– ¡Tío Paul, qué pretendes! -le interrumpió Albert.
– Sólo saber si estáis dispuestos a colaborar para que esta guerra termine cuanto antes.
– Soy periodista y mi única manera de colaborar contra la guerra es contándole a la gente lo que sucede.
– Ya te lo he dicho, Albert, en esta ocasión no podrás ser neutral. Por más que la política de Chamberlain ha sido la de contemporizar con Hitler, nos hemos visto abocados a la guerra. Desgraciadamente Hitler no se va a conformar con Polonia, sin olvidarnos de que los soviéticos, como supongo sabes, han decidido quedarse con Finlandia. Me temo que aún no sabemos realmente la dimensión que va a alcanzar esta guerra, pero mi obligación es suministrar a mis superiores información para que tomen las decisiones adecuadas. Tras la declaración de guerra hemos tenido que abandonar Alemania, pero necesitamos ojos y oídos allí.
– Y si no me equivoco, pretendes invitarnos a formar parte de esos grupos que estás organizando.
– Sí, así es. Tú eres estadounidense y puedes ir por todas partes sin despertar sospechas, y la señorita Garayoa es española. Su país es aliado de Hitler, y con su pasaporte puede viajar por Alemania sin despertar sospechas. Antes me hablabas del barón Von Schumann, cuyo papel como integrante de la oposición no me interesa tanto como el hecho de que es un militar de alta graduación bien considerado en el Ejército. Tiene acceso a información que puede sernos vital.
– Max von Schumann nunca traicionará a Alemania. Sólo quiere acabar con Hitler -terció Amelia.
– Pero eso, querida señora, no lo podrá hacer sin romper unos cuantos platos. Me temo que en estas circunstancias todos terminaremos haciendo lo que no nos gusta.
– Lo siento, tío Paul, no puedo ayudarte -declaró Albert.
Paul James miró a su sobrino con disgusto. Esperaba que la guerra le hubiera abierto los ojos pero Albert continuaba teniendo un sentido romántico del periodismo.
– Dígame, lord James, si Gran Bretaña gana la guerra a Alemania ¿qué efecto tendrá en el resto de Europa? -preguntó Amelia.
– No entiendo…
– Quiero saber si el fin de Hitler puede suponer que las potencias europeas decidan restablecer la democracia en España. Quiero saber si van a seguir apoyando y reconociendo a Franco.
A lord James le sorprendió la pregunta de Amelia. Era evidente que la joven sólo colaboraría si creía que eso podía beneficiar a España, de manera que se tomó unos segundos mientras buscaba las palabras adecuadas para responder a Amelia.
– No puedo asegurarle nada. Pero una Europa sin Hitler sería diferente. La posición del Duce no sería la misma en Italia, y en cuanto a España… es evidente que para Franco supondría un duro revés no contar con el apoyo germano. Su posición sería más débil.
– Bien, si es así, creo que estaría dispuesta a colaborar contra Hitler.
– ¡Estupendo! Una decisión muy atinada, querida Amelia.
– ¡Pero Amelia, no puedes hacerlo! Tío, no debes engañarla…
– ¿Engañar? No lo hago, Albert, no lo hago. Amelia ha hecho una ecuación y el resultado puede ser el que anhela. No se lo puedo garantizar, pero si ganamos esta guerra habrá consecuencias inmediatas en la política europea, naturalmente también en España.
– Para mí es suficiente que haya una sola posibilidad. ¿Qué quiere que haga? -dijo Amelia.
– ¡Oh! Por lo pronto prepararse. Necesita entrenamiento y seguramente reforzar las lenguas que habla. ¿Cuáles son? ¿Ruso, francés, alemán?
– Hablo francés igual que español; en alemán no tengo problemas, incluso dicen que mi acento es bastante bueno; en cuan-(o al ruso, la verdad es que sólo me defiendo. Tengo cierta facilidad con los idiomas.
– ¡Perfecto!, ¡perfecto! Trabajará sus conocimientos de ruso y pulirá aún más su alemán. Además aprenderá a enviar y descifrar mensajes y también algunas técnicas imprescindibles en el negocio de la información.
– Amelia, te pido que reconsideres el compromiso que estás adquiriendo. No tienes ni idea de dónde te estás metiendo. Y tú, lío Paul, no tienes derecho a embaucar a Amelia y a ponerla en peligro por una causa que no es la suya. Los dos sabemos que España no es una prioridad para la política exterior de Gran Bretaña, incluso Franco os molesta menos en el poder que si hubiera un gobierno comunista. No permitiré que engañes a Amelia.
– ¡Por favor, Albert! ¿Crees que la estoy engañando? No lo haría aunque sólo fuera por ti. Alemania se ha convertido en un gran peligro para todos, tenemos que ganar esta guerra. Yo no he dicho que si ganamos eso signifique la caída de Franco, sólo que sin Hitler las cosas no serán igual. Amelia es inteligente, sabe lo que da de sí la política.
– Es una apuesta, Albert, en la que en mi caso a lo mejor hay algo que ganar y nada que perder; ya lo he perdido todo -les interrumpió Amelia.
– Si trabajas para el tío Paul vivirás en un submundo del que no podrás escapar.
– No quiero tomar esta decisión sabiéndote en contra. Ayúdame. Albert, entiende por qué he dicho que sí.
Cuando se marcharon, lord James se tomó otro oporto. Estaba contento. Sabía que Amelia Garayoa era un diamante a la espera de pulir. Llevaba demasiado tiempo en la Inteligencia para saber quién tenía potencial para convertirse en un buen agente, y estaba seguro de las cualidades de aquella joven de frágil y delicada apariencia.
Aquella noche lord James durmió de un tirón pero Amelia y Albert la pasaron en vela, discutiendo.
A las siete de la mañana del día siguiente un coche del Almirantazgo pasó a recoger a Amelia.
Lord James llevaba uniforme de marino y pareció alegrarse al verla.
– Pase, pase, Amelia. Me satisface que no haya cambiado de opinión.
– Usted piensa en Inglaterra y yo en España, espero que podamos conciliar nuestros intereses -respondió ella.
– Desde luego, querida, también es mi deseo. Ahora le presentaré a la persona que se encargará de su instrucción, el comandante Murray. El la pondrá al tanto de todo. Antes debe firmar un documento comprometiéndose a una total confidencialidad. También fijaremos sus honorarios, porque esto es un trabajo.
El comandante Murray resultó ser un cuarentón afable que no ocultó su sorpresa al ver a Amelia.
– Pero ¿cuántos años tiene usted?
– Veintidós.
– ¡Si es una niña! ¿Lord James sabe su edad? ¡No podemos ganar la guerra con niños! -protestó.
– No soy una niña, se lo aseguro.
– Tengo una hija de quince años y un hijo de doce, casi tienen su edad -respondió él.
– No se preocupe por mí, comandante, estoy segura de que podré hacer lo que me pidan.
– El grupo que está a mi cargo está formado por hombres y mujeres de más edad, el que menos tiene treinta años, no sé qué voy a hacer con usted.
– Enseñarme todo lo que yo sea capaz de aprender.
Murray le presentó al resto del grupo: cuatro hombres y una mujer, todos británicos.
– Todos ustedes comparten una misma cualidad: el conocimiento de idiomas -les dijo Murray.
Dorothy, la otra mujer del grupo, había sido maestra hasta su reclutamiento. Morena, no muy alta, rondaba los cuarenta, tenía una sonrisa franca y abierta y enseguida simpatizó con Amelia.
Del resto de los integrantes, Scott era el más joven, tenía treinta años, Anthony y John pasaban de los cuarenta.
El comandante Murray les explicó el programa de entrenamiento.
– Aprenderán cosas en común y otras específicas en función de sus cualidades. Se trata de sacar lo mejor de ustedes mismos.
El comandante Murray les fue presentando a sus instructores y a la hora de comer los despidió, citándolos para el día siguiente a las siete en punto.
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