– Es una joven simpática, pero un poco rara, ¿verdad? -dijo Frank a sus padres.
– No es para menos, ha perdido a su familia en la guerra civil. Creo que si está aquí es porque le resulta difícil vivir en España rodeada del recuerdo de sus padres -explicó el señor Keller a su hijo.
– Para mí resulta una grata compañía -añadió Greta.
Amelia se presentó tan temprano en casa de Dorothy y Jan, que ambos se alarmaron.
– Pero ¿qué sucede? -preguntó Dorothy al abrir la puerta y encontrarse a Amelia.
La mujer aún tenía la bata puesta y en los ojos los restos del sueño de la noche.
– ¡Por Dios, Amelia, son las siete! ¡Dime qué sucede!
– Es urgente que envíes un informe a Londres, lo tengo redactado en clave. No es muy largo, pero cuanto antes lo tengan, mejor.
Jan apareció en el umbral de la puerta del salón. También llevaba puesta una bata.
– Le dije que viniera a horas en que no llamara la atención -le reprochó a Amelia.
– Lo sé, pero tengo una información de gran importancia, si no fuese así no me habría arriesgado.
Les repitió palabra por palabra lo que había contado el padre Müller, y aunque Jan parecía igual de impresionado que Dorothy, le recriminó a Amelia su imprudencia.
– Todo esto podría habérnoslo contado dentro de un par de horas o incluso esta misma tarde. Sin duda es terrible lo que sucede en el manicomio de Hadamar, pero insisto en que no debería haberse presentado a estas horas.
– ¡Cómo puede decir eso! ¡Los nazis están matando a miles de inocentes! El padre Müller dijo que Heinrich calculaba que ya han asesinado a cerca de ocho mil personas -respondió Amelia con un timbre de histeria en la voz.
– ¡Claro que es horrible! Pero debemos actuar con precaución, sin llamar la atención. ¿Cree que si nos hacemos notar podremos ayudar más a esos inocentes? Terminaremos despertando sospechas entre los vecinos, alguien puede dejar caer una palabra sobre nosotros en la Gestapo, ¿sabe lo que eso significaría?
Dorothy miró a Jan como pidiéndole que no fuera tan duro con Amelia. Luego salió de la sala para preparar café.
A Amelia le costó recobrar la tranquilidad. Jan la intimidaba, se sentía como una colegiala ante su presencia. El agente le volvió a recordar las medidas de seguridad acordadas.
– Bien, ahora debe quedarse aquí un buen rato. Puede que alguien más que la portera la haya visto entrar. Lo mejor es que salga a una hora razonable.
– ¿Cuándo enviará este informe a Londres?
– En cuanto pueda.
– Pero ¿cuándo será? -insistió Amelia.
– Usted hace su trabajo y yo el mío, cada uno sabe cómo hacerlo. No me presione, soy yo quien decido el momento.
– Vamos, Jan, Amelia está conmocionada, y no es para menos -intervino Dorothy.
– ¿Y crees que yo no? ¿Qué clase de persona sería si no sintiera espanto al oír lo que ese sacerdote ha contado sobre el manicomio de Hadamar? Pero hemos de actuar con cabeza, sin dar pasos en falso. Naturalmente que transmitiré cuanto antes esa información, pero ya sabes que debemos tomar todo tipo de precauciones para establecer contacto con Londres. Y no lo haré antes de ver a otra persona que también nos tiene que suministrar información. Una vez que le haya visto, enviaré lo que me diga junto al informe de Amelia, pero no debo arriesgarme a ponerme en comunicación con Londres dos veces el mismo día salvo en caso de emergencia.
– Tienes razón -concedió Dorothy.
– Claro que la tengo. Perder los nervios no nos llevaría a ninguna parte.
Aquel mismo día, Manfred Kasten y su esposa reunieron a un grupo de personas. El profesor Karl Schatzhauser les había pedido que convocaran esa reunión para aclarar algo sobre Amelia. No sabía por qué, pero no terminaba de creerla. Para él no tenía sentido que Amelia hubiera aparecido de repente ofreciéndose a ayudarles en lo que fuera.
– Puede que hayamos sido un tanto imprudentes aceptándola entre nosotros, en realidad no sabemos nada de ella -explicó el profesor.
– ¿Cree que puede ser una espía de Franco y que la información que obtenga de nosotros terminará sobre la mesa del mismo Hitler? -preguntó un hombre con el cabello cano y el aspecto de alguien acostumbrado a mandar.
– No lo sé, general… no lo sé… Max von Schumann parece confiar en ella, y prestó una gran ayuda al padre Müller sacando a una joven judía del país. Pero ¿por qué ha vuelto? No me creo su explicación de que está intentando recuperar el negocio paterno, o porque ha terminado su relación sentimental con ese periodista norteamericano y no tenía otro lugar mejor al que ir -respondió el profesor.
– A no ser que tenga un motivo personal para estar aquí -le interrumpió Helga Kasten.
– ¿Qué es lo que se te está pasando por la cabeza? -dijo su marido, mirándola con suspicacia.
– La hemos conocido a través de Max, y por lo que sabemos, ambos se conocieron hace años en Buenos Aires. No hace falta ser muy perspicaz para ver que Amelia es una persona especial para Max y que él también lo es para ella. Si Amelia ha roto su relación con Albert James, no es extraño que haya venido a Alemania en busca de Max.
– ¡Qué cosas se te ocurren! -le reprochó su marido.
– Puede que Helga tenga razón -intervino el hombre al que llamaban «general»-. Aun así no podemos confiar del todo en ella.
– No es conveniente que sepa cuántos jefes del Ejército estamos contra el Führer -repuso un coronel.
– En efecto, sería una temeridad -asintió el general.
– Sí, pero quizá ya sabe más de lo que nos conviene -respondió el profesor Schatzhauser-, por eso le he pedido a Manfred que convocara esta reunión.
– Bien, creo que la decisión que debemos adoptar es la de mantener una cierta distancia con la señorita Garayoa, pero sin dejar de verla; puede que nos convenga utilizarla dada su relación con los británicos -opinó Manfred.
– No creo que los británicos la escuchen ahora que ha roto con Albert James, al fin y al cabo su conexión con el Almirantazgo era de tipo personal -afirmó el profesor.
La preocupación del profesor y de sus amigos estaba justificada. Corrían un gran riesgo confiando en aquella española de la que tan poco sabían. Aunque el Ejército había jurado lealtad a Hitler, algunos jefes militares conspiraban contra el Führer y era lógico que desconfiaran.
La baronesa Ludovica estaba decidida a recuperar a su marido. No estaba dispuesta a seguir aceptando la indiferencia de Max porque a él sus diferencias políticas le resultaran irreconciliables. Ella era nazi, sí, y se sentía orgullosa de serlo. ¿Acaso el Führer no estaba devolviendo la grandeza perdida a Alemania? Le irritaba que Max estuviera ciego ante la evidencia de que Hitler era el hombre del destino. A ella le conmovía escucharle hablar, aquellos discursos del líder despertaban su orgullo de alemana. Pero Max era un romántico empedernido que despreciaba a Hitler y decía que era una vergüenza que el Ejército alemán estuviera bajo las órdenes de aquel cabo austríaco, así era como se refería al Führer. Ella le haría ver que debían ser prácticos; por lo pronto, las industrias de su propia familia en el Ruhr se habían visto favorecidas por el despegue económico de Alemania.
Pero Max anteponía su sentido del honor a cualquier consideración, de manera que nunca aceptaría la prosperidad familiar como motivo suficiente para aceptar el III Reich. Así pues, Ludovica sólo encontró una manera de que Max no terminara abandonándola, y ésta era quedándose embarazada. No resultaría fácil, puesto que hacía tiempo que sólo compartían casa, pero ella estaba dispuesta a cualquier cosa por tener un hijo, un hijo que haría que Max estuviera a su lado para siempre. Era el único varón de la familia; sus dos hermanas tenían hijos, pero sólo a través de él podía perpetuarse el apellido Von Schumann.
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