Por alguna razón eso los hace reír; deben de estar bebiendo martinis o gin tonics o algo así.
– ¿Así que sigue en ello? -pregunta G.G. después de una pausa.
– Sigue en ello.
– Dios santo.
– ¿Y tú qué, Erra? -dice papá-. ¿Cómo te ha tratado la vida últimamente?
– Estoy bien, cariño -responde G.G.-. No puedo quejarme. En general, he tenido una vida maravillosa.
– No hables así, como si ya hubiera acabado. Sólo tienes… ¿cuántos años?, ¿sesenta y cinco?
– Sí, y medio.
– ¡Coño, aún tienes décadas por delante! Y te juro que no aparentas ni un solo día más de… eh… cuarenta y siete y medio.
– Gracias, querido, pero debo reconocer que empiezo a notar la edad. No sólo tuve un infarto bastante genuino hace un par de meses, ¡sino que no me queda un solo diente!
Los dos se echan a reír.
– ¿Por eso dejaste de cantar? -pregunta papá-. ¿Temías que se te cayera la dentadura en medio de una actuación?
Más risas.
– ¡Ah, no! -dice G.G.-. Sencillamente me di cuenta de que mi voz ya no estaba a la altura… Pero no es nada doloroso. Me senté, me cogí de la mano y me dije: «Oye, chica, has grabado incontables horas de música y dado conciertos por todo el mundo, has hecho un dineral y has causado impacto, y de ahora en adelante deberías tomarte en serio lo de disfrutar de la vida y nada más, leer los libros que quieres leer, ver a tus seres queridos, llevarte a Mercedes a todos esos maravillosos países que viste sólo de pasada…»
– Lo siento por Mercedes, por cierto -dice papá.
– Ten cuidado, Ran.
– ¿Cómo?
– Ten cuidado con el «lo siento». Has dicho «lo siento» al menos una docena de veces desde que llegué anoche. Es una costumbre peligrosa, no es bueno para ti. No es bueno para tu alma.
– Bueno, es que Tess es una persona sin prejuicios en muchos aspectos, pero cuando se trata de la homosexualidad…
– ¿Le daba miedo que traumatizara a Solly ver a dos viejas cogidas de la mano?
– Lo siento, Erra.
– ¿Ves a qué me refiero? ¡Ya está bien!
Se ríen. Alcanzo a oler que G.G. enciende un puro.
– Hablando de Solly -dice ella, transcurrido un momento-. Quería comprarle un regalo antes de irme de Nueva York. Tuve una experiencia de lo más graciosa paseando arriba y abajo por los pasillos del Toys'R'Us en la calle Cuarenta y cuatro… No podía dejar de pensar en la obsesión de Tess con la seguridad, así que empezaba: Bueno, veamos, esta grúa es preciosa, pero Sol podría tragarse el gancho y se le engancharía en los intestinos y le provocaría una hemorragia interna… Ah, qué juego de química tan bonito, pero está lleno de cosas que asustan y estallan y podrían ser tóxicas si se ingieren… Hum, bueno, este tren eléctrico parece maravilloso, pero podría electrocutarse por accidente… Uno tras otro, todos los juguetes de la tienda se convertían en un arma letal decidida a atacar y destruir a mi bisnieto. Así que me di por vencida, y me vine con las manos vacías.
Ahora los dos se tronchan de risa.
Me siento ofendido. Ojalá me hubiera comprado alguno de esos juguetes.
Paso por su lado para entrar en la casa, donde mamá está preparando un aperitivo con palitos de zanahoria, palitos de apio con queso cheddar, rábanos, tomates cherry, champiñones en láminas, galletitas saladas y salsa. Mordisqueo un trozo de queso y cojo una rebanada de Wonder Bread de la nevera. Mamá ya sabe que no voy a cenar con ellos.
– ¿Sabías que G.G. lleva dentadura postiza? -le pregunto.
– Claro que sí, cariño. Necesita un vaso en la mesilla para dejarla por la noche antes de acostarse.
– Puaj, qué asco… ¿Cómo es que se le han caído todos los dientes?
– Creo que se debe a la malnutrición cuando era niña.
– ¿Te refieres a que sus padres no le daban suficiente de comer?
– Bueno… es una larga historia… Creo que estuvo en un campo de refugiados o algo así. No le hace mucha gracia hablar del asunto.
Pienso: así que se puede tener dentadura postiza como G.G., o pelo postizo como la abuela Sadie, y se puede llevar pestañas postizas, pechos postizos…
– ¿Y un corazón postizo? -pregunto.
– ¿A qué te refieres? ¿Un trasplante de corazón? ¿Cuando te ponen el corazón de otra persona en el pecho? Sí, es posible.
– ¿Y pies postizos?
– Supongo que hoy en día se puede sustituir prácticamente todo.
– ¿Y cerebro postizo?
– Hum, no estoy segura. Me parece que no.
– ¿Un alma postiza?
– No -dice mamá, que ahora sonríe mientras dispone la verdura cruda sobre un plato oval creando un imponente dibujo con forma de sol-. De eso sí estoy segura, Solly. Tu alma os pertenece únicamente a ti y a Dios. Para siempre.
La siento el alma de Sol siento que es eterna e inmortal una entre un gúgol de trillones de billones una que cambiará el mundo
La Semana Santa toca a su fin, G.G. toma un vuelo de regreso a Nueva York y nuestra rutina diaria se reanuda. Un día vuelvo de casa de Brian y me encuentro a mamá muy disgustada. Es evidente que está disgustada porque anda ociosa: está sentada en el salón sin hacer nada, y cuando la saludo con un beso me doy cuenta de que ha estado llorando y no me abraza ni me dice: «¿Cómo está mi hombrecito?»
– ¿Qué haces? -le pregunto.
– Espero a que papá vuelva a casa -me responde con una frágil vocecilla de niña que nunca le había oído-. Sube a tu cuarto y juega un rato, ¿vale? Si tienes hambre, me lo dices.
– Claro, mamá -respondo con mi voz de «no te preocupes por nada».
En cuanto oigo el coche de papá en el sendero de entrada, me acerco de puntillas hasta lo alto de la escalera, me agacho entre las sombras y escucho.
– ¿Lo has visto, Randall? -dice mamá en un susurro feroz.
– Sí. Sí, lo he visto…
– ¡Es horrible! ¿No te parece horrible? ¡No sé cómo ha podido publicar semejantes fotos un periódico!
– Sí, pero… Escucha, Tess, la guerra es la guerra… ¿Es que no vamos a cenar hoy?
– ¿La guerra es la guerra? ¿Qué quieres decir con eso? ¡Esto no es la guerra! Esto es una pandilla de… una pandilla de pervertidos que trata a la gente como animales… ¿Cómo han podido hacer algo así?
– Tess, lo único que puedo decir es que cuando la gente está bajo presión, o acojonada perdida, es capaz de hacer prácticamente cualquier cosa.
– ¿Cómo te atreves… a excusar… este comportamiento?
Oigo que mamá blande el periódico, tal vez delante de la cara de papá.
– Escucha, Tess, ¿podemos dejar el asunto, si no te importa? ¿De verdad te parece que necesito que me reciban con chillidos nada más llegar a casa después de trabajar catorce horas? ¿Dónde coño está la cena? ¿O hemos decidido volvernos todos anoréxicos como tu hijo?
Oigo a mamá arrojarse en el sofá.
– No puedo comer -dice, su voz amortiguada porque debe de estar sollozando contra los cojines. Luego se vuelve y la oigo otra vez con claridad-: ¿Cómo puedes tener hambre después de ver fotos así? ¡Me da asco, asco, asco! El ejército americano…
– No digas ni una puta palabra contra el ejército americano -le advierte papá, y va a largas zancadas hasta la cocina y abre de un tirón la puerta de la nevera.
A la mañana siguiente, mientras mamá se seca el pelo con el secador, lo que, como bien sé, me da unos buenos diez minutos, me conecto a la Red y me embebo de las imágenes de Abu Ghraib. Los tipos están de rodillas amontonados unos sobre otros, como acróbatas de circo, sólo que son corpulentos y están desnudos del todo, hay cantidad de piel árabe desnuda que no es blanca ni negra sino de una especie de marrón dorado, y los soldados americanos, hombres y mujeres, tienen todo el aspecto de estar pasándoselo en grande, se sacan fotos con todos esos árabes en pelotas, se ríen de ellos, les ponen correas al cuello y les hacen darse por el culo o los conectan a la electricidad, y eso hace que el pene se me ponga muy duro pero no me lo toco porque no tengo tiempo. Apago el ordenador justo en el mismo segundo en que mamá apaga el secador, y para cuando sale del baño estoy en mi cuarto, abrochando las tiras de velero de mis Nike, listo para irme al parvulario.
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