Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Es un buen hombre -le dijo Dorothy aprovechando que Jan había salido un momento de la sala de estar.

– Y muy desconfiado.

– Hazte cargo de nuestra situación, tenemos que ser prudentes, cualquier fallo nos costaría la vida, a nosotros, a ti y a los otros agentes de campo.

– El comandante Murray no me dijo quiénes son los «otros»…

– Ni yo tampoco te lo diré: cuanto menos sepamos los unos de los otros, mejor; así reducimos las posibilidades de peligro. Si le detiene la Gestapo y te tortura sólo podrás hablarles dejan y de mí, pero no de los otros.

– Pero si os detienen a vosotros sería peor porque conocéis el nombre de todos nosotros.

– Si eso sucede, Amelia, no viviremos lo suficiente para contar nada. Hemos asumido que… bueno, supongo que a ti también te habrán dado una pastilla de cianuro. Es mejor morir que caer en manos de la Gestapo.

– ¡Por Dios, no digas eso!

– Cuando aceptamos hacer este trabajo aceptamos también la posibilidad de morir. Nadie nos está obligando a hacer lo que hacemos. Nuestra misión es ayudar a ganar la guerra, y en todas las guerras hay bajas, no sólo en el campo de batalla.

Jan entró en la sala llevando una bandeja con una tetera y tres tazas.

– No es como nuestro té, pero le gustará -dijo mirando a Amelia.

– Desde luego que sí… no tenía que haberse molestado.

– No es ninguna molestia, además, tener visita siempre es una buena excusa para tomar una taza de té. Y ahora establezcamos ciertas normas de seguridad pensando en futuros encuentros. No es conveniente que nos visite con demasiada frecuencia, salvo que tenga información que no pueda esperar. La Gestapo tiene ojos y oídos en todas partes, y cada vez que transmitimos corremos un claro peligro.

– Lo sé, lo sé, el comandante Murray me dio instrucciones de cómo debíamos trabajar.

– Es mejor que nos visite a horas normales, nadie sospechará si viene usted a la hora del té, pero sí despertaría sospechas que se presentara por la noche o muy de mañana.

– El comandante Murray creía que también podía encontrarme con ustedes en otros lugares.

– Aun así deberemos tener mucha precaución y elegir cuidadosamente el lugar de encuentro. Propongo el Prater, allí pasaremos inadvertidos.

– ¿El Prater? No sé dónde está -respondió Amelia.

– En la Kastanienallee-Mite, es una cervecería muy popular; en verano está a rebosar de clientes, los bocadillos de carne son excelentes y tiene también un teatro.

– Pero ¿no llamaremos la atención?

– Hay tanta gente, que no se fijarán en nosotros. Naturalmente será preciso pasar lo más desapercibidos posible, y vestir sin ostentación.

– Nunca he vestido con ostentación -respondió Amelia, molesta por la advertencia.

– Mejor así.

Jan explicó cómo preparar los encuentros y lo que debían hacer para indicar si sospechaban que estaban siendo seguidos.

– Si llevamos un periódico en la mano es que nadie nos sigue y se puede producir el contacto; si no estamos seguros, entonces sacaremos un pañuelo blanco del bolso y nos sonaremos la nariz. Esa será la señal de que no debemos establecer contacto y que, en cuanto sea posible, hay que abandonar el lugar intentando no llamar la atención.

Amelia sentía una íntima satisfacción por haber vuelto a ver a Dorothy, pero sobre todo por haber reanudado el contacto con el grupo de oposición liderado por el profesor Schatzhauser. Se decía a sí misma que hasta el momento había tenido suerte en su trabajo como agente. En Londres habían valorado positivamente el informe sobre la «Operación Madagascar», y mucho más su trabajo en Italia al haber podido aporta información sobre la invasión de Grecia por parte de Mussolini. Confiaba en que la suerte continuara de su parte, aunque era consciente de que según avanzaba la guerra su situación era cada vez más peligrosa.

Dos días después Amelia volvió a presentarse en casa del profesor Karl Schatzhauser. Lo encontró nervioso, temía que la Gestapo estuviera vigilando. Sabía que amigos suyos habían desaparecido sin dejar ningún rastro después de que la Gestapo se presentara en sus casas. Amigos que no eran judíos o militantes de izquierdas, sino gente como él, profesores, abogados, comerciantes, a los que les repugnaba ver a Alemania bajo el dominio de Hitler.

Helga y Manfred Kasten abrazaron con afecto a Amelia, lo mismo que el pastor Ludwig Schmidt. Amelia se preocupó al no ver al padre Müller.

– No tema, vendrá -aseguró el pastor Schmidt-. Esta reunión se ha convocado precisamente para que él nos cuente lo que sucede en Hadamar.

– ¿Hadamar? ¿Qué es Hadamar? -preguntó Amelia.

– Es un manicomio que está en el noroeste de Frankfurt. Un amigo nos avisó de que allí están ocurriendo cosas horribles. El padre Müller se ofreció a ir para intentar averiguar si lo que nos contaban es cierto -le explicó el pastor Schmidt.

– Pero ¿qué es eso tan horrible que les han contado? -preguntó Amelia con curiosidad.

– Es tal barbaridad que no puede ser verdad, ni siquiera Hitler puede atreverse a tanto. Pero el padre Müller es un joven muy apasionado y su intención es, si se confirma lo que nos han dicho, informar de inmediato al Vaticano.

Amelia insistió al pastor para que le dijera a qué barbaridad se refería.

– Nos han contado que matan a los enfermos mentales, que les quitan la vida para que no supongan una carga para el Estado.

– ¡Dios mío, qué horror!

– Sí, hija, sí, eso sería aplicar la eutanasia a unos pobres infelices que no se pueden defender. La persona que nos lo contó ha trabajado allí; dice que enfermó porque no soportaba que se les diera ese final a los disminuidos psíquicos y a los locos. Yo aún me resisto a creerlo, quien nos lo ha dicho simpatiza con los socialistas, y puede que esté exagerando -concluyó el pastor Ludwig Schmidt.

Mientras esperaban al padre Müller, Manfred Kasten informó que Max von Schumann estaría en Berlín a más tardar en una semana. Así se lo había asegurado la baronesa Ludovica, a la que se habían encontrado en el teatro. La baronesa parecía añorar a su marido y les había anunciado que en cuanto Max estuviera en casa pensaba organizar una cena de celebración. Ludovica se lamentaba de que a su marido le hubieran destinado a Polonia.

Por fin llegó el padre Müller; lo acompañaba una mujer, era su hermana Hanna.

Amelia lo encontró cambiado, más delgado y con un rictus de amargura en la comisura de los labios. Apenas le prestó atención, tal era su necesidad de explicar a sus amigos lo que había visto en Hadamar, donde había pasado las dos últimas semanas.

– Todo el pueblo sabe lo que sucede en el manicomio, hasta los niños. He sido testigo de cómo en plena calle un chiquillo que se peleaba con su hermano le decía: «Voy a contar a todo el mundo que estás loco y te enviarán a cocerte a Hadamar».

– Vamos, hijo, cuéntenoslo paso a paso -le pidió el pastor Schmidt intentando que el padre Müller recuperara la calma que parecía haber perdido en su viaje a Frankfurt.

– El hombre que nos dio la información nos dijo la verdad. Fui a la dirección que me había dado, la de la casa de su hermano, un caballero de nombre Heinrich, que vive con su esposa y dos hijos. Heinrich también trabaja en Hadamar, es enfermero. El corroboró punto por punto cuanto nos había contado su hermano. Me dijo que, si pudiera, él también se marcharía, pero que tenía una familia a la que mantener, de manera que por más que le costaba vencer sus escrúpulos continuaba trabajando en Hadamar. No resultó fácil, pero gracias a él pude entrar en el manicomio. Me presentó como a un amigo que necesitaba trabajo. El director del manicomio parecía desconfiar, pero Heinrich le explicó que nuestras familias eran viejas conocidas y que él me había hablado de su trabajo en el manicomio. Tuve que interpretar el papel más odioso que os podáis imaginar: el de un hombre del partido convencido de la superioridad de la raza aria y de la necesidad de deshacernos de todos aquellos que mancharan nuestra raza. Seguramente la mía fue una gran actuación porque el director de Hadamar fue cogiendo confianza y me aseguró que lo que hacían allí era por el bien de Alemania. Supongo que también le pareció buena idea contar con un par de manos más para hacerse cargo de los locos. La gente del pueblo evita el manicomio, tampoco les gusta tratar a los que trabajan allí. Al terminar la jornada, Heinrich solía acudir a un bar para tomar unos tragos antes de regresar a casa, decía que de lo contrario no podía dormir. Necesitaba perder la conciencia para poder mirar a sus hijos a la cara. En el bar, la gente nos evitaba como si tuviéramos La peste. Mientras tanto, Heinrich no paraba de beber. Lo que vi en Hadamar… ¡es horrible! -El padre Müller se quedó en silencio.

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