias a las presiones de sus amigos, Max logró sacar a Amelia de las garras de la Gestapo, pero no pudo obtener su liberación, y tuvo que conformarse con que la trasladaran a Pawiak, la prisión donde se hacinaban hombres y mujeres por igual.

Max intentó verla sin éxito; el comandante de las SS Ulrich Jürgens se había encargado de que Amelia tuviera la consideración de presa peligrosa; por tanto estaba en régimen de aislamiento, lo mismo que Grazyna.

A pesar de eso, Max continuó insistiendo a sus amigos situados en el Alto Mando del Ejército, interesándose por la situación de Amelia. Lo que no sabía era que la baronesa Ludovica hizo valer sus influencias políticas para impedir que su marido lograra liberar a su rival.

Unos días después de estos sucesos, Max recibió la orden de regresar al frente. Para Ludovica fue un alivio que dejara Varsovia.

– Te esperaré en Berlín, tengo que ir preparando el nacimiento de nuestro hijo. Aún no hemos hablado de qué nombre le pondremos, aunque hay algunos que quiero proponerte. Si es niño, que rezo a Dios para que lo sea, le llamaremos Friedrich, como tu padre, y si es niña, Irene, como mi madre.

Puede que si Ludovica no hubiera estado embarazada Max se habría separado de ella para siempre, pero a pesar de la aversión que sentía hacia ella, no podía dejar de alegrarse por la idea de tener un hijo, un hijo legítimo que daría continuidad a su apellido.

Karl Kleist, el oficial que trabajaba cerca del coronel Oster, le aseguró a Max que haría lo imposible por tenerle informado sobre Amelia.

Para Amelia supuso un alivio que la enviaran a la cárcel. Al menos allí no la torturaban sistemáticamente como habían hecho los hombres de la Gestapo.

A la sección de mujeres la llamaban «Serbia». Allí compartía una celda húmeda y llena de pulgas con varias mujeres, algunas de ellas condenadas a muerte por asesinato. Mujeres que aguardaban su fatal destino con aparente resignación. Una había matado con un cuchillo de cocina a su marido harta de que éste la maltratara. Otra era prostituta y había asesinado a un cliente para robarle. La más joven aseguraba que ella no había matado a nadie, que la habían detenido por error. Junto a ellas estaban las presas políticas: diez mujeres cuyo único delito era no ser nazis.

Estaban hacinadas, pero ése era el menor de los problemas. A los pocos días de llegar a Serbia, Amelia empezó a sentir picores por todo el cuerpo, no podía dejar de rascarse la cabeza. Una de las presas le dijo con indiferencia:

– Tienes piojos, pero terminarás por acostumbrarte. No sé qué son peores, si los piojos o las pulgas, ¿Tú qué crees?

Cuando Amelia llegó a la cárcel apenas podía moverse. Los torturadores le habían dejado señales en todo su cuerpo, además estaba muy débil ya que apenas le habían dado de comer ni de beber. Pasaron semanas antes de que tuviera fuerzas para hablar con aquellas mujeres que la trataban con una mezcla de curiosidad y de indiferencia.

Un día la trasladaron a la enfermería de la cárcel a causa de un desmayo. Cuando volvió en sí alcanzó a escuchar a la enfermera y al médico que la atendía referirse a Grazyna.

– ¿Por qué se habrá metido en líos esta española? Y aún tiene suerte de estar viva, a la tal Grazyna la ahorcaron hace unos días -dijo el médico.

– Pero a ésta también la condenarán a muerte, cualquier día llegará la orden de ejecución -respondió la enfermera.

– Al parecer ha sido amante de un oficial y éste está moviendo cielo y tierra para al menos salvarle la vida, aunque tiene neumonía y lo mismo no sobrevive -contestó el médico.

Amelia se sintió reconfortada al saber que Max no la había abandonado, que luchaba por su vida.

Poco a poco se fue recuperando y se amoldó a la rutina de la cárcel. En algunas ocasiones permitían a las presas pasear por el patio, pero la mayor parte del tiempo lo pasaban hacinadas en las celdas. No sabía nada de Max, pero si seguía viva era gracias a él. Casi todos los días se llevaban a alguien para ejecutarlo. Las mujeres repartían sus escasos bienes entre las compañeras de celda antes de ser conducidas al patio donde eran ahorcadas.

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