– Mi abuela es una cantante famosa -digo, para intentar que Nouzha se interese un poco por mí también.
Se queda mirándome con una expresión vaga.
– Se llama Erra -insisto-. Tienes que haber oído hablar de ella, ¿no?
Ella niega con la cabeza. No. ¡Lo cierto es que no ha oído hablar siquiera de la abuela Erra! Eso me deja pasmado porque estaba convencido de que era famosa en el mundo entero.
– Hace magia con la voz -añado sin mucha convicción, preguntándome por dónde seguir-. Y… cree que yo también puedo hacer magia.
– ¿Y eso?
– Bueno, la verdad es que se trata de un secreto -digo con expresión misteriosa-. Pero puedo compartirlo contigo, siempre y cuando no creas que soy demasiado judío para ser amigo tuyo.
Nouzha vacila y luego asiente.
– Resulta que mi abuela Erra y yo… Tenemos el mismo lunar en el cuerpo. Mira.
Me aparto el cuello de la camisa poco a poco, dejando a la vista la marca de nacimiento perfectamente torneada en el hombro.
Nouzha la observa con atención.
– ¿Hacéis ceremonias con ella? -pregunta.
– Esto… No, no exactamente. Pero para mí casi tiene vida -digo, a la vez que me la acaricio-. Es como un diminuto murciélago que me habla y me dice qué hacer.
– Es como un mandal -susurra.
– ¿Qué es eso?
– Un círculo dibujado en la tierra, donde se llevan a cabo rituales mágicos. Yo también tengo un símbolo, un zahry.
Levanta la palma de la mano derecha y me enseña un punto un poco purpúreo en el centro, justo por encima de la línea de la vida.
– El mes pasado -dice, cogiéndose de nuevo las rodillas-, mis padres me llevaron a ver a mi abuela en su pueblecito cerca de Nablus; está a pocas horas de Haifa pero es un mundo completamente distinto… Cuando mi abuela vio que mi mano era zahry, lloró de alegría. Quiero muchísimo a mi abuela, igual que tú a la tuya, ¿verdad?
– Sí, claro.
– Me dijo que yo era nazir, lo que significa que puedo ver al malak, el ángel que da órdenes y responde preguntas. Sólo un niño puede ser médium del malak. Mi abuela quiere saber la suerte de su hermano Salim. Hace años que no tiene noticias de él. No sabe si todavía está escondido o si los judíos ya lo han asesinado. Así que me llevó a ver al jeque. Él me miró la mano atentamente y asintió con suma seriedad; dijo que celebraríamos un mandal en mi próxima visita.
Estoy un poco abrumado con todas sus extravagantes palabras, pero si cree que tenemos algo en común a mí ya me parece bien, así que sigo haciéndole preguntas.
– ¿Cómo te pondrá en contacto con ese… ángel?
– Primero tiene que prepararlo con un montón de plegarias y ensalmos. El día que llegue yo, quemará incienso, me echará una gota de tinta en la palma de la mano y luego, cuando la tinta se seque, una gota de aceite.
Nouzha hace una pausa y se frota la nariz. Me encanta cuando se frota la nariz.
– ¿Sí? -digo, un poco vacilante.
– Luego mi abuela planteará la pregunta acerca de dónde está su hermano, y si miro fijamente la gota de aceite en la palma de la mano, podré ver en ella al malak y él responderá a todas sus preguntas con mi voz.
– ¡Es increíble! -exclamo.
– Sí, pero cierto -asegura Nouzha con vehemencia-. Y tú también debes de ser un elegido, por el mandal de tu hombro.
Justo entonces suena el timbre del final del recreo. En silencio y por separado, nos marchamos de nuestro fragante y moteado escondite.
•••
– ¿Invadieron los judíos Israel? -pregunto esa noche en voz muy queda mientras cenamos, y mamá se ríe con una suerte de bufido.
– ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? -replica, lo que me provoca un estremecimiento.
– Lo he oído en alguna parte, no recuerdo dónde -digo sin mucha convicción.
– Bueno, la respuesta es no. Los judíos no invadieron Israel, huyeron a Israel.
– Palestina -matiza papá.
– Palestina, se llamaba entonces -dice mamá-. Estaban hartos de ser hostigados y asesinados por toda Europa durante siglos, así que decidieron que les hacía falta un país propio.
– Por desgracia, ese país estaba densamente poblado -señala papá.
– Aron, no vamos a seguir con eso otra vez -le advierte mamá, elevando el tono como una sirena de tal manera que me asusta-. Después de seis millones de muertos en seis años, ¿adónde se supone que debían ir? ¿Qué debían hacer? ¿Repantigarse y decir: hala, venga, a disfrutar, podéis matarnos a todos?
Ahora está gritando y papá se levanta a recoger la mesa sin decir esta boca es mía, de manera que sus últimas palabras «matarnos a todos» resuenan en nuestros oídos. Papá empieza a fregar los platos y mamá de pronto se avergüenza de su arrebato, así que me dice que me vaya a la cama a pesar de que sólo son las siete, tempranísimo para acostarme.
Desde luego espero y confío en que Nouzha esté en lo cierto cuando dice que soy un elegido, aunque no sé para qué he sido elegido y ahora me siento más desgarrado de lo habitual, no sólo entre mamá y papá y entre la Escuela Hebrea Reali y Nouzha, sino también entre mamá y Nouzha, mientras que al tiempo los quiero a todos. Me resulta terrible y no veo cómo la gente puede tomarlo con tranquilidad y apañárselas.
Me siento en la cama, cojo a Marvin y lo sacudo bien fuerte.
– ¿Eres judío, Marvin ? -le pregunto, y él niega con la cabeza-. ¿Eres alemán? -No-. Entonces ¿eres árabe? -Sigue negando-. ¿Palestino? -Lo sacudo cada vez más fuerte-. Venga, Marvin , es muy fácil quedarse ahí tumbado en la cama todo el santo día mirando el techo. Tienes que optar por un bando, tienes que creer en algo y luchar por ello -le digo, dándole puñetazos en el estómago-, y si no, vas a morir.
Justo entonces papá llama a la puerta y yo me llevo un susto tremendo y suelto a Marvin.
– ¿Listo para acostarte, chavalote?
– ¡Me estoy poniendo el pijama! -grito, y me apresuro a quitarme la camisa para que sea verdad.
Papá entra y se sienta con un suspiro en el borde de la cama.
– ¿Sabes cuál es el gran problema con los seres humanos? -me pregunta.
– ¿Cuál, papá?
– Tienen las entrañas donde deberían tener el cerebro. Ése es el problema. Allí donde mires, el problema es ése. ¿Quieres que te dé un vapuleo?
– No, gracias. Esta noche estoy un poco cansado.
– Vale, colega, que duermas bien. Y no hagas mucho caso a los tarados de tus padres, ¿vale?
– Vale, papá.
– ¿Vale?
– Sí, vale.
Nouzha ha sido muy amable conmigo desde que le enseñé la marca de nacimiento, y aunque tengo la incómoda sensación de que su amabilidad se basa en cierto modo en un malentendido, le saco todo el partido posible, concretamente, la alegría de estar a su lado. Vive en la calle Abbas en el centro de la ciudad, que en realidad no está tan lejos, pero ya que por razones evidentes no podemos invitarnos a ir de visita, nos tenemos que conformar con nuestras charlas bajo el hibisco durante el recreo.
– ¿Tú crees en esas cosas? -me pregunta.
– Claro, supongo.
– ¿Sabes algo sobre el mal de ojo?
– …
– Me basta con mirar a alguien, deseándole mal, y le sobreviene la mala suerte. Se llama daraba bil-'ayn, darles un golpe de ojo. ¿Sabes cómo hacerlo?
Se me pasa por la cabeza decirle que en nuestro país nos insultamos enseñándonos un dedo, no a golpes de ojo, pero decido no hacerlo.
– No, me parece que no.
– Seguro que tú debes de tener los mismos poderes, Randall, por lo de tu mandal. Randall, mandal, ¡hasta rima! Deberías intentarlo empezando por cosillas; te asombrará el poder que tiene.
– Pero ¿y si alguien me lanza un mal de ojo como venganza?
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