Nancy Huston - Marcas De Nacimiento

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El aire matinal es delicioso. Bajo corriendo los noventa y siete peldaños -temprano para las clases, tan temprano que la escalera está vacía-, brinco, salto, desciendo de dos en dos, luego de tres en tres, pero en medio del último tramo aterrizo sobre una aceituna seca o un guijarro que rueda bajo mi pie izquierdo, me desequilibro y aterrizo de mala manera sobre el empedrado del patio. El entusiasmo cesa con una sacudida. Sin aliento a causa del golpe, con un zumbido en los oídos debido al sobresalto, intento recobrar el resuello a bocanadas. Cuando me doy la vuelta lentamente para sentarme, veo que la rodilla derecha me sangra y tengo guijarros incrustados en las palmas, de un rojo encendido. Los pájaros trinan en los árboles y un burro rebuzna allá abajo en el zoo como si no hubiera pasado nada. Estoy mareado. Me duele tanto la rodilla que ni siquiera puedo ponerme en pie. ¿Me voy a desmayar de dolor aquí mismo, completamente solo?

De pronto hay alguien a mi espalda y me toca el hombro.

– ¿Intentabas volar, Randall? -dice una suave voz en inglés.

Al volver la cabeza veo que es la chica más preciosa del mundo, arrodillada a mi lado como en un sueño. Tiene unos nueve años, con el lustroso cabello moreno trenzado, unos ojos enormes llenos de bondad y la piel de un tono pardo bronceado. En ella la camisa y la falda azul claro del uniforme escolar tienen todo el aspecto de algo recién salido de Saks en la Quinta Avenida. Es tan preciosa que el dolor de la rodilla se me olvida por completo.

– ¿Sabes cómo me llamo? -le digo.

– ¿Quién no? -responde-. Eres el pez gordo americano de Nueva York.

Mientras lo dice, se saca un pañuelo del bolsillo de la camisa, lo humedece en una regadera junto a las macetas con flores y me limpia con cuidado la suciedad, los guijarros y la sangre de la rótula. Mientras observo los movimientos precisos y amables de sus manos, me enamoro perdidamente de ella, aunque es mucho mayor que yo.

Le pregunto cómo se llama.

– Nouzha -responde, al tiempo que me coge la mano y me ayuda a levantarme.

– He tenido suerte de que llegaras tan temprano.

– Sí, casi siempre soy la primera porque mi padre me deja de camino al trabajo, pero esta mañana me has ganado.

– ¿Cómo es que hablas tan bien inglés?

– Vivíamos en Boston cuando era pequeña y mi padre estudiaba para ser médico.

– Mi madre también estudia para ser doctora -digo, sobre todo para tener algo en común con ella.

– Ah, qué bien, así cuidará de tu rodilla.

– No, no es esa clase de doctora… Una doctora en Mal.

– ¿Te refieres a librarse de los malos espíritus?

– Sí, supongo… algo así.

– Ah.

Nouzha asiente con suma seriedad y pienso que ojalá pudiera seguir hablando siempre con ella, pero mientras tanto el patio se ha ido llenando y ahora suena el timbre y tenemos que irnos a nuestras respectivas clases. Está en cuarto.

A la hora de comer la veo a lo lejos en la cafetería y me sonríe y su sonrisa no se parece a nada que me hayan ofrecido nunca, me derrite el estómago. ¿Qué puedo hacer? Haría lo que fuera para resultarle interesante a ese ser humano. Moriría por ella. Me comería los zapatos por ella. Quiero casarme con ella.

«Nouzha. Nouzha. Nouzha.» Qué nombre tan maravilloso.

Cuando acaban las clases salgo para alcanzarla camino de la escalera y pienso: «Ya se pueden reír mis amigos por hablar con una chica mayor, ¿a mí qué me importa?»

– Esto… ¿me ayudas? -le digo, porque es lo primero que me viene a la cabeza-. Todavía me duele un montón la rodilla.

Ella me coge suavemente por el codo, y empiezo a subir a saltitos los peldaños tan lenta y trabajosamente como puedo, apoyándome en ella a la vez que sonrío para demostrarle lo agradecido que estoy.

– Es un alivio encontrar a alguien que hable inglés tan bien -le digo-. El hebreo es difícil cuando no es tu lengua materna.

– Tampoco es la mía.

– Ah, ¿no?

– No. La mía es el árabe.

– ¡Vaya! Así que los dos somos extranjeros -comento, alegre de haber dado con alguna clase de parecido entre nosotros.

– Nada de eso. Ni siquiera sabes en qué país estás, ¿verdad? El auténtico nombre de este país es Palestina. Yo soy árabe de Palestina. Éste es mi país. Aquí los extranjeros son los judíos.

– Yo creía… que era de…

– Los judíos lo invadieron. Tú eres judío, ¿ni siquiera conoces la historia de tu propio pueblo?

– Verás, lo cierto es que no soy muy judío -digo, nervioso al ver que ya hemos empezado a subir el último tramo de escalera.

Nouzha ríe.

– ¿Qué significa eso de que lo cierto es que no eres muy judío?

– Bueno, pues que mi madre no nació judía y no celebramos las fiestas ni nada por el estilo. En el fondo, soy básicamente americano.

– América está en el bando de los judíos.

– Bueno, yo no estoy en ningún bando salvo el tuyo, lo que es una suerte, porque de otra manera nunca conseguiría subir esta escalera.

Me quedo bastante orgulloso con la réplica, pero ahora, por desgracia, hemos llegado a lo alto de la escalera. Estoy sudando debido al esfuerzo de tanto salto fingido y Nouzha me mira y sonríe. La verdad es que no es mucho más alta que yo. Si me pongo de puntillas, podría besarla sin el menor problema.

– Voy a esperar a tu padre contigo, si no te importa. Eres la primera árabe que conozco, así que es interesante hablar contigo.

– No puedes esperar conmigo aquí. Mi padre no quiere que esté con judíos fuera de la escuela.

– Entonces… perdona, pero ¿por qué te envía a la Escuela Hebrea Reali?

– Porque es la mejor del barrio, nada más. Quiere que todos sus hijos recibamos una buena educación y luchemos por recuperar nuestro país. Los americanos no sabéis nada.

– Enséñame. Aprenderé. Te lo prometo, Nouzha. Quiero aprender, de verdad. Dame una lección de historia.

– Podemos reunirnos mañana en el recreo, si quieres… bajo el hibisco a los pies de la colina, ¿sabes dónde digo? Ahora vete, ése es el coche de mi padre, en el siguiente semáforo.

Nouzha.

Las miradas de Nouzha.

La sonrisa de Nouzha.

La mano de Nouzha en mi codo.

Estoy enamorado y se lo digo a Marvin.

***

Las frondosas ramas del hibisco se arquean suavemente hasta el suelo y hay un espacio abierto debajo, es un escondite donde huele de maravilla y nadie puede vernos, ahí abajo. Nouzha y yo nos sentamos uno al lado del otro con las rodillas recogidas debajo del mentón, mirando hacia el fondo del valle.

– Ahora voy a contarte la auténtica historia de Haifa -dice Nouzha.

Y salta a la vista que está a punto de soltarme un sermón que alguien le ha hecho aprender de corrido, pero no me importa porque su voz es cálida y suave como el sirope de arce.

– Hace mucho, mucho tiempo, hace un centenar de años, toda clase de gentes vivían juntas en esta ciudad. Primero los palestinos, como las familias de antaño de mi padre y mi madre, y luego, debido al puerto de aguas profundas, un montón de drusos del Líbano, además de judíos de Turquía y el norte de África, y de unos cuantos alemanes locos que fundaron una colonia de los Caballeros Templarios y la convirtieron en cuartel alemán… por no hablar de los baháis que construyeron su templo y jardines justo encima de la colina de manera que destacaran por encima de cualquier otra cosa. Luego llegó el sionismo. Fue entonces cuando los judíos decidieron regresar a Palestina, donde antes vivían, dejando de lado el pequeño detalle de que habían transcurrido dos mil años y ahora había varios millones de palestinos viviendo aquí con sus propias costumbres y tradiciones. Los judíos estaban decididos a apoderarse del país entero. A veces sencillamente entraban en ciudades árabes y asesinaban a todo el mundo, como en Deir Yassine. Mi padre tenía ocho años en abril de mil novecientos cuarenta y ocho, cuando empezaron a pasearse por Haifa coches judíos con altavoces que gritaban: «¡Deir Yassine! ¡Deir Yassine!», y de fondo una grabación de la gente de Deir Yassine gritando y llorando al ser asesinados. Eso hizo que los palestinos de Haifa fueran presa del pánico y huyeran para salvar la vida. Se marcharon a millares de la ciudad, y los judíos se apoderaron de ella. La familia de mi padre se disgregó por completo, algunos tíos y primos huyeron al Líbano pero sus padres fueron a parar a Cisjordania, en Nablus. Mi abuela aún vive allí.

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