Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Supongamos que Carla Alessandrini consigue que le den a Rajel ese permiso y podemos sacarla de Alemania. Después ¿qué? -preguntó Albert James.

– Sálvenla. Hagan lo posible por que pueda llegar a Estados Unidos, allí hay una comunidad judía en la que quizá encuentre algún apoyo, puede que localice a alguno de los parientes de su madre que hace años emigraron a Nueva York.

– No les prometo nada, pero se lo pediré a Carla. Ella es antifascista y aborrece a los nazis. Y si ella no pudiera hacerlo quizá podría intentarlo yo, al fin y al cabo soy española y Franco es aliado de Hitler. Incluso si Carla la saca de Alemania, yo puedo ayudar a pasar a Rajel a España y llevarla hasta Portugal -afirmó Amelia.

Cuando el padre Müller se marchó, Max y el profesor Schatzliauser se disculparon con Amelia y Albert.

– Sabemos -dijo Max- que os hemos puesto en una situación comprometida y debo confesar que la idea ha sido mía, por lo que os pido disculpas. Conozco desde hace algún tiempo al padre Müller, es un hombre bueno y me gustaría ayudarle, aunque para ello os haya metido a vosotros en el lío. Sobre todo a ti, Amelia, puesto que tú eres la amiga de Carla Alessandrini.

De regreso al hotel Amelia y Albert discutieron. A él le preocupaba que Carla se sintiera utilizada por Amelia y eso pudiera resquebrajar la amistad entre las dos mujeres, y él sabía lo importante que era Carla para Amelia.

Pero Albert no conocía qué clase de mujer era la Alessandrini, y en cuanto Amelia le expuso la situación no dudó ni un momento aceptar ayudar a Rajel, a pesar de que su marido, Vittorio, le pidió prudencia.

– ¿Prudencia? ¿Cómo me pides prudencia cuando puedo ayudar a una pobre desgraciada? Lo haré, claro que lo haré, me presentaré en la policía solicitando el permiso de viaje para Rajel, diré que no puedo prescindir de sus servicios, que es una camarera extraordinaria. Aunque tenga que llamar a Goebbels para conseguir ese permiso… sacaremos a esa chica de aquí.

Amelia abrazó a su amiga y llorando le dio las gracias. Ella sabía que la diva tenía un gran corazón y no había dudado de que aceptaría hacer aquel favor tan peligroso.

Acompañada por el padre Müller y por la propia Rajel, Carla se presentó ante la oficina encargada de expedir los permisos de viaje de los judíos. Previamente, el funcionario del que dependía la tramitación había recibido un soborno en metálico, dinero facilitado por el propio Max.

Carla rellenó un sinfín de papeles, respondió a otro sinfín de preguntas absurdas y sobre todo se comportó más diva que nunca, sabiendo que eso podía impresionar a aquellos oficinistas. Cuando uno de los funcionarios insistió en que expedir el permiso llevaría tiempo, Carla, muy enojada, hizo una escena.

– ¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo cree que puedo quedarme en Berlín? Llamaré al ministro Goebbels para que resuelva este problema, y ya veremos si le gusta que ustedes me contraríen como lo están haciendo. ¡Pienso decirle que si esto no se resuelve, jamás volveré a cantar en Berlín!

Rajel obtuvo su pasaporte, en el que estamparon la palabra Jude.

Carla, Vittorio, Amelia y Albert, junto con Rajel, salieron de Berlín el 12 de octubre. Antes de dejar la ciudad, Amelia insistió a Max para que le ayudara a buscar a los Wassermann.

– No puedo creer que no hayas podido averiguar dónde están -se quejó Amelia.

– No puedo preguntar directamente, compréndelo, pero te aseguro que estoy haciendo lo imposible por averiguar su paradero.

– Cuando les encuentres tienes que ayudarles, ¡júrame que les sacarás de donde estén!

– Te doy mi palabra de honor de que haré cuanto pueda por ayudarles.

– ¡Eso no es suficiente! ¡Tienes que sacarles del campo de trabajo o de donde estén!

– No puedo prometértelo, Amelia; si lo hiciera, te estaría mintiendo.

Sacar a Rajel de Berlín era sólo la primera parte del plan que habían ido elaborando los días previos. Irían en tren hasta París, y desde allí, Carla regresaría a Italia, mientras que Albert y Amelia llevarían a Rajel hasta la frontera con España. Amelia se había comprometido a pasar con ella a España acompañándola después hasta Portugal. Albert, por su parte, se encargaría no sólo de acompañarlas, sino de gestionar en la embajada británica los permisos necesarios para que Rajel pudiera viajar hasta Nueva York. Albert pensaba telefonear a su tío Paul James para que con su influencia, dado su cargo en el Almirantazgo, la embajada británica no se mostrara remisa a facilitar los documentos que necesitaba Rajel Weiss para viajar a América.

La presencia de Carla era el mejor salvoconducto. Los revisores, la policía, incluso la Gestapo no parecían desconfiar de la diva, tanto era así que a pesar de los temores de Albert, de Amelia, de Vittorio y de la propia Rajel, el viaje hasta la capital francesa transcurrió sin incidentes.

Rajel resultó ser una mujer de aspecto agradable, con el cabello castaño y los ojos del mismo color, tímida, dulce y muy culta; todos quedaron cautivados por su bonhomía.

En París, Carla y Vittorio se alojaron en el hotel Meurice, donde la diva había decidido pasar un par de días antes de continuar viaje hacia Roma. No era un capricho, sino la manera de dar tiempo a Amelia y a Albert para poder llegar a la frontera con España. Aunque no habían tenido ningún tropiezo hasta el momento, Carla pensaba que era mejor estar cerca por si les detenían a causa de Rajel.

En aquel momento en Francia cundía el desánimo. El país estaba oficialmente en guerra con Alemania y el primer ministro Édouard Daladier estaba empezando a ser superado por los acontecimientos.

Amelia había trazado un plan que consistía en llegar hasta Biarritz y desde allí continuar hasta la frontera con España, que pensaba pasar no a través de la aduana sino de los pasos que años atrás había conocido en sus excursiones con Aitor. Aún tenía fresca en la memoria la temporada en que había convalecido en el caserío del ama Amaya, y la amistad que allí había forjado con sus hijos Edurne y Aitor. Amelia se preguntaba si Aitor habría regresado de México y si en ese caso, viviría exiliado en el País Vasco francés. Si fuera así, estaba segura de que Aitor les ayudaría.

Albert condujo sin descanso hasta Biarritz, y cuando llegaron Amelia los llevó a casa de su abuela Margot. La anciana había fallecido tiempo atrás, pero Amelia confiaba en que Yvonne, su criada, conservara las llaves de la casa o siguiera viviendo en ella.

Cuando se acercaron a la casa, situada en la cornisa frente al mar, Amelia observó que las contraventanas estaban abiertas.

Pidió a Albert y a Rajel que la esperaran en el coche, puesto que no estaba segura de lo que se iba a encontrar.

Yvonne abrió la puerta y al principio pareció no reconocerla, luego la abrazó llorando.

– Mademoiselle Amelia, ¡qué alegría verla! ¡Dios mío, qué sorpresa!

La hizo pasar a la casa, y entre lágrimas le contó lo que Amelia ya sabía, que madame Margot había fallecido.

– Madame no sufrió, pero los últimos días estuvo muy agitada, parecía saber que iba a morir y se lamentaba de no poder despedirse de sus hijos ni de sus nietos, especialmente de usted y de mademoiselle Laura, que eran sus nietas favoritas.

Yvonne le explicó que madame Margot le había dado permiso para permanecer en la casa, segura de que sus hijos, cuando pudieran ir a Biarritz, continuarían manteniéndola a su servicio.

– La señora hizo testamento meses antes de morir; aquí tengo un sobre que me dio, está cerrado, pero madame me dijo que dentro estaba el nombre del notario al que Don Juan y don Armando debían acudir. Madame era muy previsora y estaba muy preocupada por la guerra en España; me entregó una cantidad de dinero para que no me falte nada en la vejez y… bueno, aquí estoy, esperando que aparezca alguien de la familia Garayoa.

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