– Iré a Berlín, ya me las arreglaré para encontrar en Polonia al barón Von Schumann -dijo, por fin, Amelia.
– Puede que tenga que pegarse a él durante un tiempo, nos interesa tener una fuente tan destacada en el ejército. A pesar de su oposición a Hitler, es un militar de cierta graduación con acceso a otros militares de rango superior.
– Odia a Hitler, pero es un patriota, jamás dirá nada que pueda poner en peligro la vida de soldados alemanes.
– Así es, sin duda, pero se trata de que usted obtenga esa información sin que él tenga la sensación de estar traicionando a su patria. En esta ocasión podrá contar con ayuda. Hay una persona que usted conoce y que está en Berlín.
– ¿Quién es?
– Una compañera de entrenamiento, ¿recuerda a Dorothy?
– Sí, nos hicimos amigas.
– El marido de Dorothy era alemán, de Stuttgart, murió de un ataque al corazón. Ella habla alemán casi tan perfectamente como Jan.
– ¿Jan? Creo que no le conozco…
– No, a Jan no le conoce. Es británico, pero su madre era alemana. Se crió con su abuela materna porque se quedó huérfano siendo niño. Conoce Berlín como la palma de la mano. Vivió en la ciudad hasta los catorce años, cuando la familia de su padre le reclamó para darle aquí una educación más adecuada.
– ¿Con qué cobertura cuentan en Berlín?
– Se hacen pasar por un feliz matrimonio. Jan es un hombre que ya ha cumplido los sesenta; trabajó para el Almirantazgo, y aunque está cerca de la jubilación, se ha ofrecido voluntario para esta misión. Le hemos fabricado una identidad falsa: oficialmente, sus padres eran alemanes emigrados a Estados Unidos, y ahora el hijo pródigo ha querido volver a la patria atraído por el magnetismo de Hitler, y lo ha hecho con su encantadora esposa, una mujer con unos cuantos años menos que él. Disponen de medios suficientes para vivir aunque sin llamar la atención. El hecho de que Jan sea ingeniero nos es de gran utilidad; de manera que le hemos enviado con una radio especial, muy potente, aunque naturalmente tiene que esquivar las escuchas de la Gestapo. De ahora en adelante, cuando obtenga una información relevante, se la dará a ellos. También recibirá mis instrucciones a través de Dorothy y de Jan. Debe estar alerta para que nadie la siga cuando vaya a verles, y al menos por el momento es mejor que no hable con nadie de su existencia, ni siquiera a sus amigos, tampoco al barón Von Schumann.
El comandante Murray se alargó más de una hora explicándole a Amelia lo que se esperaba de ella.
Murray aceptó su petición de viajar a Alemania desde España. Sabía que lo único que no le podía negar, si quería seguir contando con su ayuda, era poder visitar de vez en cuando a su familia. Además, sólo podía viajar a Alemania desde un país amigo del Reich, y España lo era.
– No quiero que vayas -le dijo Albert cuando Amelia le anunció que debía regresar a Alemania.
– Es mi trabajo, Albert.
– ¿Tu trabajo? No, Amelia, lo que estás haciendo no es un trabajo. Te has metido en algo que no puedes controlar, eres una peonza que se mueve al antojo de otros. Cuando quieras recuperar el control sobre tu vida será demasiado tarde, ya no te pertenecerás. Déjalo, no te lo pido por mí sino por ti, déjalo antes de que te destruyan.
– ¿Crees que lo que hago no sirve para nada? -respondió Amelia, airada.
– No dudo de que los frutos del espionaje sean imprescindibles para ganar la guerra, pero ¿de verdad crees que estás preparada para ese juego sólo porque has hecho un cursillo en el Almirantazgo? Te están utilizando, Amelia, te dan cuerda diciendo que acaso cuando derroten a Hitler pensarán en hacer algo contra Franco, pero no lo harán, le prefieren a él antes de que España tenga un gobierno como el del Frente Popular ¿no te das cuenta?
– Nadie me ha prometido nada, pero creo firmemente que una vez que derroten a Hitler el régimen de Franco se tambaleará. Se quedará sin aliados. Siento que me veas tan insignificante, tan incapaz de hacer este trabajo, pero voy a continuar con mi misión, pondré lo mejor de mí misma para hacerlo bien.
– Entonces debemos replantearnos nuestra relación.
Amelia sintió una punzada de dolor en la boca del estómago. No estaba enamorada de Albert, pero desde la muerte de Pierre él era el pilar en el que se apoyaba, donde se sentía segura y no estaba preparada para perderle. Aun así, al responderle pudo más su orgullo.
– Si es eso lo que quieres…
– Lo que quiero es que vivamos juntos, que intentemos ser felices. Eso es lo que quiero.
– Yo también, pero siempre y cuando respetes lo que hago.
– Te respeto a ti, Amelia, claro que te respeto, pero por eso te pido que hables con el comandante Murray y le digas que lo dejas, que no vas a seguir adelante.
– No voy a hacer eso, Albert, voy a cumplir mi compromiso con el Almirantazgo. Para mí es compatible ese compromiso con mi relación contigo…
– Lo siento, Amelia. Si ésa es tu última palabra, lo siento pero no podemos seguir.
Se separaron. Dos días más tarde Amelia salía de casa de Albert con dos maletas donde llevaba todas sus pertenencias. Un coche del Almirantazgo la esperaba en la puerta. El comandante Murray había dispuesto su paso por España camino de Berlín.»-Bien, querido Guillermo -concluyó lady Victoria-, sé que Amelia pasó varios días en Madrid, supongo que estuvo con su familia. He hablado con el mayor Hurley y le tengo preparada una sorpresa. El mayor ha aceptado venir a cenar mañana a mi casa. Me ha dicho que hay algunos documentos desclasificados sobre ese viaje de Amelia a Alemania y nos dará algunos detalles durante la cena.
– Menuda suerte tengo de que usted y el mayor Hurley sean parientes -contesté con ironía.
– Sí, tiene usted suerte, y mucho más de que yo esté casada con un nieto de lord Paul James; de lo contrario, le sería muy difícil reconstruir lo que sucedió aquellos días.
Dejé la casa de lady Victoria con el compromiso de acudir a cenar al día siguiente a las seis. Cuando llegué al hotel telefoneé al profesor Soler. Le pedí que recordara si Amelia había pasado por Madrid a mediados de marzo de 1941, el profesor pareció dudar.
– Voy a consultar mis notas y le llamo. Amelia viajaba a menudo a Madrid, a veces estaba unos días, en otras ocasiones se quedaba más tiempo. La verdad es que no recuerdo que sucediera nada extraordinario en marzo de 1941.
– ¿Ella no les contaba nada de lo que hacía?
– No, nunca lo hizo. Ni siquiera a su prima Laura. Amelia aparecía y desaparecía sin decir nada. Su tío Armando intentaba saber cómo se ganaba la vida, pero Amelia le decía que confiara en ella porque se la ganaba de manera honorable. Sabíamos que vivía con Albert y en realidad pensábamos que era él quien la mantenía.
– Así que ni siquiera usted sabe bien lo que hizo Amelia… -le dije con desconfianza.
– Su bisabuela nunca ha sido objeto de mis investigaciones históricas, ¿por qué debería haberlo sido?
Una hora más tarde me telefoneó para decirme que no encontraba ninguna nota sobre aquellas fechas, de manera que ambos coincidimos en que Amelia habría pasado por Madrid y que, más allá de ver a la familia, no había acontecido nada nuevo.
No tenía más remedio que esperar a ver qué me deparaba la cena con el mayor Hurley en casa de lady Victoria. Tengo que confesar que me desesperaba un poco tanta formalidad. No entendía por qué el mayor Hurley y la propia lady Victoria no me contaban lo que sabían de un tirón, en vez de darme la información con cuentagotas. Pero eran ellos los que tenían la sartén por el mango, así que no tenía otra opción que acomodarme a lo que dispusieran.
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