– Pero mañana temprano vendrá Edurne a relevarte, o tú también caerás enferma.
La monja debía de tener razón respecto a que Antonietta tenía un ángel de la guarda velando por ella, porque empezó a recuperarse hasta quedar fuera de peligro. El día en que le dieron el alta y Amelia la trajo a casa, doña Elena había organizado una pequeña fiesta. Bueno, en realidad no es que hiciera una fiesta, sino que la buena mujer había conseguido harina y manteca y unas granadas, no sé de dónde, y había hecho un pastel.
Antonietta estaba muy débil pero se la veía feliz de estar de nuevo en casa, con su familia.
Doña Elena nos había aleccionado a Jesús y a mí para que no hiciéramos ninguna travesura que molestara a Antonietta, y a Edurne le había encargado un único cometido: cuidar de la enferma.
En cuanto Amelia vio que su hermana mejoraba, anunció que regresaba a Inglaterra.
– Tengo que trabajar y ahora más que nunca para que podáis comprar las medicinas que necesita Antonietta.
Amelia también se encargaba de mi manutención puesto que mi abuela seguía en el hospital, y Lola no daba señales de vida. Don Armando había hecho lo imposible por saber de Lola, pero sin ningún resultado. Algunos de sus antiguos camaradas estaban en prisión, y sus familiares comentaban de todo sobre Lola: unos, que la habían fusilado en Barcelona; otros, que había muerto durante la guerra; incluso había quien aseguraba que había huido. Pero esto último Amelia no se lo creía porque, decía, de haber sido así, Lola me habría buscado. En cuanto a mi padre, continuaba en la Legión Extranjera, de manera que tampoco sabíamos gran cosa de él.
Don Armando y doña Elena me trataban como a uno más de la familia; supongo que se habían resignado a tenerme con ellos. Eran demasiado buenos para haberse desentendido de mí; además, su hijo Jesús y yo hacíamos buenas migas.
Antes de regresar a Londres, Amelia pidió a Edurne que fuera a preguntar a Águeda si le permitiría ver a su hijo. Doña Elena dijo que no era una buena idea, que si Santiago se enteraba, pondríamos a Águeda en un compromiso, y a lo mejor hasta la despedirían. Don Armando intercedió por su sobrina.
– Es lógico que quiera ver a Javier, por lo menos que lo intente, procurando ser discreta. Águeda es una buena mujer, seguro que hará lo posible para que Amelia vea a su hijo.
Sin embargo, doña Elena insistía en que Amelia no debía ir a ver a Javier, y tanta fue su insistencia, que don Armando terminó disgustándose con ella, y para sorpresa de todos, en especial de doña Elena, ordenó a Edurne que se acercara hasta la casa de Santiago para tratar de convencer a Águeda de que permitiera que Amelia viera al pequeño Javier.
Dos días estuvo Edurne merodeando cerca de la casa de Santiago hasta que vio a Águeda. Al principio la mujer se negó a que Amelia viera a Javier. Temía la reacción de Santiago, pero al final se ablandó, después de que Edurne le contara lo enferma que estaba Antonietta y cómo habían temido por su vida. En aquel momento no supimos por qué, pero cuando Edurne regresó de ver a Águeda, estaba nerviosa.
Águeda citó a Amelia para el día siguiente por la tarde en la puerta del Retiro como en la anterior ocasión. Laura dijo que iría con ella. Temiendo su reacción, no quería que su prima fuera sola a la cita y doña Elena decidió que Jesús y yo las acompañáramos.
Recuerdo que aquella tarde hacía frío, pero que a pesar de ser invierno, lucía el sol. Cuando llegamos a la puerta del parque, Águeda ya estaba allí. Llevaba el abrigo desabrochado, parecía que le quedaba pequeño porque había engordado. Llevaba a Javier cogido de la mano. El niño intentaba soltarse y echar a correr, pero Águeda no se lo permitía.
Laura tuvo que sujetar a Amelia para que no corriera hacia el niño.
– Por favor, contente y procura que el encuentro parezca casual, o de lo contrario Águeda no nos permitirá volver a acercarnos a Javier.
Las mujeres saludaron a Águeda y Amelia preguntó al niño si le quería dar un beso. Javier se lo pensó dos veces antes de mover la cabeza en señal de negación.
– Anda, hijo, dale un beso a esta señora tan guapa -le animó Águeda.
– No quiero, mamá -respondió Javier.
Amelia parecía que iba a llorar. Escuchar a Javier llamar «mamá» a Águeda le debió producir un enorme dolor. Pero su prima Laura le susurró al oído que se calmara.
– ¿Te portas bien, mi niño? -preguntó Amelia.
– Sí.
– ¿Y qué cosas te gusta hacer?
– Jugar con mi papá y con mi mamá. Y también jugaré con mi hermanito.
– ¿Tu hermanito? -Amelia estaba temblando.
– Sí, voy a tener un hermanito, ¿verdad, mamá?
Águeda miró angustiada a Amelia, y pudo ver lo mismo que vimos nosotros: desesperación y rabia.
– ¿Vas a tener un hijo, Águeda?
– Sí, señora.
– ¿Te has casado?
– No… no, señora.
– Entonces, ¿cómo vas a tener un hijo?
La mirada helada de Amelia hizo que Águeda bajara la cabeza avergonzada. Javier miraba a las dos mujeres sin entender lo que pasaba, pero, consciente de la tensión, empezó a hacer pucheros.
– Mamá, quiero ir a casa.
– Yo… lo siento, señora.
– ¿Duermes en mi cama?
– ¡Por Dios, señora, no me diga eso! ¿Qué quiere que haga? Yo… Don Santiago es muy bueno conmigo y yo quiero mucho al niño, y ya ve cómo el niño me quiere a mí. Estas cosas pasan, usted lo sabe bien… dejó a su marido.
– ¡Cómo te atreves a compararte conmigo! Yo no me he metido en la cama de ningún hombre casado ni le he robado a ninguna madre el cariño de su hijo.
Javier comenzó a llorar asustado por el tono de voz de Amelia, que apenas podía controlar su rabia.
– ¡Por Dios, señora, no hable así delante del niño!
– ¡Cómo te has atrevido! Te recomendaron a mis padres como una persona decente, pero no debimos fiarnos de ti, al fin y al cabo te habían dejado preñada sin estar casada.
– ¡Por favor, Amelia, no te rebajes así! -dijo Laura, intentando llevarse a su prima.
– Usted no es quién para juzgarme, no es mejor que yo, si no tiene el cariño de su hijo no es culpa mía, usted lo dejó.
Laura tuvo que sujetar a Amelia para impedir que abofeteara a Águeda. Jesús y yo nos habíamos quedado petrificados por la violencia de la escena.
– Vámonos, Amelia. Y tú, Águeda, no debes responder así a la señora, no olvides quién eres, no tienes ningún derecho a juzgarla y mucho menos a hablarle así de su hijo.
Águeda, pobre mujer, no sabía qué hacer, parecía a punto de llorar.
Laura agarró del brazo a su prima y tiró de ella obligándola a andar. Jesús y yo las seguimos sin atrevernos a hablar. Vimos perfectamente cómo temblaba Amelia. Cuando llegamos a casa, encontramos a doña Elena muy agitada discutiendo con don Armando. Se callaron al vernos entrar.
– ¡Tío, no sabe usted lo que ha pasado! -Amelia se echó llorando en brazos de don Armando.
– Me lo puedo imaginar, tu tía me acaba de contar algo que había estado guardando en secreto, por eso no quería que vieras a Águeda.
– Pero ¿usted sabía…? -Amelia miraba a doña Elena esperando una respuesta.
– Sí, hija, sí, yo sabía que Águeda está embarazada de Santiago, que se han amancebado. No te lo dije para no causarte dolor, bastante has sufrido ya.
– Pero, tía, debería habérmelo dicho -se lamentó Amelia.
– No me lo había dicho ni siquiera a mí -afirmó don Armando.
– No quería que nadie sufriera; si me he equivocado, pido perdón, pero mi intención ha sido buena -se excusó doña Elena.
– ¿Cómo lo ha sabido usted? -preguntó Amelia, a quien se le notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para no enfrentarse a su tía.
Читать дальше