Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Amelia le abrazó, agradecida.

– ¡Gracias! ¡Muchas gracias!

– ¿Estáis bien preparados? Necesitáis ropa de abrigo o de lo contrario moriréis congelados.

– Creo que llevamos todo lo que necesitamos -aseguró Albert.

La primera noche durmieron al aire libre; luego en pequeños refugios de pastores. Aitor abría la marcha con paso seguro a pesar de la oscuridad, y Albert la cerraba. Amelia y Rajel caminaban en silencio, sin quejarse de la dureza del terreno ni del temor que les producían los sonidos de la noche.

– Nos queda muy poco para entrar en España, y es mejor hacerlo sin luz -les anunció Aitor de madrugada.

– ¿Cuánto falta? -preguntó Albert.

– No más de quince kilómetros. Luego iremos al caserío de mis abuelos. Allí nos están esperando.

Amelia vislumbró la figura de Amaya dibujándose en la puerta del caserío y corrió hacia ella llorando. Se abrazó a su ama y la mujer la cubrió de besos.

– ¡Querida Amelia, qué guapa estás! ¡Cómo has cambiado! ¡Dios mío, pensé que nunca más volvería a verte!

Pasaron al interior del caserío, del que Amelia guardaba recuerdos entrañables, y se sintió apesadumbrada al enterarse de que el abuelo había muerto y al ver que la abuela yacía enferma en la cama.

– Ya ni siquiera habla -murmuró el ama Amaya señalando a la anciana, que parecía no reconocerles.

Amaya les preparó de comer y dejó escapar una carcajada al ver la expresión de Albert al beber un tazón de leche.

– ¿No te gusta? Entonces es que nunca has tomado leche de verdad, está recién ordeñada.

– ¿Qué sabes de mi familia?

– Edurne escribe de vez en cuando, pero con mucho miedo, ya sabes que ahora abren las cartas y la policía sospecha de todos. Tu hermana Antonietta parece que mejora; en cuanto al hijo de Lola, continúa en casa de tus tíos porque su abuela sigue en el hospital. Don Armando tiene trabajo, y tu prima Laura parece que está contenta en el colegio. Mi Edurne les sirve bien, no te preocupes.

– Supongo que no te contará nada de mi hijo Javier ni de Santiago…

– A tu hijo lo ven de lejos y es un niño hermoso al que no le falta de nada. Águeda lo cuida y lo lleva muy limpio. ¿No vas a buscar un teléfono para llamarles?

– ¡Pues claro que no! -interrumpió Aitor-. Es mejor que sea discreta, y cuanto más inadvertida pase, mejor; la policía controla todas las llamadas.

– Sí, tienes razón -admitió Amelia.

– Ahora os diré cómo llegar a Portugal. Tengo un amigo que se dedica a la chatarra, va y viene por todas partes con una camioneta pequeña. Os llevará a Portugal, aunque tendréis que pagarle. El viaje es largo y os pueden detener, de manera que no os va a salir barato, ¿tenéis dinero?

Albert aseguró que pagarían lo que fuera necesario y Aitor le miró reconociendo que no era un hombre común. Se preguntó si Amelia estaría enamorada de él y llegó a la conclusión de que no, aunque era evidente que hacían una buena pareja.

No había pasado ni media hora cuando José María Eguía, el chatarrero, se presentó en el caserío. Aitor salió a recibirle en cuanto oyó el ruido del motor de la camioneta.

Eguía exigió dinero por adelantado para llevarles hasta Portugal.

– Si me meto en lío -dijo-, al menos quiero sacar unas pesetas, que buena falta me hacen. Tengo mujer, tres hijos y a mi suegra viviendo con nosotros y poco que echar al puchero. Además, si uno hace un trabajo tiene que cobrarlo, ¿no?

No le discutieron ni una peseta y se despidieron de Aitor y de Amaya.

– Gracias, no olvidaré nunca lo que has hecho por mí -le dijo Amelia.

– Tened cuidado, Albert y tú tenéis los pasaportes en regla, pero la chica judía… No sé qué harían con ella si os parase la policía.

– Tendremos cuidado, no te preocupes.

– Podéis confiar en Eguía. Es buena persona, aunque un poco bruto. Sus abuelos tenían el caserío cerca de aquí, cuando éramos pequeños jugábamos juntos.

– ¿Es del PNV? -quiso saber Amelia.

– No, a éste no le interesa la política.

Apenas cabían en la camioneta. Albert se sentó al lado de Eguía y Amelia y Rajel se acomodaron en la parte de atrás, entre un montón de chatarra, pero ninguna de las dos mujeres se quejó.

– ¿Crees que lograremos llegar a Portugal? -preguntó tímidamente Rajel a Amelia.

– Ya verás cómo lo conseguimos. El viaje es largo y con estas carreteras más… pero llegaremos y Albert te ayudará a viajar a Estados Unidos.

Rajel la miró agradecida por aquellas palabras de ánimo. El viaje no fue fácil y pronto fue evidente que la camioneta estaba en peor estado de lo que parecía. En Santander se les pinchó una rueda, y Eguía después de desmontarla les dijo que estaba inservible y tendrían que comprar otra.

– Pero ¿no lleva usted una rueda de repuesto? -preguntó Albert con cierta alarma en la voz.

– ¡Quia! ¿De dónde voy a sacar yo una rueda de repuesto? Aquí no tenemos para nada.

Finalmente encontraron un viejo taller donde eligieron una rueda ya usada que, naturalmente, Albert pagó.

– Si la tengo que pagar yo el viaje no me sale a cuenta -explicó Eguía a modo de excusa.

Compraban pan y lo que encontraban y comían y dormían en la camioneta. Albert se ofreció a conducir, y aunque Eguía al principio se negó terminó por aceptar para poder descansar.

– ¡Menudo viajecito! Si lo sé les pido más por traerles -se quejó el chatarrero.

Albert James escribiría posteriormente algunos artículos sobre la España de la posguerra, en los que relataba que había encontrado un país que carecía de todo y en el que el miedo había sellado la voz de la gente.

Explicó que cuando paraban a tomar un café en cualquier bar, o a echar gasolina, o cuando entraban en alguna tienducha de mala muerte a comprar pan, se encontraban con un muro ante cualquier intento de obtener una opinión sobre la marcha de la situación política.

También le sorprendían los discursos exageradamente patrióticos de los nuevos jerarcas, pero, por encima de todo, le sobrecogía el hambre. En un artículo escribió que en aquellos años los españoles llevaban dibujado el hambre en el rostro.

Nada más entrar en Asturias, la camioneta se paró en medio de un puerto de montaña. Tuvieron que bajarse y entre todos empujarla fuera de la carretera, donde Eguía intentó arreglarla.

– ¡Uf, esto está fatal! -exclamó tras observar el motor.

– Pero ¿lo podrá arreglar? -preguntó Amelia.

– Pues no lo sé, puede que sí o puede que no.

Tuvieron suerte. Unos cuantos camiones del Ejército pasaron por el lugar y Eguía les hizo señas para que pararan.

El capitán que mandaba el grupo de los cuatro camiones resultó ser un hombre afable.

– Yo de esto no sé mucho, pero el sargento es un manitas y ya verá como arregla el motor.

Amelia rezó para que no les pidieran la documentación. Sobre todo temía que hicieran cualquier pregunta a Rajel, ya que ésta sólo hablaba alemán, o a Albert, que aunque hablaba español no lo hacía con fluidez. Al principio el capitán no mostró un interés especial en las dos mujeres, pero sí por Albert.

– ¿Y usted de dónde es? -le preguntó.

– Soy estadounidense.

– ¡Vaya! ¿No será usted de los que vinieron con las Brigadas Internacionales? -dijo riéndose.

– No, claro que no.

– Se le nota, hombre, se le nota, usted tiene aspecto de pudiente, de ser uno de esos americanos a los que le sobran los dólares.

– El dinero nunca sobra -respondió Albert por decir algo.

– ¿Y esas chicas?

– Mi esposa y su hermana.

– Ya tiene usted mérito en aguantar a la mujer y a la cuñada.

– Son buenas personas -respondió Albert, que no entendía del todo las bromas del capitán.

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